– Si es para decir estas chorradas, mejor ahórrate las palabras.
Arthur ladeó la cabeza y perdió el conocimiento. Eran las dos menos cuarto y, en el reloj de la cabina de exploración, la aguja proseguía con su tictac burlón. Paul se levantó y forzó a Arthur a abrir los ojos.
– Vas a envejecer mucho tiempo aún, estúpido, yo me ocuparé de ello y cuando estés podrido por el reuma, cuando ya no puedas ni siquiera levantar el bastón para pegarme, te diré que sufres por mi culpa, que una de las peores noches de mi vida podría haberte evitado todo eso. Pero tú empezaste.
– ¿Empecé qué? -murmuró Arthur.
– A dejar de divertirte con las mismas cosas que yo, a ser feliz de una forma que yo no comprendía, a obligarme a envejecer también a mí.
Brisson entró en la cabina de exploración acompañado por la enfermera, que empujaba el carrito con el aparato de radiografías.
– ¡Usted, salga ahora mismo! -le gritó a Paul en un tono iracundo.
Paul lo miró de pies a cabeza, echó un vistazo al aparato que la enfermera Cybile estaba colocando en la cabecera de la cama y se dirigió a ella con voz afectada:
– ¿Cuánto pesará esta cosa?
– Demasiado para mis ríñones, que tiemblan cada vez que he de empujar este aparato del demonio.
Paul se volvió bruscamente, agarró a Brisson por el cuello de la bata y le detalló de forma resuelta las enmiendas al reglamento del Mission San Pedro Hospital, que entrarían en vigencia en el instante en que él lo soltara.
– ¿Ha entendido bien lo que acabo de decir? -añadió, ante la mirada divertida de la enfermera Cybile.
Ya liberado, Brisson exageró un acceso de tos que cesó al primer movimiento de ceja de Paul.
– No veo nada que me preocupe -dijo el interno diez minutos después, consultando las placas de las radiografías a través de la pantalla luminosa.
– Pero, ¿le preocuparía a un médico? -preguntó Paul.
– Todo esto puede esperar a mañana por la mañana -contestó Brisson con un tono agudo-. Su amigo sólo está grogui.
Brisson ordenó a la enfermera que devolviera el aparato a la sala de radiología, pero Paul intervino.
– ¡Puede que un hospital no sea el último refugio de la caballerosidad, pero al menos vamos a intentarlo! -exclamó.
Disimulando mal su rabia, Brisson sucumbió y le arrebató a Cybile el carrito de las manos. En cuanto hubo desaparecido en el ascensor, la enfermera dio unos golpecitos en el cristal de la garita y le hizo una seña a Paul para que se acercara.
– Está en peligro, ¿verdad? -preguntó Paul, cada vez más ansioso.
– Yo sólo soy enfermera; ¿de veras cuenta mi opinión?
– Más que la de ciertos médicos -le aseguró Paul.
– Entonces, escúcheme bien -murmuró Cybile-. Necesito este trabajo, así que si un día demanda a ese bestia, no podré testificar. Son más corporativistas que los polis; los que hablan, en caso de negligencia, pueden pasarse toda la vida buscando un puesto de trabajo. Ya no los contrata ningún hospital. Sólo hay sitio para los que cierran filas cuando hay dificultades. Los ejecutivos olvidan que aquí las dificultades son seres humanos. Dicho esto, lárguense los dos antes de que Brisson mate a su amigo.
– No veo cómo hacerlo, ¿adonde quiere que vayamos?
– Me sentiría tentada de decirle que sólo el resultado cuenta, pero fíese de mi instinto: en su caso, el tiempo también cuenta.
Paul iba de un lado a otro, furioso consigo mismo. Cuando entraron en ese hospital, supo que era un error. Trató de recobrar la calma, pues el miedo le impedía hallar una solución.
– ¿Lauren?
Paul se precipitó a la cabecera de Arthur, que estaba gimiendo. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada fija en otro mundo.
– Lo siento, sólo soy yo -dijo Paul, cogiéndole la mano.
Arthur habló con voz entrecortada.
