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Lauren miró al residente de arriba abajo, con los labios temblorosos de cólera. Apoyado en la pared, con el brazo negligentemente posado sobre el hombro de ella, Brisson aproximó su rostro. Ella lo empujó sin miramientos.

– En la facultad, Patrick, ya transpirabas concupiscencia y celos. La persona a la que más has decepcionado en tu vida es a ti mismo, y has decidido hacérselo pagar a los demás. Si continúas así, este hombre se irá en silla de ruedas en el mejor de los casos.

Con un gesto brutal, Brisson la arrojó hacia la puerta.

– Lárgate de aquí antes de que te haga detener. Vete, y dale recuerdos míos a Fernstein; dile que, a pesar de sus severos juicios, me está yendo muy bien. En cuanto a él -dijo, señalando a Arthur- se queda aquí: ¡es mi paciente!

Las venas de Brisson sobresalían de rabia. Lauren había recobrado la calma. Puso una mano compasiva sobre el hombro del interno.

– Dios, cómo compadezco a los que te rodean; te lo suplico, Patrick: ¡si todavía hay en ti una pizca de humanidad, quédate soltero!

Paul entró bruscamente en la estancia, con los ojos ebrios de emoción. Brisson se sobresaltó.

– ¿Acabo de oírles decir que Arhur va a quedarse paralítico?

Miraba a Brisson con un irresistible deseo de estrangularlo, cuando apareció la enfermera Cybile. Se disculpó ante el residente: había hecho todo lo posible por retener a Paul, pero no había tenido la fuerza física necesaria para prohibirle el acceso al pasillo.

– Esta vez han ido los dos demasiado lejos. ¡Cybile, llame a la policía ahora mismo! Voy a poner una denuncia.

Brisson se regocijaba y la enfermera se aproximó, sacó la mano del bolsillo y deslizó algo en la de Lauren. La joven interna identificó el objeto de inmediato y comprendió las intenciones de la enfermera. Le dio las gracias guiñándole el ojo y, sin vacilar, clavó la jeringuilla en el cuello de Brisson y apretó el émbolo.

El residente la miró, estupefacto, y retrocedió intentando quitarse la aguja de la nuca, pero era demasiado tarde y el suelo ya estaba rodando bajo sus pies. Lauren dio un paso adelante para retenerlo en su caída.

– ¡Valium e Hypnovel! Le espera un largo viaje -notificó Cybile, humildemente.

Ayudada por Paul, Lauren tumbó a Brisson en el suelo.

«Ya no era un neón lo que colgaba del techo, sino un pequeño avión sujeto a un tiovivo. ¿Por qué su padre no quería que montase en los caballitos? En su cabina el feriante y los niños se divierten y él tiene que quedarse ahí, jugando con la arena. Porque una pila de arena no cuesta nada.

Treinta centavos la vuelta es mucho dinero. ¿Qué precio hay que pagar para subir hasta las estrellas?»

Lauren deslizó bajo la cabeza de Brisson el cubrecamas doblado que le entregaba Cybile.

«Qué bonita es la mujer que tengo delante, con su cola de caballo, sus pómulos y sus ojos chispeantes. Apenas me mira.

Desear no es ningún crimen. Quisiera que se subiera al avión conmigo. Dejaría a mis padres en esta mediocridad que los tranquiliza mutuamente. Odio a toda esta gente que merodea, riéndose por nada y divirtiéndose con todo. Es de noche.»

– ¿Está durmiendo? -susurró Paul.

– Tiene toda la pinta -contestó Lauren, que estaba tomando el pulso a Arthur.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Tiene para una media hora, preferiría haberlo despejado todo cuando despierte: estará de muy mal humor. Vayanse de aquí los tres. Yo iré a buscar mi coche, instalaremos a su amigo en la parte de atrás e iremos volando al Memorial, no hay un minuto que perder.

Salió de la habitación. La enfermera desatascó los frenos de la cama donde reposaba Arthur y Paul la ayudó a empujarla fuera de la cabina, vigilando para no pisar los dedos de Brisson, que dormitaba en el suelo. Las ruedas chirriaron sobre el linóleo del vestíbulo. Paul lo abandonó rápidamente.

