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El padre de la pequeña se calló. Se puso en pie y avanzó hasta la puerta.

– ¿Sabe una cosa? Ahí, en Argentina, construyo embalses, unas obras inmensas. Pero mi verdadero orgullo era ella.

– ¡Espere! -dijo Lauren con voz suave.

Se agachó y miró debajo de la cama. A la sombra del somier, un pequeño mochuelo blanco esperaba con las alas cruzadas. Asió el peluche y se lo dio a Santiago. El hombre se volvió, cogió el ave y le acarició el pelaje con delicadeza.

– Tenga -le dijo a Lauren, devolviéndole el mochuelo blanco-. Arréglele los ojos: usted es médico, debería poder hacer algo. Devuélvale la libertad, haga que ya no tenga miedo nunca.

La saludó y abandonó la habitación. Cuando se encontró solo en el pasillo, apretó la cajita contra el pecho.

El busca de Lauren vibró: la llamaban de Urgencias. Fue a la sala de enfermeras de la planta y descolgó el teléfono.

Betty dio gracias al cielo porque aún estuviera en el edificio: el servicio no se vaciaba y necesitaba refuerzos inmediatamente.

– Bajo ahora mismo -dijo Lauren, volviendo a colgar.

Antes de salir de la habitación, se metió en el bolsillo de la bata un extraño mochuelo. El animalito necesitaba un poco de calor humano, pues había perdido a su mejor amiga.

Arthur ya no podía esperar más, así que buscó su teléfono móvil en el bolsillo derecho de la chaqueta, pero la chaqueta ya no tenía bolsillo derecho.

Con los ojos vendados, trató de adivinar la hora. Paul se pondría furioso; recordaba haber pensado que Paul se pondría furioso, pero había olvidado el porqué. Se levantó y avanzó a ciegas hacia el mostrador de recepción. Betty se precipitó a su encuentro.

– ¡Es usted imposible!

– Me horrorizan los hospitales.

– Pues mire, ya que está aquí, aprovecharemos para rellenar la hoja de ingreso. ¿Había estado aquí alguna vez?

– ¿Por qué? -contestó Arthur, inquieto, apoyándose e el mostrador.

– Porque si sus datos ya están en el ordenador, iremos más deprisa.

Arthur contestó negativamente. Betty tenía buena memoria para las caras y a pesar del vendaje que le cubría los ojos, los rasgos de aquel hombre le sonaban de algo. Tal vez se hubieran cruzado en alguna otra parte. Y de todos modos, poco importaba: tenía demasiadas cosas que hacer para pensar en eso ahora.

Arthur quería irse a casa, la espera ya había durado demasiado y quiso quitarse el vendaje.

– ¡Ustedes están desbordados y yo realmente me encuentro bien! – dijo-, me marcho a casa.

Betty le inmovilizó las manos sin miramientos.

– ¡Inténtelo y verá!

– Pero ¿qué peligro corro? -preguntó Arthur, casi divertido.

– Al menor dolorcito que tenga en los seis o doce meses siguientes, en caso de que necesite alguna cura ya puede olvidarse de su seguro. Si se marcha por esa puerta, a no ser que sea para fumarse un cigarrillo afuera, enviaré su ficha mencionando que se ha negado a hacerse un chequeo médico. Y aunque le duela una muela, su compañía lo mandará a paseo.

– ¡Yo no fumo! -dijo Arthur, apoyando el brazo en el mostrador.

– Sé que resulta angustioso estar a oscuras, pero tenga paciencia; mire, ahí está la doctora, acaba de salir del ascensor detrás de usted.

Lauren se acercó a recepción. Desde que había salido de la habitación de Marcia, no había podido pronunciar palabra. Cogió la carpeta de manos de la enfermera y se puso a leer el informe mientras se llevaba a Arthur cogido del brazo hacia la sala número 4. Descorrió la cortina de la cabina y le ayudó a instalarse en la mesa de exploración. Cuando estuvo tumbado, empezó a quitarle el vendaje.

– Mantenga los ojos cerrados por el momento -le dijo.

Las pocas palabras que había pronunciado, aunque con voz tranquilizadora, bastaron para acelerar el corazón de Arthur. Le retiró las gasas y le levantó los párpados inundándole los ojos de suero fisiológico.

– ¿Le duele?

– No.

– ¿Ve un destello de luz?