– Júrame… por mi alma… que nunca le dirás la verdad.
– En este momento prefiero jurar mejor por la mía -dijo Paul.
– ¡Mientras mantengas tu promesa!
Estas fueron las últimas palabras de Arthur. Ahora, la hemorragia anegaba la parte posterior de su cerebro. Para proteger los centros vitales aún intactos, esa máquina extraordinaria optó por dejar fuera de servicio todas sus terminales periféricas. Los centros de la vista, el habla, el oído y la motricidad habían dejado de ser operativos. Eran las dos y veinte en el reloj de la sala de exploración. Arthur había entrado en coma.
Capítulo 9
Paul recorría el vestíbulo de un lado a otro. Sacó el teléfono móvil del fondo del bolsillo, pero Cybile le dio a entender de inmediato que estaba prohibido utilizarlo en el recinto del hospital.
– ¿Y qué aparato científico podría perturbar, aparte de la máquina de bebidas? -gritó él.
Cybile reiteró la prohibición con un movimiento de cabeza y le señaló el aparcamiento de Urgencias.
– Artículo 2 del nuevo reglamento interior -insistió Paul-: ¡se autoriza el uso de mi teléfono en el vestíbulo!
– Su reglamento sólo funciona con Brisson, así que váyase a telefonear afuera. Si pasa el de seguridad, me echan.
Paul, sin abandonar sus protestas, franqueó las puertas correderas.
Durante largos minutos, continuó dando zancadas por el aparcamiento de las ambulancias, mientras veía desfilar la agenda telefónica en la pantalla de su móvil.
– ¡Mierda -masculló en voz baja-, es un caso de fuerza mayor!
Pulsó una tecla y al instante el móvil marcó un número pregrabado.
– Memorial Hospital, ¿qué puedo hacer por usted? -preguntó la telefonista.
Paul insistió para que le pasaran con Urgencias. Esperó varios minutos Betty cogió el aparato. Una ambulancia, le explicó él, les había llevado a primera hora de la tarde a un hombre joven atropellado por un sidecar en Union Square.
Betty le preguntó a su interlocutor si era un miembro de la familia de la víctima y Paul contestó que era su hermano; apenas mintió. La enfermera se acordaba muy bien del informe de ingreso. El paciente había abandonado el hospital por sus propios medios hacia las veintiuna horas. Estaba en perfecto estado.
– No del todo -replicó Paul-, ¿puede pasarme al médico que se ha ocupado de él? Creo que era una mujer. Es urgente -añadió.
Betty comprendió que había algún problema, o más bien que el hospital podía tener problemas. El diez por ciento de los pacientes que recibía Urgencias regresaba a las veinticuatro horas siguientes, debido a un error o a una subestimación en el diagnóstico. El día en que los juicios costaran más dinero del que se ahorraban con la reducción de personal, los administradores tomarían por fin las medidas que el cuerpo médico no cesaba de reclamar. Rebuscó entre sus fichas, en busca de la copia de la de Arthur.
Betty no descubrió ninguna infracción en el protocolo de exploración; más tranquila, dio unos golpes en el cristal cuando vio acercarse a Lauren por el pasillo. Había una llamada para ella.
– Si es mi madre, le dices que no tengo tiempo. Debería haberme ido hace media hora y todavía me falta pasar visita a dos pacientes.
– Si tu madre llamara a las dos y media de la madrugada, te la pasaría incluso al quirófano. Coge el teléfono, parece importante.
Perpleja, Lauren se llevó el auricular al oído.
– Esta tarde ha examinado usted a un hombre al que se lo había llevado por delante un sidecar, ¿recuerda? -dijo la voz al otro lado del aparato.
– Sí, perfectamente -contestó Lauren-, ¿llama de la policía?
– No, soy su mejor amigo. Su paciente se ha encontrado mal al volver a casa. Está inconsciente.
Lauren sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho.
– ¡Llame ahora mismo al 911 y tráigamelo aquí inmediatamente, le esperaré!
– Ya está hospitalizado. Estamos en el Mission San Pedro Hospital y la cosa no marcha muy bien.