Lauren volvió a cerrar el maletero del Triumph y se sorprendió al ver a Paul atravesando el aparcamiento a toda prisa. Pasó por delante de ella gritando: «¡Ya voy!» y continuó su carrera. Ella se puso la bata mientras le miraba alejarse, perpleja.

– Paul, de verdad que no es momento de…

Unos minutos más tarde, una ambulancia se detuvo ante ella. La puerta del copiloto se abrió y Paul, sentado en el puesto del conductor, la recibió con una gran sonrisa.

– ¿La llevo?

– ¿Sabe conducir estas máquinas? -preguntó ella, subiéndose a bordo.

– ¡Soy un especialista!

Se detuvieron frente a la entrada. Cybile y Paul trasladaron a Arthur a la camilla, en la parte de atrás de la ambulancia.

– Me hubiera encantado acompañarlos -suspiró Cybile, asomada a la ventanilla de Paul.

– Gracias por todo -dijo éste.

– De nada. Me quedaré sin trabajo, pero pocas veces me he divertido tanto. Si todas sus veladas son así de entretenidas, llámenme: voy a tener mucho tiempo libre.

Paul se sacó un llavero del bolsillo y se lo entregó a la enfermera.

– He cerrado la puerta de la cabina, sólo por si acaso se despierta antes de hora.

Cybile recuperó las llaves, con una sonrisa en los labios.

Dio un golpecito en la puerta, como quien palmea la grupa de un caballo para ordenarle que se ponga en marcha.

Sola en el aparcamiento desierto, delante de la camilla, Cybile vio cómo la ambulancia doblaba la esquina de la calle. Se detuvo delante de las puertas automáticas. Bajo sus pies, una reja metálica permitía el drenaje del agua de lluvia.

Cogió las llaves que Paul le había devuelto y dejó que se le cayeran de las manos.

– Con mi coche -dijo Lauren- habríamos ganado en discreción.

– ¡Pero si ha dicho que no había un minuto que perder!-objetó Paul, encendiendo las luces giratorias de la ambulancia.

Circulaban a toda velocidad; si todo iba bien, llegarían al Memorial Hospital en un cuarto de hora.

– ¡Vaya noche! -exclamó Lauren.

– ¿Cree que Arthur se acordará de algo?

– Varios fragmentos de conciencia se solaparán unos con otros. No puedo garantizarle que el conjunto forme una serie coherente.

– ¿Es peligroso despertar los recuerdos de alguien que ha permanecido largo tiempo en coma?

– ¿Por qué iba a ser peligroso? -Preguntó Lauren-. El estado de coma es consecuencia de traumatismos craneales, esté dañado el cerebro o no lo esté. También sucede que algunos pacientes se quedan en coma sin que sepamos por qué. La medicina todavía ignora muchas cosas en lo que con cierne al cerebro.

– Habla de ello como de un carburador de coche.

Divertida, Lauren pensó en su Triumph, que había abandonado en el aparcamiento, y rezó para no cruzarse con Brisson cuando fuese a recuperarlo. Ese tipo era capaz de dormir dentro de su cabriolé hasta que ella volviera.

– Así que, si uno intenta estimular la memoria de un antiguo comatoso, ¿le hace correr algún riesgo?

– No hay que confundir la amnesia con el coma: no tienen nada que ver. Es frecuente que un individuo no logre acordarse de los acontecimientos anteriores al impacto que lo sumió en la inconsciencia. Pero si la pérdida de memoria se extiende a un período más largo, indica otro trastorno, al que llamamos amnesia y que tiene sus propias causas.

Mientras Paul reflexionaba, Lauren se dio la vuelta y miró a Arthur.

– Su amigo aún no está en coma, sólo inconsciente.

– ¿Usted cree que una persona puede acordarse de lo que ha sucedido mientras estaba en coma?

– ¿Como ruidos ambientales, por ejemplo? Es parecido a cuando uno está dormido, salvo que el sueño es más profundo.

Paul reflexionó mil veces antes de decidirse a hacer la pregunta que le ardía en los labios.

– ¿Y si eres sonámbulo?

Intrigada, Lauren lo miró. Paul era supersticioso y una vocecita le recordó que había jurado guardar un secreto. Su mejor amigo estaba tumbado en una camilla, inconsciente, así que, a regañadientes, puso fin a sus preguntas.