Marc Levy
Volver A Verte
«La ley de la gravedad no es responsable de que la gente se enamore.»
ALBERT EINSTEIN
PROLOGO
Arthur pagó la cuenta en la recepción del hotel. Aún le quedaba tiempo para darse una vuelta por el barrio. El botones le entregó el ticket de la consigna y él se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Atravesó el patio y subió por Beaux A118. Los adoquines recién regados con grandes chorros de agua se secaban bajo los primeros rayos de sol. En la calle Bonaparte, los escaparates empezaban a animarse. Arthur vaciló ante la vitrina de una pastelería y prosiguió su camino Un poco más arriba, el campanario blanco de la iglesia Saint-Germain-des-Prés se recortaba contra los colores de la jornada que nacía. Caminó hasta la plaza de Fürstenberg, todavía desierta. Saludó a la joven florista, que acababa de subir la persiana metálica, ataviada con un delantal blanco que le daba el aire encantador de una química en su laboratorio. Los ramos desordenados que a menudo componía con su ayuda adornaban las tres habitaciones del pequeño apartamento que Arthur aún ocupaba hacía tan sólo dos días.
La florista le devolvió el saludo, sin saber que no volvería a verlo.
Cuando entregó las llaves a la portera la víspera del fin de semana, cerró la puerta a varios meses de vida en el extranjero, y al proyecto arquitectónico más audaz que había realizado: un centro cultural franco-americano.
Tal vez regresaría un día en compañía de la mujer que ocupaba sus pensamientos. Le haría descubrir las calles estrechas de aquel barrio que tanto le gustaba, y caminarían juntos por la orilla del Sena, por donde le agradaba pasear, incluso los días de lluvia, tan frecuentes en la capital.
Se instaló en un banco para redactar la carta que guardaba junto al corazón. Cuando estuvo casi terminada, volvió a cerrar el sobre de papel de Rives sin pegar la solapa y se lo metió en el bolsillo. Consultó la hora y volvió al hotel.
El taxi no iba a tardar, su avión despegaba dentro de tres horas.
Aquella noche, al término de la larga ausencia que él mismo se había impuesto, estaría de vuelta en su ciudad.
Capítulo 1
El cielo de la bahía de San Francisco era de un rojo carmesí. A través de la ventanilla, el Golden Gate emergía de una nube brumosa. El aparato se inclinó en la vertical de Tiburón, fue perdiendo altitud rumbo al sur y viró de nuevo sobrevolando el San Mateo Bridge. Desde el interior de la cabina, daba la impresión de que iba a dejarse deslizar de este modo hacia las salinas que resplandecían con mil destellos.
El Saab cabriolé se coló entre dos camiones y cortó tres carriles en diagonal, ignorando las señales de los faros de algunos conductores descontentos. Abandonó la Highway 101 y logró coger por los pelos la carretera que conducía al aeropuerto internacional de San Francisco. A los pies de la rampa, Paul aminoró la velocidad para comprobar la ruta en los letreros indicativos. Blasfemó tras equivocarse de enlace y dio marcha atrás durante más de cien metros, con el fin de encontrar la entrada del aparcamiento.
En la cabina del piloto, el ordenador de a bordo anunciaba una altitud de setecientos metros. El paisaje volvía a cambiar. Una multitud de torres, que rivalizaban en modernidad, se recortaba en la luz del sol poniente. Los alerones se desplegaron, aumentando la superficie del aparato y permitiéndole reducir aún más su velocidad. El ruido sordo del tren de aterrizaje no tardó en dejarse oír.
En el interior de la Terminal, el panel luminoso indicaba que el vuelo AF 007 acababa de aterrizar. Paul salió sin aliento de la escalera mecánica y se precipitó por el pasillo. El mármol era resbaladizo y derrapó en la curva, apenas consiguió agarrarse a la manga de un comandante de vuelo que caminaba en sentido contrario, casi no tuvo tiempo de disculparse y volvió a su loca carrera.
