Arthur lo interrumpió: le gustaría el sitio, estaba seguro de ello.
Atravesaron el vestíbulo del pequeño inmueble cargados con el equipaje. El ascensor los llevó hasta el tercer piso. En el pasillo, al pasar por delante del apartamento 3B, Paul le dijo que había conocido a su vecina, «una belleza», susurró mientras hacía girar la llave en la cerradura de la puerta de enfrente.
Desde el salón, la vista abarcaba los tejados de Pacific Heights. La noche estrellada entraba en la habitación. Los empleados de la empresa de mudanzas habían dispuesto sin orden ni concierto los muebles llegados de Francia y subido la mesa de dibujo, que estaba frente a la ventana. Las cajas de libros estaban vacías y su contenido ya adornaba las estanterías de la biblioteca.
Arthur enseguida desplazó el mobiliario, reorientando el sofá de cara a la cristalera y empujando uno de los dos sillones hacia la pequeña chimenea.
– Veo que sigues siendo tan quisquilloso como siempre.
– Está mejor así, ¿no?
– Está perfecto -contestó Paul-. ¿Te gusta ahora?
– ¡Me siento como en casa!
– ¡Aquí estás, de vuelta en tu ciudad, en tu barrio y, con un poco de suerte, en tu vida!
Paul lo acompañó a las demás habitaciones. El dormitorio era grande y ya estaba amueblado con una gran cama, dos mesitas de noche y una cómoda. Un rayo de luna se filtraba por la ventanita del cuarto de baño contiguo y Arthur la abrió de inmediato; había una hermosa perspectiva.
A Paul le exasperaba tener que dejarle la noche misma de su llegada, pero tenía aquella cena de trabajo; el estudio concursaba en un importante proyecto.
– Hubiera querido acompañarte -dijo Arthur.
– ¿Con esa cara de desfase horario? ¡Prefiero que te quedes en casa! Pasaré a buscarte mañana y te llevaré a comer. – Paul estrechó a Arthur entre sus brazos y le repitió hasta qué punto se alegraba de que hubiera vuelto. Al salir del cuarto de baño, se dio la vuelta y señaló las paredes de la estancia.
– ¡Ah! Y en este apartamento hay una cosa formidable en la que aún no has reparado.
– ¿Qué es? -preguntó Arthur.
– ¡No hay ni un solo cuadro!
En el corazón de San Francisco, un rutilante Triumph verde circulaba a toda velocidad por Potrero Avenue. John Mackenzie, el vigilante del aparcamiento del San Francisco Memorial Hospital, dejó su periódico. Reconocía aquel ruido de motor tan especial que hacía el coche de la joven médica en cuanto franqueaba la intersección de la calle Veintidós. Los neumáticos del cabriolé chirriaron delante de su garita. Mackenzie bajó de su taburete y miró el capó, encajado debajo de la barrera casi hasta la altura del parabrisas.
– ¿Tiene que operar de urgencias al decano, o esto lo hace para ponerme nervioso? -preguntó el vigilante, sacudiendo la cabeza.
– Una pequeña descarga de adrenalina no puede hacerle ningún daño a su corazón; debería agradecérmelo, John. ¿Me deja entrar ahora, por favor?
– No tiene guardia esta noche, no hay ninguna plaza reservada para usted.
– Me he olvidado un manual de neurocirugía en la taquilla. ¡Es sólo un minuto!
– Entre su trabajo y este bólido, acabará matándose, doctora. La 27, al fondo a la derecha, está libre.
Lauren le dio las gracias con una sonrisa, la barrera se elevó y ella apretó de inmediato el acelerador, provocando un nuevo chirrido de neumáticos. El viento le levantó varios mechones de pelo, descubriendo en su frente la cicatriz de una antigua herida.
Solo en el salón, Arthur se iba familiarizando con el lugar. Paul había instalado una pequeña cadena estéreo en una de las estanterías de la biblioteca.
Encendió la radio y se ocupó en desempaquetar las últimas cajas apiladas en un rincón. Sonó el timbre de la puerta y Arthur atravesó el pasillo. Una anciana encantadora le tendió la mano.
