Lauren se sentó en la cama y acarició la frente de Marcia, que se despertó.
– Cu-cu -dijo Lauren-. Hoy es el gran día.
– Aún no -contestó Marcia, levantando los párpados-. De momento aún es de noche.
– No por mucho tiempo, cariño, no por mucho tiempo. Enseguida vendrán a buscarte y te prepararán.
– ¿Te quedas conmigo? -preguntó Marcia, inquieta.
– Yo también tengo que ir a prepararme, nos encontraremos en la entrada del quirófano.
– ¿Eres tú quien va a operarme?
– Yo ayudaré al profesor Fernstein, el de la voz muy grave, como tú dices.
– ¿Tienes miedo? -quiso saber la pequeña.
– Te me has adelantado: iba a hacerte la misma pregunta.
La niña dijo que ella no tenía miedo, pues confiaba.
– Ahora me voy arriba, nos veremos enseguida.
– Esta noche habré ganado mi apuesta.
– ¿Qué has apostado?
– Adiviné el color de tus ojos y lo escribí en un papel; está doblado en el cajón de mi mesilla de noche, lo abriremos las dos juntas después de la operación.
– Te lo prometo -dijo Lauren mientras se iba. Marcia se agachó, ignorando totalmente la presencia de Lauren, que permanecía en el umbral de la puerta mirándola en silencio, y se deslizó debajo de la cama.
– Sé muy bien que estás escondido en alguna parte, pero no hay ningún motivo para tener miedo -dijo la pequeña. Su mano palpaba el suelo, en busca de un peluche. Sus dedos rozaron el pelaje del mochuelo y lo colocó frente a ella.
– Tienes que salir de aquí, no hay ningún motivo para temer la luz -dijo-. Si confías en mí, yo te enseñaré los colores; confías en mí, ¿verdad? A cada uno le llega su turno, ¿crees que a mí no me daba miedo la oscuridad? Es difícil describir la luz del día, ¿sabes? Es bonito y ya está. Yo prefiero el verde, pero el rojo también me gusta mucho, los colores tienen olores, así es como se los reconoce; espera, no te muevas, te lo voy a enseñar.
La pequeña salió de su escondite y se dirigió lo mejor que pudo a la mesita de noche. Cogió un platito y un vaso que tenía escondidos allí. Una vez instalada de nuevo debajo del somier, le mostró orgullosamente una fresa y dijo, con voz resuelta: -Este es el rojo, y éste es el verde -añadió, avanzando el vaso con menta.
– ¿Ves qué bien huelen los colores? Si quieres, puedes probarlos; a mí no me dejan, es por la operación: debo tener el estómago vacío.
Lauren avanzó hacia la cama.
– ¿Con quién estás hablando? -le preguntó a Marcia.
– Ya sabía que estabas ahí. Estoy hablando con un amigo, pero no te lo puedo enseñar: se esconde todo el tiempo porque le da miedo la luz y las personas también.
– ¿Cómo se llama?
– ¡Emilio! Pero tú no puedes oír lo que dice.
– ¿Por qué?
– No lo puedes entender.
Lauren se arrodilló.
– ¿Puedo venir debajo de la cama contigo?
– Si no te da miedo la oscuridad…
La pequeña se apartó y dejó que Lauren se metiera debajo del somier.
– ¿Puedo llevármelo ahí arriba?
– No; es un reglamento estúpido, pero no se admiten animales en las salas de operaciones; aunque eso cambiará algún día, no te preocupes.
El día se anunciaba radiante y Arthur prefirió caminar hasta el estudio de arquitectura de Jackson Street. Paul lo esperaba en la calle.
– ¿Y bien? -le preguntó, al tiempo que su rostro risueño aparecía por la puerta entreabierta.
– ¿Y bien, qué? -contestó Arthur, pulsando el botón de la máquina de café.
– ¿Cuánto rato le llevó al perro?
– ¡Veinte minutos!
