Выбрать главу

La incisión inicial se practicó a las 9 h. y 27 minutos. Acababa de empezar un viaje de doce horas a las regiones más profundas del cerebro de una niña.

El proyecto de Arthur y Paul complació, al parecer, a sus clientes. Los directores del consorcio por el que concursaban para la creación de una nueva sede social se habían reunido alrededor de la gran mesa de caoba de la sala de juntas. Después de que Arthur se pasara la mañana detallando las perspectivas del futuro vestíbulo, de los espacios de reunión y de las zonas comunes, Paul tomó el relevo a mediodía para comentar los dibujos y los cuadros que se proyectaban en una pantalla a su espalda. Cuando el reloj de pared de la sala marcó las cuatro de la tarde, el presidente de la sesión agradeció a los dos arquitectos el trabajo que habían realizado. Los miembros del directorio se reunirían antes del fin de semana para decidir cuál de los dos proyectos finalistas obtendría el contrato.

Arthur y Paul se levantaron y saludaron a sus anfitriones antes de marcharse. En el ascensor, Paul bostezó largo rato.

– Creo que nos ha salido bien, ¿no?

– Seguramente -contestó Arthur en voz baja.

– ¿Te preocupa algo? -le preguntó su amigo.

– ¿Crees que en Macy's venderán correas extensibles?

Paul levantó los ojos y los brazos al cielo. La campanilla sonó y las puertas de la cabina se abrieron en el sótano tercero del aparcamiento.

Antes de sentarse al volante, Paul hizo algunas flexiones.

– Estoy hecho polvo -dijo-. Los días como éste son demasiado agotadores.

Arthur entró en el coche sin hacer ningún comentario.

El ritmo cardiaco de Marcia era estable. Fernstein pidió un incremento progresivo de anestesia. Una segunda serie de ecografías confirmó que la extirpación seguía su curso normal. Milímetro a milímetro, los brazos electrónicos, manipulados por el doctor Lalonde, cortaban el tumor situado en el lóbulo occipital del cerebro de la niña e iban remontando capas hacia la superficie. Transcurridas cuatro horas, el médico levantó la cabeza.

– ¡Relevo! -pidió el cirujano, cuyos ojos habían alcanzado el umbral límite de la fatiga.

Fernstein le hizo una seña a Lauren para que se sentara ante el aparato. La joven tuvo un instante de vacilación, pero halló las fuerzas que le faltaban en la mirada tranquilizadora de su profesor. Había repetido esos gestos mil veces en simulaciones, pero hoy una vida dependía de su actuación.

En cuanto se puso al mando, los nervios desaparecieron. Estaba radiante porque con el extremo de aquellas pinzas la joven acariciaba un sueño.

Las manejaba a la perfección y con una habilidad absoluta. El equipo observaba su actuación y Norma leyó en la mirada del profesor lo orgulloso que se sentía de su alumna.

Lauren operó sin descanso durante tres horas. Cuando ya deseaba que la reemplazaran, el ordenador indicó que la extirpación estaba realizada en un setenta y seis por ciento. Lalonde volvió a su sitio y, con un guiño, felicitó a su joven colega.

– Te dejo en el despacho y me voy a casa volando.

– Déjame en Union Square, que tengo que comprar una cosa.

– ¿Se puede saber por qué quieres comprar una correa si no tienes perro?

– ¡Es para una amiga!

– Dime una cosa: ¿tiene perro, al menos?

– Tiene setenta y nueve años, por si eso te tranquiliza.

– La verdad es que no mucho -suspiró Paul mientras paraba junto a la acera delante de los grandes almacenes Macy's.

– ¿Dónde quedamos para cenar? -preguntó Arthur, al bajar del coche.

– En Cliff House a las ocho. Haz un esfuerzo, porque la última vez no te significaste por tu buena educación. Tienes una segunda oportunidad para dar buena impresión. Procura no meter la pata.

Arthur miró cómo se alejaba el cabriolé, echó un vistazo al escaparate y entró por la puerta giratoria de los grandes almacenes.

