– No puedo hacer nada por su amigo si ya está en otro hospital -contestó Lauren-. Mis colegas sabrán ocuparse de él, estoy segura. Puedo hablar con ellos si lo desea pero, aparte de señalar una leve taquicardia, no tengo nada especial que comentarles, todo era normal cuando se ha marchado de aquí.
Paul describió en qué condiciones se encontraba Arthur; el médico que estaba de guardia pretendía que no era arriesgado esperar hasta la mañana, pero él no compartía su opinión, había que ser un necio para ignorar que su mejor amigo no estaba bien.
– Me resulta difícil contradecir a un colega sin haber consultado las radiografías. ¿Qué dice el escáner?
– ¡Aquí no hay escáner! -dijo Paul.
– ¿Cómo se llama el interno de guardia? -quiso saber Lauren.
– Es un tal doctor Brisson -dijo Paul.
– ¿Patrick Brisson?
– Llevaba escrito «Pat» en su credencial, debe de ser ése, ¿lo conoce?
– Lo conocí en cuarto curso de medicina; efectivamente, es un necio.
– ¿Qué puedo hacer? -suplicó Paul.
– Yo no tengo ningún derecho a intervenir, pero puedo intentar hablar con él por teléfono. Con el consentimiento de Brisson, podríamos organizar el traslado de su amigo practicarle un escáner esta misma noche: el nuestro está operativo las veinticuatro horas del día. ¿Y por qué no ha venido aquí?
– Es una larga historia y tenemos poco tiempo.
Paul vio que el interno entraba en la garita de Cybile; le rogó a Lauren que no colgara y atravesó el vestíbulo corriendo. Llegó jadeando ante Brisson y le pegó el móvil a la oreja.
– Una llamada para usted -le dijo.
Brisson lo miró, sorprendido, y cogió el aparato.
El intercambio de puntos de vista entre los dos médicos fue breve. Brisson escuchó a Lauren y le dio las gracias por una ayuda que no había solicitado. El estado de su paciente estaba controlado, pero no era el caso de la persona que lo acompañaba. El hombre que tan inútilmente la había importunado mostraba cierta tendencia a la histeria, y hasta había tenido que apelar a la policía para desembarazarse de él.
Lauren, tranquilizada, colgó después de un encantado de tener noticias tuyas después de tantos años y espero volver a verte, para tomar un café o, ¿por qué no?, para salir a cenar.
Cortó la comunicación y se guardó el aparato en el bolsillo.
– ¿Y bien? -quiso saber Paul, cuyos pies rozaban la línea amarilla.
– ¡Le devolveré su teléfono cuando se vaya de aquí! -dijo Brisson con aire altanero-. Su utilización está prohibida en el recinto del hospital, como seguramente ya le habrá notificado Cybile.
Paul se cuadró delante del médico y le impidió el paso.
– Bien, de acuerdo, se lo devuelvo; pero usted tiene que jurarme que saldrá al aparcamiento si tiene que hacer más llamadas -prosiguió Brisson, ya no tan fiero.
– ¿Qué ha dicho su colega? -preguntó Paul, arrancando el móvil de las manos del interno.
– Que tengo toda su confianza, cosa que evidentemente no puede decir todo el mundo.
Brisson señaló con el dedo la inscripción que delimitaba la zona reservada exclusivamente al personal médico.
– Si vuelve a cruzar una sola vez al otro lado de esta línea, aunque sea para recorrer diez centímetros de este pasillo, Cybile llamará a la policía y haré que se lo lleven. Espero haber sido lo bastante claro.
Y Brisson dio media vuelta y se alejó por el pasillo. La enfermera jefe Cybile se encogió de hombros.
Lauren acababa de ordenar el ingreso del último herido de la refriega en el bar.
Una enfermera en prácticas le pidió que examinara a un paciente. Le hubiese bastado mirar el tablón de los horarios, estalló Lauren, para comprobar que su guardia terminaba a las dos de la mañana. Puesto que eran casi las tres, era imposible que la persona a la que se estaba dirigiendo la joven enfermera fuese Lauren. Emily Smith la miró con expresión contrita.
– Está bien, vamos, ¿en qué cabina está el enfermo? -preguntó, siguiéndola con resignación.
El chiquillo se quejaba de dolor de oído y tenía fiebre muy alta. Lauren lo examinó y diagnosticó una otitis aguda.
