De todos sus líos amorosos, sólo había uno que lamentaba haber vivido…
– ¡No me digas que no me has reconocido! -exclamó Carol-Ann.
– Perdóname, estaba en otra parte.
– Lo sé, me enteré de que vivías en Francia. ¿Estás mejor? -preguntó su ex con aire compasivo.
– Sí, ¿por qué?
– También me enteré de que esa chica por la que me dejaste… en fin, supe que te habías quedado viudo, qué cosa más triste…
– ¿De qué estás hablando? -replicó Arthur, perplejo.
– Me encontré con Paul en un cóctel el mes pasado. Lo siento muchísimo, de veras.
– Me ha encantado verte, pero tengo prisa -contestó Arthur.
Quiso bajar unos peldaños más, pero Carol-Ann se aferró a su brazo y le mostró orgullosamente la sortija que brillaba en su dedo.
– La semana que viene celebramos nuestro primer año de casados. ¿Te acuerdas de Martin?
– No mucho -contestó Arthur, rodeando la baranda para coger la escalera que bajaba a la primera planta.
– ¡No puede ser que te hayas olvidado de Martin! ¡Era el capitán del equipo de hockey! -lo regañó Carol-Ann, orgullosa.
– ¡Ah, sí, un tipo alto y rubio!
– Muy moreno.
– Moreno, pero alto.
– Muy alto.
– ¿Lo ves? -dijo Arthur, mirándose la punta de los zapatos.
– Así que ¿sigues sin rehacer tu vida? -preguntó Carol-Ann con el mismo aire compasivo.
– ¡Pues sí! ¡Visto y no visto, así es la vida! -exclamó Arthur, cada vez más exasperado.
– No me digas que un chico como tú sigue soltero.
– No, no te lo digo porque seguramente lo habrás olvidado dentro de diez minutos y tampoco tiene gran importancia -masculló Arthur.
Nueva baranda y nuevas esperanzas de que Carol-Ann tuviera otras compras que hacer en aquella planta, pero le siguió hasta la baja.
– Tengo un montón de amigas solteras. Si vienes a nuestra fiesta de aniversario, te presentaré a la próxima mujer de tu vida. Soy una celestina extraordinaria, tengo un don especial para saber quién pega con quién. ¿Te siguen gustando las mujeres?
– ¡Me gusta una! Te lo agradezco, ha sido un placer volver a verte, dale recuerdos a Martin.
Arthur saludó a Carol-Ann y huyó a toda velocidad. Sin embargo, cuando pasaba por delante del puesto de una marca de cosméticos francesa, resurgió un recuerdo, tan dulce como aquel perfume del frasco que manipulaba una vendedora ante su dienta. Cerró los ojos y recordó el día en que paseaba fortalecido por un amor invisible y certero. Entonces era feliz, como no lo había sido nunca.
La puerta giratoria lo dejó en la acera de Union Square.
El maniquí del escaparate vestía un traje de noche, elegante y ceñido a la cintura. La fina mano de madera señalaba a los transeúntes con un dedo distraído. Bajo los reflejos anaranjados del sol, la calzada parecía ligera. Arthur permanece inmóvil, ausente. No oye la moto con sidecar que se le acerca por la espalda. El piloto ha perdido el control en la curva de Polo Street, una de las cuatro calles que bordean la gran plaza. La moto trata de evitar a la mujer que está cruzando, inclina, zigzaguea, el motor ruge, los transeúntes se asustan. Un hombre trajeado se arroja al suelo para esquivar el aparato, otro retrocede y tropieza hacia atrás, una mujer grita y se protege tras una cabina telefónica. La máquina prosigue su loca carrera, el asiento adosado franquea el parapeto, arranca un letrero, pero el parquímetro contra el que choca está sólidamente anclado al suelo y lo separa, con un corte limpio, de la moto. Ya nada lo detiene, su forma es la de un obús y casi va a la misma velocidad. Cuando alcanza las piernas de Arthur, lo levanta y lo proyecta al vacío. El tiempo transcurre despacio y, de pronto, se prolonga como si fuera un largo silencio. El morro fuselado de la máquina impacta contra el cristal. El inmenso escaparate estalla en una miríada de añicos. Arthur rueda por el suelo hasta el brazo de un maniquí que ahora está tumbado sobre la alfombra de cristales. Un velo le cubre los ojos, la luz es opaca, su boca tiene el sabor a óxido de la sangre. Sumergido en el sopor, querría decirle a la gente que no ha sido más que un estúpido accidente, pero las palabras se le atascan en la garganta.
