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– Pertenecían a uno de los dos equipos de francotiradores de la Infantería de Marina que infiltramos en Al-Adhamiya -prosiguió Jandreau-. Fue poco antes…

Ahí estaba: ésa era la historia. Bobby Jandreau quería hablar. Quería contárselo todo porque al final sus compañeros se habían vuelto contra él, pero Ángel le dijo que se lo guardase para más tarde. Mel Nelson tenía una furgoneta vieja y enorme con la caja cubierta, y le pidieron que la acercara a la parte de atrás de la casa para cargar los cadáveres. Luego acomodaron a Jandreau y Mel en el Mustang, tomando antes la precaución de retirar y desactivar el GPS, y Ángel los llevó a un motel de las afueras de Bucksport mientras Louis, siguiendo las indicaciones de Jandreau, llevó la furgoneta a una cantera de granito cerrada cerca de Frankfort. Allí, utilizando cuerda y cadenas del garaje de Jandreau, lastró los cadáveres y los echó al agua oscura. Cuando estaba a punto de tirar el localizador al Penobscot, cambió de idea. Era un artefacto interesante, la verdad, como ni él mismo habría construido. Lo echó a la parte de atrás de la furgoneta de Mel y se reunió en el motel con los demás.

Y allí, a falta de algo mejor que hacer, dejaron que Bobby Jandreau empezara a contar su relato.

27

Walsh me obligó a esperar sentado hasta que levantaron el cadáver de Proctor. Creo que me castigaba por no ser más comunicativo, pero al menos me dirigía la palabra y no se había sacado de la manga ninguna vaguedad legal para tenerme encerrado en una celda esa noche. Como tardaría casi tres horas en llegar a Portland, y estaba cansado y quería ducharme, decidí buscar un sitio cerca para pernoctar. No fue una decisión exclusivamente mía. El equipo forense prefería aguardar hasta la mañana para llevar a cabo un reconocimiento exhaustivo del recinto, y los perros rastreadores llegarían poco después. Walsh había comentado que quizá yo, en un espíritu de cooperación y buena voluntad, no tuviera inconveniente en quedarme en la zona, por si al día siguiente, o durante la noche, se le ocurría alguna pregunta que hacerme.

– Tengo un cuaderno en la mesilla de noche sólo para eso -explicó mientras apoyaba su considerable mole contra el coche.

– ¿En serio? -pregunté-. ¿Por si le viene a la cabeza alguna pregunta incómoda para mí?

– Exacto. Le sorprendería saber la de policías que podrían decir eso mismo.

– No, no me sorprendería.

Movió la cabeza en un gesto de desesperación, como un adiestrador canino ante un perro obstinado que se niega a entregar la pelota. A cierta distancia, Soames nos observaba con expresión disgustada. Una vez más saltaba a la vista que quería participar en la conversación, pero Walsh lo excluía aposta. Resultaba interesante. Auguré tensiones en su relación. Si hubiesen sido pareja, esa noche Walsh habría dormido en la habitación de invitados.

– Algunos dirían que nosotros, los policías estatales mal pagados, tenemos razones más que justificadas para guardarle cierto resentimiento por cómo acabó Hansen -prosiguió, y de inmediato recordé a Hansen, un inspector de la policía estatal de Maine, en la casa vacía de Brooklyn donde habían asesinado a mí mujer y a mi hija. Me había seguido hasta allí movido por un celo apostólico mal orientado y había sido castigado por ello: no por mí, sino por otro, un asesino para quien Hansen era intrascendente y yo era el verdadero trofeo.

– Parece que no podrá volver a trabajar -comentó Walsh-, y nunca ha quedado claro qué hacía en la casa de usted la noche que resultó herido.

– ¿Está pidiéndome que le cuente qué pasó aquella noche?

– No, porque sé que no lo hará, y además ya leí la versión oficial. El informe tenía más agujeros que los calzoncillos de un vagabundo. Si me dijera algo, sería mentira, o una verdad a medias, como todo lo que me ha dicho esta noche hasta el momento.

– Y sin embargo aquí estamos, tomando el aire nocturno y comportándonos educadamente.

– Así es. Seguro que siente curiosidad por saber cuál es la razón.

