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Aquellos que se habían quedado en sus asientos miraban todos en dirección a mí. Stunden esbozó una sonrisa de disculpa y lanzó una ojeada a los hombres situados detrás de él, como diciendo: «Bueno, ya sabe cómo son los pueblos». En honor a la verdad, debo reconocer que los de la barra intentaban claramente compensar la curiosidad con cierto aire abochornado, pero la curiosidad llevaba la delantera de lejos.

– Perdone que lo moleste, señor Parker, pero hemos oído que fue usted quien encontró a Harold.

Señalé la silla frente a mí y se sentó.

– No se disculpe, señor Stunden. Debería haberle hecho una visita de cortesía en cuanto la policía me ha dejado marchar, pero ha sido un día muy largo y se me ha pasado. Lo siento.

Stunden tenía los ojos enrojecidos. Había bebido un poco, pero pensé que quizá también había llorado.

– Lo comprendo. Ha sido un disgusto para todos nosotros. No he podido abrir el bar, no después de algo así. Por eso estoy aquí. He pensado que quizás alguien estaba mejor informado que yo, y entonces ha entrado usted y, bueno…

– No puedo decirle gran cosa -contesté, y él, inteligente como era, captó de inmediato el doble sentido de mis palabras.

– Me basta con lo que sí puede contar. ¿Es verdad lo que dicen de él?

– Lo que dice ¿quién?

Stunden se encogió de hombros.

– En la tele. Aquí no ha llegado ningún dato oficial de los inspectores. Lo más aproximado que tenemos es la versión de la patrulla fronteriza. Según dicen, Harold se suicidó.

– Eso parece.

Si Stunden hubiese tenido una gorra entre las manos, habría estado retorciéndola, de tan inquieto como se sentía.

– Uno de los agentes de la patrulla fronteriza le ha comentado a Ben -señaló con el pulgar a un hombre obeso en camisa de camuflaje, con el cinturón tan cargado de llaves, navajas, teléfonos y linternas que el pantalón casi le caía a la altura de los muslos- que en la muerte de Harold hay cierto tufo raro, pero no ha querido explicar por qué.

Otra vez esa palabra: tufo. En Joel Tobias había también un tufo raro. Todo despedía un tufo raro.

Ben y otros dos hombres que habían estado sentados en la barra se fueron acercando a nosotros, atraídos por la posibilidad de recibir alguna aclaración. Sopesé mis opciones antes de hablar, y comprendí que nada ganaba ocultándoles información. Al final todo saldría a la luz, si no esa misma noche al entrar a tomar una copa algún policía fronterizo fuera de servicio, como muy tarde a la mañana siguiente, cuando las fuentes de información del propio pueblo se pusieran en marcha. Pero también era consciente de que si por un lado había aspectos de la muerte de Harold Proctor que ellos ignoraban, por otro existían partes de su vida que yo no conocía y ellos sí. Stunden había supuesto una gran ayuda para mí. Algunos de aquellos hombres también podían serlo.

– Disparó todas las balas de su pistola antes de morir -dije-. Se reservó la última para sí mismo.

Probablemente a todos se les ocurrió la misma pregunta al mismo tiempo, pero fue Stunden quien la planteó:

– ¿A qué le disparó?

– A algo en el exterior -respondí, arrinconando de nuevo en el fondo de mi cabeza la disposición de los orificios de bala en la habitación.

– ¿Cree que lo persiguieron hasta allí? -preguntó Stunden.

– Es difícil que un hombre perseguido tuviera tiempo de clavar la puerta al marco -contesté.

– Dios santo, Harold estaba loco -comentó Ben-. Nunca volvió a ser el mismo después de Iraq.

Todos asintieron. De haber sido por ellos, habrían grabado en la lápida: HAROLD PROCTOR. NO TE ECHAMOS MUCHO DE MENOS. ESTABA LOCO.

– Bien, pues -dije-. Ya saben tanto como yo.

Empezaron a alejarse. Sólo se quedó Stunden. Era el único de los presentes que parecía sinceramente afectado por las circunstancias de la muerte de Harold.

– ¿Está bien? -le pregunté.

– No, la verdad es que no. Supongo que de un tiempo a esta parte ya no estaba tan unido a Harold como antes, pero seguía siendo su amigo. Me atormenta pensar que él estuviera tan…

No encontró la palabra.