Quiere levantarse pero aún es demasiado pronto. Sus rodillas tiemblan un poco, y una voz poderosa le grita que se quede tumbado, que vendrá una ambulancia. Paul se enfurecerá si llega tarde. Hay que sacar a pasear al perro de la señora Morrison, ¿hoy es domingo? No, quizá sea lunes. Tiene que pasar por el estudio para firmar los planos. ¿Dónde está el tique del aparcamiento? Seguro que se le ha desgarrado el bolsillo, porque tenía la mano dentro y ahora la tiene bajo la espalda y le duele un poco, no te frotes la cabeza, esos cristales cortan mucho. La luz es cegadora, pero los sonidos regresan poco a poco. El deslumbramiento se disipa. Abre los ojos. Ahí está el rostro de Carol-Ann. ¡Así que no piensa soltarle, pero él no quiere que le presente a la mujer de su vida, ya la conoce, maldita sea! Debería ponerse una alianza para que lo dejaran en paz. Ahora mismo volverá para comprarse una. Paul lo detestará, pero eso le divertirá mucho.
A lo lejos, una sirena. Es absolutamente necesario ponerse en pie antes de que llegue la ambulancia, es absurdo que se preocupen, no le duele nada, tal vez un poco la boca, se ha mordido la mejilla. Pero lo de la mejilla no es grave, es desagradable por las llagas, pero no es realmente grave. Qué estupidez, su chaqueta estará destrozada, y Arthur adora esa chaqueta de tweed. Sarah opinaba que el tweed hacía parecer mayor, pero él se reía de Sarah, que llevaba los zapatos más vulgares de la tierra, con esas puntas demasiado afiladas. Estuvo bien decirle a Sarah que la noche que pasaron juntos había sido un accidente, no estaban hechos el uno para el otro, no era culpa de nadie. ¿Cómo estará el motorista? Seguramente es el hombre del casco. Parece estar bien, con ese aire contrito.
Voy a tenderle la mano a Carol-Ann, y les contará a todas sus amigas que me salvó la vida, puesto que será ella quien me ha ayudado a levantarme.
– ¿Arthur?
– ¿Carol-Ann?
– Estaba segura de que te encontrabas en medio de esta catástrofe espantosa -dijo la joven, histérica.
El se desempolvó tranquilamente los hombros de la chaqueta, arrancó el trozo de bolsillo que colgaba tristemente y sacudió la cabeza para desembarazarse de los cristales.
– ¡Qué miedo! Has tenido mucha suerte -continuó Carol-Ann con su voz aguda.
Arthur se la quedó mirando, muy serio.
– Todo es relativo, Carol-Ann. Se me ha jodido la chaqueta, tengo cortes por todas partes y salto de un desastroso encontronazo a otro, cuando sólo iba a comprarle una correa a mi vecina.
– Una correa a tu vecina… ¡Has tenido mucha suerte de salir casi indemne de este accidente! -se indignó Carol-Ann.
Arthur la miró, adoptó un aire pensativo, y se esforzó por parecer civilizado. No era solamente la voz de Carol-Ann lo que le irritaba; todo en ella se le hacía insoportable.
Intento recobrar algo parecido al equilibrio y habló en un tono resuelto y tranquilo.
– Tienes razón, no soy justo. Tuve la suerte de dejarte y de conocer luego a la mujer de mi vida, ¡aunque estaba en coma! Su propia madre quería aplicarle la eutanasia, pero y tuve la suerte de que mi mejor amigo accediera a echarme una mano para ir a secuestrarla al hospital.
Inquieta, Carol-Ann dio un paso atrás y Arthur otro hacia delante.
– ¿Qué quieres decir con «secuestrar»? -preguntó ella con voz tímida mientras apretaba el bolso contra su pecho.
– Que robamos su cuerpo. Fue Paul quien cogió la ambulancia, por eso se siente obligado a contarle a todo el mundo que estoy viudo; ¡pero de hecho, Carol-Ann, sólo soy medio viudo! Es un estado muy particular.
Las piernas de Arthur flaquearon y vaciló ligeramente.
Carol-Ann quiso sostenerlo, pero Arthur se enderezó solo.