– ¡Qué envidia me dan tus veladas, colega! Hablé por teléfono con nuestras amigas de Carmel, han vuelto y están dispuestas a cenar con nosotros esta noche. Tráete al chucho si te da miedo aburrirte.
Paul dio unos golpecitos en la esfera de su reloj; era hora de irse. Tenían una cita en el estudio con un cliente importante.
Lauren entró en la cabina de esterilización. Con los brazos extendidos, se puso la bata que le presentaba una enfermera. Una vez pasadas las mangas, se ató los cordones a la espalda y avanzó hacia la pila de acero. Nerviosa, la joven neurocirujana se lavó minuciosamente las manos. Después de secárselas, la enfermera le roció las palmas con talco y abrió unos guantes estériles que Lauren se puso enseguida. Con el casquete azul claro en la cabeza y la mascarilla en la boca, respiró hondo y entró en el quirófano.
Detrás del panel de control, Adam Peterson, especialista en neuroimagen funcional, controlaba el buen funcionamiento del ecógrafo preoperatorio. Las imágenes de IRM del cerebro de Marcia ya estaban en el aparato. Comparándolas con las que se fueran haciendo en tiempo real con el ecógrafo, el ordenador podría establecer con precisión la porción de tumor a extirpar en el curso de la operación.
Durante el proceso, el ecógrafo de Adam entregaría nuevas imágenes, revisadas, del cerebro de la pequeña. El profesor Fernstein entró unos minutos después, acompañado por su colega, el doctor Richard Lalonde, que se había desplazado desde Montreal.
El doctor Lalonde saludó al equipo, se instaló detrás del aparato de neuronavegación y cogió las dos asas. Sabiamente manipulados por el cirujano, los brazos mecánicos conectados al ordenador principal cortarían al milímetro la masa tumoral. A lo largo de toda la intervención, la precisión quirúrgica sería esencial. Una desviación ínfima en la trayectoria podía privar a Marcia del habla o de la capacidad de deambulación. Y, al revés, un exceso de prudencia haría inútil la operación. Silenciosa y concentrada, Lauren recordaba cada detalle del procedimiento que no tardaría en empezar y para el que llevaba varias semanas preparándose.
La camilla con Marcia llegó por fin al quirófano. Las enfermeras la trasladaron con sumo cuidado a la mesa de operaciones y colgaron de una pértiga la bolsa del gotero que llevaba en la vena del brazo.
Norma, la más veterana de las enfermeras del hospital, le explicó a Marcia que acababa de adoptar a un cachorro de panda.
– ¿Y cómo se lo ha traído aquí? ¿Está permitido? -preguntó la niña.
– No -contestó Norma, riéndose-. Se va a quedar en su casa, en China, pero nosotros hacemos donaciones para que lo cuiden hasta que puedan destetarle.
Norma añadió que aún no había encontrado un nombre para el animal; ¿qué nombre había que ponerle a un panda? Mientras la pequeña reflexionaba sobre la pregunta, Norma conectó al electrocardiógrafo los parches que llevaba adheridos al tórax, y el anestesista le pinchó el índice con una aguja minúscula. Esta sonda le permitiría controlar en tiempo real la saturación de los gases sanguíneos. Aplicó una inyección a la bolsa del gotero y le aseguró a Marcia que podría pensar en el nombre del panda después de la operación: ahora tenía que contar hasta diez. El anestésico descendió a lo largo del catéter y penetró en la vena. Marcia se durmió entre el dos y el tres. El anestesista comprobó de inmediato las constantes vitales en los diferentes monitores. Norma ajustó un aro a la frente de Marcia con el fin de evitar cualquier movimiento de la cabeza.
Como si fuera un experimentado director de orquesta, el profesor Fernstein echó un rápido vistazo a todo su equipo. Desde su puesto, cada uno de los miembros contestó que estaba listo. Fernstein dio la señal al doctor Lalonde y éste empezó a manipular las asas del aparato de neuronavegación, bajo la mirada atenta de Lauren.