El aerobús A 340 de Air France avanzaba lentamente sobre la pista, y su extraño morro se aproximó, impresionante, a los cristales de la Terminal. El ruido de las turbinas se ahogó en un silbido largo y el túnel articulado se desplegó hasta el fuselaje.
Paul, tras el tabique de las llegadas internacionales, se agachó y apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento. Las puertas correderas se abrieron y la primera oleada de pasajeros se dispersó por el vestíbulo.
A lo lejos, una mano se agitaba entre el gentío; Paul se abrió camino y fue al encuentro de su mejor amigo.
– No aprietes tanto -le dijo Arthur, mientras le daba un abrazo.
Un quiosquero los miraba enternecido.
– Basta -insistió Arthur.
– Te he echado de menos -dijo Paul, llevándoselo hacia los ascensores que conducían al aparcamiento, ante la mirada burlona de su amigo.
– ¿Qué significa esta camisa hawaiana? ¿Te crees Magnum?
Paul se miró en el espejo de la cabina e hizo una mueca mientras se cerraba un botón de la camisa.
– He ido a airear tu nuevo hogar en Delahaye Moving – continuó Paul-. Los de las mudanzas entregaron ayer tus bártulos. He puesto un poco de orden, como he podido. ¿Te has comprado todo París, o has dejado al menos dos o tres cosas en las tiendas?
– Gracias por ocuparte de eso; ¿está bien el apartamento?
– Ya lo verás, creo que te va a gustar, y además no está lejos del despacho.
Desde que Arthur terminara la imponente construcción del centro cultural, Paul había hecho todo lo posible para que volviera a San Francisco. Nada podía compensar el vacío dejado en su vida por la partida de aquel a quien amaba como a un hermano.
– La ciudad no ha cambiado tanto -dijo Arthur.
– Hemos construido dos torres entre las calles Catorce y Diecisiete, un hotel y oficinas, ¿y te parece que la ciudad no ha cambiado?
– ¿Qué tal marcha el estudio?
– Aparte de los problemas con tus clientes parisienses, todo va más o menos bien. Maureen vuelve de vacaciones dentro de dos semanas, te ha dejado una nota en el despacho, está impaciente por verte.
Mientras duraron las obras de París, Arthur y su ayudante hablaban varias veces al día, y ella había administrado todos los asuntos pendientes.
Paul estuvo a punto de pasarse la salida de la autopista y trazó una nueva diagonal en busca de la carretera que comunicaba con la calle Tres. Un concierto de bocinazos saludó su peligrosa maniobra.
– Lo siento -dijo, mirando por el retrovisor.
– Oh, no te preocupes; una vez has conocido la plaza de l'Etoile, ya no te da miedo nada.
– ¿Qué es?
– El mayor circuito de autos de choque del mundo. ¡Y es gratis!
Arthur había aprovechado el semáforo del cruce de Van Ness Avenue para abrir la capota eléctrica. La tela se replegó con un chirrido terrible.
– No consigo separarme de él -dijo Paul-, tiene un poco de reumatismo, pero este coche sabe aguantar.
Arthur bajó la ventanilla y olisqueó el aire que venía del mar.
– ¿Qué tal París? -preguntó Paul, lleno de entusiasmo.
– ¡Muchos parisienses!
– ¿Y las parisienses?
– ¡Tan elegantes como siempre!
– ¿Y tú y las parisienses? ¿Has tenido aventuras? – Arthur hizo una pausa antes de responder.
– No me he hecho cura, si ése es el sentido de tu pregunta.
– Me refiero a historias serias. ¿Te has enamorado?
– ¿Y tú? -preguntó Arthur.
– ¡Soltero!
El Saab giró por Pacific Street para subir hacia el norte de la ciudad. En el cruce de Fillmore, Paul aparcó junto a la acera.
– Ya está, éste es tu nuevo home, sweet home; espero que sea de tu agrado, pero si no te encuentras a gusto siempre podemos arreglarlo con la inmobiliaria. No es sencillo elegir por otra persona…