Mientras se preguntaba si la camiseta que estaba doblando era suya, Vera hizo una breve pausa. Le resultaba muy difícil concentrarse en dos temas al mismo tiempo. Brisson creyó que ella dudaba por fin, pero entonces Vera preguntó si no era una imprudencia seguir con la conversación, porque siempre le habían dicho que los teléfonos móviles interfieren en los aparatos médicos. El interno vociferó que, en ese momento, le importaba un bledo y le ordenó a su ya ex novia que tuviera la cortesía de esperar a que terminase la guardia, al día siguiente por la mañana. Exasperado, Brisson apagó el busca que sonaba en su bolsillo por tercera vez. En el otro extremo de la línea telefónica, Vera acababa de colgar.
Una vena situada en la parte posterior del cerebro había sufrido el impacto de los cristales rotos del escaparate. En el transcurso de las tres primeras horas que siguieron al accidente, una cantidad mínima de sangre había brotado del vaso dañado, pero a última hora de la tarde la hemorragia provocó las primeras anomalías en el equilibrio y en la visión. Los mil miligramos de aspirina ingeridos por vía sublingual modificaron la situación significativamente. Diez minutos fueron suficientes para que las moléculas de ácido acetilsalicílico fluidificaran la sangre con la que se estaban mezclando. A través de la herida, el líquido se expandió por el cerebro como un río que se desborda de su lecho. Cuando Arthur se dirigía al hospital, la hemorragia ya no halló terreno por el que avanzar bajo la bóveda del cráneo, así que empezó a comprimir las meninges.
La primera de las tres membranas que recubren el encéfalo reaccionó de inmediato. Creyendo que se trataba de una infección, ejerció el papel que tenía asignado. Pasadas las diez de la noche, se inflamó para tratar de contener al agresor. En cuestión de horas, el hematoma que se estaba formando habría comprimido el cerebro lo suficiente para detener las funciones vitales. Arthur se sumía en la inconsciencia. Paul llamó a la enfermera y ella le rogó que tuviera a bien esperar en su sillón: el interno de guardia era muy estricto respecto al reglamento.
Paul no tenía derecho a permanecer de este lado del cristal.
No lejos de allí, las puertas del ascensor se abrieron al vestíbulo de Urgencias de otro hospital. Lauren avanzó hasta la garita de recepción y cogió una nueva carpeta de manos de Betty.
El hombre, de cuarenta y cinco años, había llegado con una herida profunda en el abdomen, consecuencia de un navajazo desafortunado. Justo después de su ingreso, su saturación había caído por debajo del umbral crítico, signo de una hemorragia importante. Su corazón mostraba signos de fibrilación inminente y Lauren decidió intervenirlo antes de que fuera demasiado tarde. Practicó una incisión generosa para poder obturar la vena que sangraba en abundancia. Sin embargo, el arma blanca, al retirarse, había causado otros destrozos. En cuanto consiguió remontar la presión sanguínea del herido, exploró por debajo de la primera herida.
Lauren tuvo que hundir la mano en el vientre del hombre y, con el pulgar y el índice, presionó parte del intestino delgado para detener la hemorragia principal. La maniobra fue hábil y la presión continuó subiendo. Betty dejó el desfibrilador y aumentó el flujo de la perfusión. Lauren se encontraba en una postura poco confortable de la cual le resultaba imposible liberarse, pues la presión que ejercía era vital.
Cuando llegó el equipo de cirujanos, cinco minutos después, Lauren los acompañó al quirófano con la mano todavía en el abdomen del paciente.
Veinte minutos después, el cirujano jefe le comunicó que podía retirar la mano y dejarlos terminar: había logrado contener la hemorragia. Lauren volvió al vestíbulo de Urgencias con la muñeca entumecida. Allí, el tráfico de pacientes continuaba sin tregua.
Brisson entró en la cabina. Leyó el historial y observó que las constantes vitales de Arthur eran estables. Sólo la somnolencia podía resultar preocupante. Desobedeciendo las consignas de la enfermera, Paul interpeló al interno en cuanto éste salió de la cabina de exploración.
El médico de guardia le rogó de inmediato que fuese a esperar en la zona reservada para los acompañantes. Paul replicó que en ese hospital desértico no sucedería nada porque él sobrepasara unos metros una línea amarilla trazada sobre un suelo, por otra parte, bastante deslucido. Brisson hinchó el pecho y le dijo, con tono autoritario, que si quería que hablasen, se mantuviera al otro lado de la línea en cuestión.
Dudando entre estrangular al interno ahí mismo o esperar a conocer el diagnóstico, Paul obedeció. Satisfecho, el joven médico señaló que, de momento, no podía decir nada. Enviaría a Arthur a radiología lo antes posible. Paul mencionó el escáner, pero el hospital no disponía de tales aparatos. El doctor Brisson lo tranquilizó lo mejor que pudo: si las placas radiográficas dejaban entrever el menor problema, transferiría a Arthur a un centro más especializado a la mañana siguiente.
Paul preguntó por qué no lo hacía ahora, pero el médico no lo creía oportuno. Desde su ingreso en el Mission San Pedro Hospital, Arthur estaba bajo su responsabilidad. Paul, entonces, pensó dónde podría ocultar el cuerpo del interno después de estrangularlo.
Brisson dio media vuelta y subió a otra planta. Iba a buscar un aparato de radiografías portátil. Cuando desapareció, Paul entró en el box y sacudió a Arthur.
– No te duermas, no debes dejarte llevar, ¿me oyes?
Arthur levantó los párpados; tenía la mirada vidriosa y…
– Paul, ¿recuerdas el día exacto en que terminó nuestra adolescencia?
– No es muy difíciclass="underline" ¡fue hace dos días! Estás mejor, ahora deberías descansar.
– Cuando volvimos del internado, ya nada estaba en su sitio y dijiste: «Llega un día en que la casa de uno ya no es donde creció». Yo quería volver atrás, pero tú no.
– Conserva las fuerzas, ya tendremos tiempo de hablar de todo eso más tarde.
Paul miró a Arthur, cogió una toalla y abrió el agua del grifo del lavabo. Una vez escurrida, la colocó sobre la frente de su amigo. Arthur pareció aliviado.
– Hoy he hablado con ella. Durante todo este tiempo, algo en mi interior me decía que tal vez estuviera alimentando una ilusión. Que ella era un refugio, una forma de estar tranquilo, porque deseando alcanzar lo inaccesible no se corre ningún riesgo.
– Fui yo quien te dijo eso el fin de semana, cretino; pero ahora olvídate de mis necedades filosóficas, sólo estaba enfadado.
– ¿Y qué es lo que te hacía enfadar?
– Que ya no pudiéramos ser felices al mismo tiempo.
– Para mí, eso es envejecer.
– Está bien envejecer, ¿sabes? Es una gran suerte. Voy a confiarte un secreto: cuando miro a personas ancianas, a menudo las envidio.
– ¿Por su vejez?
– ¡Por haber llegado a ella, por haber vivido hasta entonces!
Paul miró el tensiómetro: la presión sanguínea había vuelto a bajar. Apretó los puños, convencido de que había que actuar. Ese matasanos estaba a punto de acabar con lo más preciado que tenía en el mundo, el amigo que constituía su única familia.
– Incluso si no salgo de ésta, no le digas nada a Lauren.