El anestesista señaló la inflexión del trazo en el monitor. Comprobó de inmediato la saturación sanguínea. El equipo observó el cambio que acababa de operarse en los rasgos del médico. Su instinto le había puesto en guardia.

– ¿Hemorragia? -preguntó.

– De momento no aparece en la imagen -dijo Fernstein, inclinándose hacia el monitor del doctor Peterson.

– ¡Algo no marcha bien! -afirmó el anestesista.

– Haré otra eco -replicó el especialista encargado de la imagen.

La atmósfera serena que reinaba en el quirófano desapareció repentinamente.

– ¡Se viene abajo! -replicó con sequedad el doctor Cobbler, aumentando el flujo de oxígeno.

Lauren se sintió impotente. Miró a Fernstein y comprendió por la expresión del profesor que el momento era crítico.

– Cójale la mano -le murmuró el médico.

– ¿Qué hacemos? -le preguntó Lalonde a Fernstein.

– ¡Continuamos! Adam, ¿qué dice la ecografía?

– Poca cosa por ahora -contestó el médico.

– Tengo un principio de arritmia -indicó Norma, al ver el parpadeo en el electrocardiógrafo.

Richard Lalonde golpeó rabiosamente el aparato con la palma de la mano.

– ¡Disección de la arteria cerebral posterior! -ordenó secamente.

Todos los miembros del equipo se miraron. Lauren contuvo el aliento y cerró los ojos. Eran casi las cinco y media. Al cabo de un minuto, el tabique dañado de la arteria que irrigaba la parte posterior del cerebro de Marcia se desgarró dos centímetros. Bajo la presión de la sangre que brotaba a chorros, el desgarro se amplió aún más. La ola desencadenada por la herida abierta invadió la cavidad craneal. A pesar del drenaje que Fernstein implantó de inmediato, el nivel no dejó de aumentar en el interior del cráneo, ahogando al cerebro a gran velocidad.

Cinco minutos después, bajo la mirada impotente de cuatro médicos y varias enfermeras, Marcia dejó de respirar para siempre. La mano de la pequeña, que Lauren retenía en la suya, se abrió como para liberar un último aliento de vida oculto en la palma.

En silencio, el equipo salió del quirófano y se dispersó por el pasillo. Nadie pudo hacer nada. El tumor, en su malignidad, había escondido a los más sofisticados aparatos de la medicina moderna el aneurisma de una pequeña arteria en el cerebro de la niña.

Lauren se quedó sola, reteniendo aún aquellos deditos inertes. Norma se acercó y los separó de la mano de la joven neurocirujana.

– Vamonos.

– Se lo había prometido -murmuró Lauren.

– Pues es el único error que ha cometido hoy.

– ¿Dónde está Fernstein? -preguntó.

– Debe de haber ido a hablar con los padres de la niña.

– Hubiera querido hacerlo yo.

– Creo que ya ha tenido suficientes emociones por hoy. Y si me permite un consejo, antes de volver a su casa, dé un paseo por unos grandes almacenes.

– ¿Para qué?

– ¡Para ver vida, vida a montones!

Lauren acarició la frente de Marcia y cubrió los ojos de la niña con la sábana verde. Luego, abandonó la sala.

Norma la vio alejarse por el pasillo. Sacudió la cabeza y apagó los focos del quirófano. La estancia se sumió en la penumbra.

Arthur encontró lo que buscaba en la tercera planta de los grandes almacenes: una correa extensible que haría las delicias de la señora Morrison. En los días grises, podría quedarse bajo la marquesina del edificio al abrigo de la lluvia, mientras Pablo iría a su aire.

Se alejó de la caja central, donde acababa de pagar su compra. Por el camino, una mujer que estaba eligiendo un pijama para hombre le dirigió una sonrisa. Arthur se la devolvió y fue hacia la escalera mecánica.

Ya en los peldaños, una mano delicada se posó sobre su hombro. Arthur se dio la vuelta y la mujer descendió un escalón para acercarse.