– En absoluto, ese vendaje ha sido idea del enfermero, en realidad yo no tenía nada.

– El enfermero ha hecho bien. Ya puede abrir los ojos.

Fueron necesarios unos segundos para disipar el líquido.

Cuando la visión de Arthur recuperó la nitidez, su corazón empezó a latir aún más fuerte. La promesa que había formulado sobre la tumba de Lili acababa de hacerse realidad.

– ¿Qué tal? -preguntó Lauren, que notó la palidez en el rostro de su paciente.

– Bien -dijo él, con un nudo en la garganta.

– ¡Relájese!

Lauren se inclinó para examinarle las córneas con una lupa. Mientras las estudiaba, sus rostros estaban tan cerca que sus labios casi se rozaban.

– ¡No tiene absolutamente nada en los ojos, ha tenido mucha suerte!

Arthur no hizo ningún comentario.

– ¿Ha perdido el conocimiento?

– ¡No, todavía no!

– ¿Eso era un chiste?

– Un vago intento.

– ¿Migrañas?

– Tampoco.

Lauren pasó la mano por la espalda de Arthur y le palpó la columna vertebral.

– ¿Algún dolor?

– Nada de nada.

– Tiene un buen cardenal en el labio. ¡Abra la boca!

– ¿Es indispensable?

– Sí, puesto que se lo acabo de pedir.

Arthur obedeció y Lauren cogió su pequeña linterna.

– Vaya, al menos harán falta cinco puntos para coser esto.

– ¿Tantos?

– ¡También era un chiste! Un enjuague bucal durante cuatro días será más que suficiente.

Le desinfectó la herida de la frente y soldó los bordes con un gel. Luego abrió un cajón y desgarró el envoltorio de una tirita, que adhirió encima del corte.

– Le he pisado un poco la ceja, pasará un mal rato cuando se quite el esparadrapo. Los demás cortes son menores, cicatrizarán solos. Le recetaré un antibiótico de amplio espectro durante unos días, sólo para prevenir.

Arthur se abrochó el puño de la camisa, se enderezó y le dio las gracias a Lauren.

– No tan deprisa -dijo ella, empujándolo de nuevo hacia la mesa de reconocimiento-. También tengo que tomarle la tensión.

Descolgó el aparato de medición de su soporte de pared y lo colocó alrededor del brazo de Arthur. Era un tensiómetro automático. El brazalete se hinchaba y se deshinchaba a intervalos regulares. Bastaron algunos segundos para que las cifras aparecieran inscritas en el dial fijado en la cabecera de la mesa de reconocimiento.

– ¿Es propenso a las taquicardias? -preguntó Lauren.

– No -contestó Arthur.

– Pues está teniendo una buena crisis: su corazón late a más de ciento veinte pulsaciones por minuto y tiene la tensión a dieciocho, que es mucho más de lo que le corresponde a un hombre de su edad.

Arthur miró a Lauren mientras buscaba una excusa en lo más hondo de su corazón.

– Soy algo hipocondríaco y los hospitales me dan pavor.

– Mi ex se desmayaba sólo con ver mi bata.

– ¿Su ex?

– Nada importante.

– ¿Y su novio actual soporta bien el estetoscopio?

– De todas formas, preferiría que consultara a un cardiólogo, puedo avisar a alguno si lo desea.

– Es inútil -dijo Arthur con voz temblorosa-. No es la primera vez que me ocurre; en fin, en un hospital es la primera vez, pero cuando me presento a un concurso, el corazón se me embala un poco: tengo tendencia a ponerme excesivamente nervioso.

– ¿En qué trabaja? -preguntó Lauren, divertida, mientras escribía una receta.

Arthur dudó antes de responder. Aprovechó que ella estaba concentrada en su hoja para mirarla, silencioso y atento. Lauren no había cambiado, aparte del peinado, tal vez. La pequeña cicatriz en la frente, que a él tanto le gustaba, casi había desaparecido. Y su mirada seguía siendo la misma, orgullosa e indescriptible. Reconocía cada expresión de su rostro, como el movimiento del arco de Cupido, por debajo de la nariz, cada vez que hablaba. La belleza de su sonrisa le traía recuerdos felices. ¿Era posible echar a alguien de menos hasta ese punto? El brazalete se hinchó de inmediato y aparecieron nuevas cifras. Lauren levantó la cabeza para consultarlas con atención.