El doctor Al-Daini examinó los papeles. En cada uno aparecía la imagen de un pequeño sello cilíndrico.
– Considérelos destruidos o perdidos de manera irrecuperable.
El doctor Al-Daini era un hombre de mundo.
– Trato hecho -dijo-. ¿Para su propia colección?
– No -respondió el Coleccionista al levantarse-. En recompensa.
El aire no se movía. Horas antes había llovido y la hierba del Cementerio Conmemorativo de los Veteranos de Maine resplandecía bajo el sol. Bobby Jandreau estaba a mi lado, y su novia esperaba en el camino detrás de nosotros. Nos hallábamos solos entre los muertos. Él me había pedido que me reuniera con él allí, y yo había acudido gustosamente.
– Durante mucho tiempo he querido estar aquí -dijo Bobby-. He querido que todo acabara.
– ¿Y ahora?
– Estoy con ella. -Se volvió para mirar a Mel, y ella le sonrió, y yo pensé: ella será enterrada aquí a tu lado.
– Les reservarán sitio a los dos. No tengan prisa.
Él asintió.
– Ésta es nuestra recompensa -dijo-. Yacer aquí, con honor. No hay nada más, ni dinero, ni medallas. Con esto basta.
Tenía la mirada fija en la lápida más cercana. Allí había enterrados un marido y una mujer, uno al lado del otro, y supe que él veía su nombre junto al de Mel, igual que yo lo había visto.
– Esos hombres tenían buenas intenciones -afirmó-. Al principio.
– La mayoría de las situaciones malas en las que me he encontrado empezaron con las mejores intenciones -contesté-. Pero en cierto sentido ellos tenían razón: los heridos, los marcados, merecen algo mejor que lo que están recibiendo.
– Supongo que había tanto dinero en juego que, al final, no resistieron la idea de renunciar a él.
– Supongo.
Me tendió la mano, y yo se la estreché. Cuando retiré la mano, él tenía dos pequeños sellos cilíndricos en la palma, decorados ambos con oro y piedras preciosas. Uno de ellos llevaba un papel sujeto con una goma elástica.
– ¿Y esto qué es?
– Recuerdos -contesté-. Un tal doctor Al-Daini los ha tachado de su lista de objetos robados a cambio de cierta caja de oro. En el papel consta el nombre de alguien que pagará una suma considerable por ellos, sin hacer preguntas. Estoy seguro de que usted sabrá darle un buen uso al dinero.
Bobby Jandreau cerró la mano en torno a los sellos.
– Hay hombres y mujeres en peor situación que yo.
– Lo sé. Por eso le son entregados a usted: porque usted sabrá hacer lo correcto. Si necesita consejo, hable con Ronald Straydeer, o sencillamente pregunte a su novia.
Se marcharon antes que yo. Me quedé allí un rato, entre los muertos, y por fin, cuando las sombras se alargaban, me santigüé y dejé solos a los caídos.
Aquí los muertos dejan su carga durante un tiempo. Aquí están grabados en piedra sus nombres, y hay ramos de flores sobre el césped cortado. Aquí el marido yace junto a la esposa, y la esposa junto al marido. Aquí está la promesa de paz, pero sólo la promesa.
Porque únicamente los muertos pueden hablar de lo que han padecido, y al igual que el sueño puede verse salpicado por desapacibles pesadillas, el reposo final es a veces intranquilo para quienes han visto demasiado, han sufrido demasiado. Los muertos saben lo que saben, y los soldados saben lo que saben, y sólo pueden compartir sus tormentos con los de su especie.
Por la noche surgen figuras de entre las sombras, y formas oscuras se mueven en claros resguardados. En un banco de piedra hay un hombre sentado junto a otro, y escucha en silencio a su compañero mientras un pájaro canta nanas sobre sus cabezas. Tres hombres pasean ingrávidamente entre las primeras hojas caídas, sin moverlas, sin dejar rastro a su paso. Aquí se reúnen los soldados, y hablan de la guerra y de lo que se perdió. Aquí los muertos dan testimonio de lo que han visto, y oyen el testimonio de los demás.
Y el aire nocturno trae los susurros del consuelo.
John Connolly