– Adelante, he picado.

Walsh se irguió y, separándose del coche, buscó el tabaco y encendió un cigarrillo.

– La razón es que, aun siendo usted un capullo, y creyéndose más listo que nadie pese a las abrumadoras pruebas en sentido contrario, considero que lucha por una buena causa. Ya hablaremos mañana, por si a lo largo de la noche he apuntado algo brillante y mordaz en mi cuaderno, o por si ha contaminado en algún sitio el lugar del hecho y el equipo forense tiene alguna pregunta que hacerle, pero después puede seguir con sus asuntos. Lo que espero a cambio es que, en algún punto del futuro cercano, se sienta obligado a descargar la conciencia y me telefonee para contarme lo que sabe, o lo que ha averiguado. Entonces, si no es demasiado tarde para hacer algo al respecto…, aparte de levantar otro cadáver, dados sus antecedentes…, tendré respuesta a lo ocurrido aquí, e incluso puede que me asciendan por resolverlo. ¿Qué le parece?

– Me parece razonable.

– Eso me gustaría pensar. Ahora puede subirse a su elegante Lexus y marcharse. Algunos tenemos muchas horas extra por delante. Por cierto, nunca lo habría imaginado con un Lexus. Lo último que oí fue que tenía un Mustang, como si fuera Steve McQueen.

– El Mustang está en el taller -mentí-. Éste me lo han prestado.

– ¿Un coche prestado de Nueva York? No me dé motivos para comprobar la matrícula. En fin, si no encuentra habitación en Rangeley, puede dormir en el coche. Hay espacio de sobra. Conduzca con prudencia.

Volví a Rangeley y pregunté si tenían habitación en el Rangeley Inn. El edificio principal, con cabezas de ciervo y un oso disecado en el vestíbulo, aún no había abierto para la temporada, así que me dieron una habitación en los alojamientos de la parte de atrás. Vi un par de coches aparcados cerca, uno de ellos con un mapa de la zona en el asiento del acompañante y una pegatina de una emisora de televisión de Bangor en el salpicadero a la que habían añadido un rótulo escrito a mano con la súplica: «¡Por favor, grúa no!». Me duché y me cambié la camisa por una camiseta que había comprado en una gasolinera. Aún tenía impregnado en mí el hedor a descomposición de Proctor, pero era más el recuerdo que un olor real. Y mi inquietud por la sensación de malestar que había experimentado en la habitación contigua a la del cadáver de Proctor era mayor. Era como si yo hubiese aparecido allí justo al final de una discusión, a tiempo de oír sólo el eco de las últimas palabras, puro veneno y malevolencia. Me pregunté si eran las mismas palabras que había oído Harold Proctor antes de morir.

Me acerqué a la taberna Sarge's para comer algo. No fue una elección difíciclass="underline" por allí era el único sitio que parecía abierto. El Sarge's tenía una larga barra curva con cinco televisores que emitían cuatro deportes distintos y, en la última pantalla detrás de la barra, un noticiario local. Habían quitado el volumen de los televisores con programación deportiva, y varios hombres veían el telediario en silencio. La muerte de Proctor era la noticia de cabecera, tanto por la peculiaridad de su fallecimiento como por el hecho de que era una noche sin muchas noticias. Por lo regular, los suicidios no merecían tanta cobertura, y normalmente las emisoras locales tendían a respetar los sentimientos de los familiares del difunto, pero era obvio que algunos de los detalles de la muerte de Proctor habían captado su atención: un hombre encerrado en una habitación de un motel abandonado, muerto aparentemente a causa de una herida autoprovocada. No mencionaban los disparos de Proctor contra alguien que estaba fuera de la habitación antes de quitarse la vida.

Oí un murmullo de voces cuando tomé asiento lejos de la barra, y un par de cabezas se volvieron hacia mí. Una era la de Stunden, el taxidermista. Pedí una hamburguesa y una copa de vino a la camarera. El vino llegó al instante, seguido de cerca por Stunden. Me maldije en silencio. Me había olvidado por completo de mi anterior promesa. Lo mínimo que le debía, tanto por la información que me había dado como por su interés en Harold Proctor, era una visita personal y algunas aclaraciones en cuanto a lo ocurrido.