– ¿Asustado? -pregunté.

– Sí, asustado y solo. Morir así, en fin…, no me parece bien, sencillamente.

La camarera se acercó con mi hamburguesa y pedí otra copa de vino, pese a que apenas había tocado la que tenía delante. Señalé el vaso de Stunden.

– Bushmills -dijo-. Sin agua. Gracias.

Aguardé a que llegaran las copas y se marchara la camarera. Stunden echó un largo trago de la suya mientras yo empezaba a comer.

– E imagino que me siento culpable -continuó-. ¿Tiene alguna lógica? Me da la sensación de que si me hubiese esforzado más por mantener el contacto con él, por sacarlo de su cascarón, por interesarme en sus problemas, esto no habría pasado.

Podría haberle mentido. Podría haberle dicho que la muerte de Proctor no tenía nada que ver con él, que Proctor había enfilado un camino distinto, un camino que en último extremo llevaba a una muerte en medio de la soledad y el terror en una habitación cerrada, pero me abstuve. Habría sido menospreciar al hombre que tenía ante mí, un hombre con decencia y sentido del honor.

– No sé si esto es verdad o no -contesté-. Pero Harold se había metido en algo raro, y de eso no tuvo usted la culpa. Al final, ésa ha sido la causa de su muerte, seguramente.

– ¿Algo raro? -repitió-. ¿Qué quiere decir con eso de «raro»?

– ¿Alguna vez vio entrar y salir camiones del motel de Harold? -pregunté-. Camiones grandes, quizá procedentes de Canadá.

– Uf, no me habría enterado. Si venían de Portland o Augusta, tal vez sí, pero si venían por Coburn Gore, llegaban al motel de Harold sin pasar por Langdon.

– ¿Alguien podría saberlo?

– Ya preguntaré.

– No dispongo de tanto tiempo, señor Stunden. Mire, no soy policía, y usted no está obligado a darme información, pero ¿recuerda lo que le he dicho antes?

Stunden asintió con la cabeza.

– Sobre el chico que se mató.

– Sí. Y ahora Harold Proctor ha muerto. Y parece otro suicidio.

Podría haber mencionado a Kramer en Quebec, y a Brett Harlan y su mujer, para asegurarme el trato, pero si lo hacía, se convertiría en la comidilla del bar, y tarde o temprano llegaría a oídos de la policía. Había diversas razones por las que no deseaba que eso ocurriera. Acababa de recuperar la licencia, y pese a vagas garantías de que no existía riesgo de una nueva revocación inmediata, no me convenía dar a la policía estatal ninguna excusa para venir a por mí. En el mejor de los casos, contrariaría a Walsh, que me inspiraba cierta simpatía, aunque si alguna vez acabábamos los dos en la cárcel, preferiría no compartir celda con él.

Pero, más aún, reconocí en mí la avidez de otros tiempos. Deseaba explorar lo que estaba sucediendo, desvelar los vínculos más profundos entre las muertes de Harold Proctor, Damien Patchett y los otros. Ahora sabía que era un investigador privado sólo nominalmente, que los casos rutinarios, como los fraudes a las compañías de seguros, las infidelidades conyugales y los empleados que robaban a sus empresas, quizá bastaran para pagar las facturas, pero no eran más que eso. Por fin había comprendido que mi deseo de incorporarme a la policía y mi breve y no del todo distinguida carrera en el Departamento de Policía de Nueva York no se debía sólo al intento de compensar las supuestas faltas de mi padre. Él había matado a dos jóvenes antes de quitarse la vida, y sus actos habían mancillado su recuerdo y me habían marcado a mí. Yo fui mal policía -no corrupto, ni violento, ni incompetente-, pero malo en todo caso, porque carecía de la disciplina y la paciencia que el trabajo requería, y quizá me sobraba ego. Obtener la licencia de investigador privado se me había antojado una solución intermedia con la que podía vivir, una manera de tener una vaga sensación de finalidad mediante la adquisición de los símbolos de la legalidad. Sabía que nunca más podría ser policía, pero aún poseía los instintos necesarios, y la sensación de finalidad, de vocación, que distinguía a aquellos que no lo hacían exclusivamente por las prestaciones, ni por la camaradería, ni por la promesa de jubilarse tras veinte años y abrir un bar en Boca Raton.