– ¡Soy Rose Morrison, su vecina!
Arthur le propuso que entrara, pero ella declinó la invitación.
– Me encantaría charlar con usted -le dijo-, pero tengo una noche muy apretada. En fin, vamos a aclarar las cosas: nada de rap, nada de techno, de vez en cuando algo de rythm amp; blues, pero únicamente del bueno, y en cuanto al hip Hop, ya veremos. Si necesita cualquier cosa, llame a mi puerta; e insista un poco: ¡estoy sorda como una tapia!
La señora Morrison volvió a atravesar el pasillo enseguida Arthur, divertido, se quedó unos instantes en el rellano antes de ponerse otra vez manos a la obra.
Una hora más tarde, los calambres en el estómago le recordaron que no había ingerido nada desde la comida en el avión. Abrió el frigorífico sin grandes esperanzas y descubrió con sorpresa una botella de leche, una barrita de mantequilla, un paquete de tostadas, una bolsa de pasta fresca y una notita de Paul deseándole buen provecho.
El vestíbulo de Urgencias estaba a reventar. Camillas, sillas de ruedas, sillones, bancos… Hasta el menor espacio estaba ocupado. Detrás de los cristales de recepción, Lauren consultaba la lista de ingresos. Apenas había tiempo de borrar de la gran pizarra blanca el nombre de los pacientes que ya habían recibido tratamiento, cuando otros los reemplazaban.
– ¿Se ha producido un terremoto y no me he enterado? -le preguntó a la recepcionista con ironía.
– Tu llegada es providenciaclass="underline" estamos desbordados.
– ¡Ya lo veo! ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber Lauren.
– Un remolque se ha desenganchado de un camión y ha terminado en el escaparate de un supermercado. Veintitrés heridos, diez de ellos graves. Siete están en las cabinas detrás de mí, tres en el escáner, y he avisado a los de reanimación para que nos envíen refuerzos -prosiguió Betty, al tiempo que le entregaba una pila de carpetas.
– ¡Empieza una bonita noche! -concluyó Lauren mientras se ponía una bata.
Entró en la primera sala de exploración.
La joven que parecía dormida sobre la mesa de exploración tendría unos treinta años. Lauren consultó rápidamente su ficha de ingreso. De su oído izquierdo brotaba un hilo de sangre. La aguerrida interna echó mano del pequeño bolígrafo que llevaba colgado del bolsillo de la bata y levantó los párpados de su paciente, pero las pupilas no reaccionaron al haz luminoso. Palpó las extremidades azuladas y volvió a dejar suavemente la mano de la joven. Para asegurarse, le aplicó el estetoscopio en la base del cuello, luego la cubrió con la sábana. Lauren miró el reloj de pared, anotó algo en la cubierta de la carpeta y salió de la estancia para ir al box vecino. En la hoja del historial que había dejado encima de la cama, estableció la hora del fallecimiento a las 20 horas 21 minutos; la hora de una muerte debe ser tan precisa como la de un nacimiento.
Arthur inspeccionó todos los rincones de la cocina, abrió los cajones y apagó el fuego bajo el agua hirviendo. Salió de su casa y llamó a la puerta de su vecina. Al no obtener respuesta, ya se disponía a dar media vuelta cuando contestó.
– ¿Usted cree que eso es llamar fuerte? -dijo la señora Morrison.
– No quería molestarla; ¿tendría un poco de sal?
La señora Morrison lo miró, consternada.
– ¡Me cuesta creer que los hombres sigan utilizando estos trucos tan obvios para ligar!
Cuando Arthur la miró con expresión inquieta, la anciana estalló en una franca carcajada.
– ¡Tendría que verse la cara! Entre. Las especias están en el cesto que hay junto al lavaplatos -dijo ella, señalando la pequeña cocina contigua al salón-. Coja todo lo que necesite le dejo: estoy muy ocupada.
Y se apresuró a ocupar de nuevo su sitio en el gran sillón que estaba frente al televisor. Arthur pasó al otro lado de la barra y miró, intrigado, la cabellera blanca de la señora Morrison agitándose tras el respaldo del sillón.