Prescribió una receta y le rogó a Betty que ayudase a la joven en prácticas a administrar los cuidados adecuados. Agotada, por fin abandonó Urgencias, sin tomarse tiempo siquiera para quitarse la bata.
Mientras atravesaba el aparcamiento desierto, Lauren soñaba con un baño, un edredón y una gran almohada. Consultó su reloj; su próxima guardia empezaba dentro de dieciséis horas. Habría necesitado dormir el doble para resistir hasta el fin de semana.
Tomó asiento detrás del volante y se abrochó el cinturón.
El coche se alejó por Potrero Avenue y giró en la calle Veintitrés.
Le gustaba conducir por San Francisco en plena noche, cuando la ciudad en calma era toda para ella. El asfalto desfilaba bajo las ruedas del cabriolé. Encendió la radio y metió la tercera. El Triumph avanzaba bajo la bóveda estrellada de un magnífico cielo estival.
El Ayuntamiento estaba reparando unas tuberías en el cruce de McAllister Street y la circulación estaba cortada. El jefe de obra se inclinó hacia la puerta del Triumph; a su equipo le faltaban sólo unos minutos. La calle era de sentido único y Lauren pensó en dar marcha atrás, pero renunció ante la presencia de un coche de policía que estaba señalizando la zona donde trabajaban los obreros.
Vio la silueta del Mission San Pedro Hospital reflejada en el retrovisor, ya que el edificio estaba a dos bloques de casas a su espalda.
El conductor cerró la lona del camión municipal antes de subir a la cabina. En uno de los lados del vehículo, un anuncio sobre prevención en carretera ponía en guardia al ciudadano: «Basta un segundo de negligencia…».
El policía le hizo una seña a Lauren indicándole que ya podía pasar y se coló entre las máquinas de la obra, que estaban abandonando el centro de la calzada para reagruparse junto a la acera. Pero en el semáforo, la joven cambió de dirección. De pronto, recordó que jamás había conocido a un estudiante más pagado de sí mismo que Brisson.
Apoyado en el cristal que daba al aparcamiento, Paul reflexionaba. Una ambulancia con las siglas del centro hospitalario y las luces apagadas se detuvo en una plaza reservada a los vehículos de emergencia. El conductor bajó, cerró la puerta con llave y entró en el vestíbulo del hospital. Después de saludar a la enfermera de guardia, colgó su llavero de un pequeño clavo fijado en la pared de la garita. Cybile le entregó la llave de una sala de exploración, él le dio las gracias y fue a acostarse a una de las cabinas desocupadas.
Paul estaba mirando la ambulancia al otro lado de la cristalera cuando un Triumph verde fue a aparcar a su lado.
Reconoció de inmediato a la joven que, con paso decidido, se dirigía hacia las puertas de Urgencias. La vio dar media vuelta, quitarse la bata y arrojarla dentro del maletero del coche. Instantes después, entraba en el vestíbulo. Paul fue a su encuentro.
– La doctora Kline, supongo…
– ¿Es usted quien me ha llamado?
– Sí, ¿cómo lo sabe?
– No hay nadie más en el vestíbulo. Y usted, ¿cómo ha sabido quién era yo?
Incómodo, Paul clavó la mirada en la punta de sus zapatos.
– Llevo dos horas rogando a todos los dioses de la tierra que alguien venga en mi ayuda, y usted es el primer Mesías que se ha presentado… He visto cómo se quitaba la bata en el aparcamiento.
– ¿Está Brisson por aquí? -quiso saber Lauren.
– No anda muy lejos, está arriba.
– ¿Y su amigo?
Paul señaló la primera cabina detrás de la garita de la enfermera.
– ¡Vamos allá! -dijo Lauren, arrastrándole.
Pero Paul vaciló. En su altercado con Brisson le había prohibido franquear la línea amarilla a la entrada del pasillo, bajo pena de hacer que le expulsara la policía. Se preguntaba si, en caso de infracción, Cybile ejecutaría la sentencia. Lauren suspiró; aquella actitud de pequeño sargento encajaba muy bien con el interno al que había conocido en el cuarto curso de la facultad. Invitó a Paul a no complicar más la situación; iría a su encuentro ella sola y se presentaría como la novia del paciente.