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– Yo diría que ya está en camino. ¡Eres su protegida, se diría que eres la única que no quiere darse cuenta!

Betty cortó la comunicación y buscó en su agenda personal a un médico anestesista que vivía no muy lejos del hospital y cuya noche se disponía a sacrificar. Lauren colgó lentamente el auricular. Miró a Arthur, que dormía un sueño engañoso encima de la camilla.

Oyó unos pasos detrás de ella. Paul se aproximó a la cama y cogió la mano de su amigo.

– ¿Cree que saldrá de ésta? -preguntó con voz angustiada.

– Hago cuanto está en mis manos, pero yo sola no puedo hacer gran cosa. Estoy esperando a la caballería y me siento muy cansada.

– No sé cómo darle las gracias -murmuró Paul-. El es la única cosa por encima de mis posibilidades que me he permitido jamás.

Ante el silencio de Lauren, Paul añadió que no podía permitirse perderlo.

Lauren lo miró fijamente.

– Venga a ayudarme: ¡cada minuto cuenta!

Arrastró a Paul hacia la sala de preparación, abrió el armario central y sacó dos batas verdes.

– Extienda los brazos -le dijo.

Le anudó los cordones a la espalda y le puso un casquete en la cabeza. Mientras lo arrastraba hacia la pila, le mostró cómo lavarse las manos y lo ayudó a ponerse los guantes esterilizados. Mientras Lauren se vestía, Paul se contempló en el espejo. Se veía muy elegante con aquel atuendo de cirujano. Si no le hubiera tenido un horror tremendo a la sangre, la medicina le habría sentado de maravilla.

– Cuando haya terminado de mirarse al espejo, ¿vendrá a echarme una manita? -preguntó Lauren, con los brazos extendidos.

Paul la ayudó a prepararse y, cuando estuvieron los dos vestidos con sus trajes, la siguió al interior del quirófano. Él, que se enorgullecía de la alta tecnología de los equipos de su estudio de arquitectura, quedó maravillado ante la multitud de aparatos electrónicos. Se aproximó al neuronavegador para acariciar el teclado.

– ¡No toque eso! -gritó Lauren.

– Sólo estaba mirando…

– ¡Mire con los ojos, y no con los dedos! No tiene derecho a estar aquí, y si Fernstein me ve en esta sala con usted me gano…

– … dos horas de rapapolvo -prosiguió la voz del viejo profesor, surgida de un altavoz-. ¿Ha decidido sabotear su carrera para fastidiarme la jubilación, o bien actúa por pura inconsciencia?

Lauren se dio la vuelta. Fersntein la estaba mirando desde la sala de preoperatorio, al otro lado del cristal.

– ¡Fue usted quien me hizo prestar el juramento hipocrático! ¡Yo sólo respeto mis compromisos, eso es todo! -contestó Lauren. En el intercomunicador Fernstein se inclinó sobre la consola y pulsó el botón del micro para dirigirse a ese «médico» al que no conocía.

– Le hice jurar que donaría su cuerpo a la medicina; pienso que, cuando las futuras generaciones estudien su cerebro, la ciencia hará grandes progresos en la comprensión del fenómeno de la cabezonería.

– No se preocupe: ¡desde que me salvó en la mesa de operaciones, me toma por su criatura! -replicó Lauren, dirigiéndose a Paul e ignorando totalmente a Fernstein.

Sacó una cuchilla de afeitar estéril de un cajón y un par de tijeras, recortó la camisa de Arthur y arrojó los jirones a una papelera. Paul no pudo reprimir una sonrisa al verla rasurar el torso de Arthur.

– ¡Cuando despierte, este corte le va a encantar! -dijo.

Lauren colocó los electrodos en las muñecas, en los tobillos y en siete puntos alrededor del corazón de Arthur. Conectó los cables eléctricos al electrocardiógrafo y comprobó el buen funcionamiento de la máquina. Un trazo regular apareció en la pantalla verde fluorescente.

– ¡Me he convertido en su juguete! Me echa una bronca si hago demasiadas horas, me echa una bronca si no estoy en la planta indicada en el momento preciso, me echa una bronca si no tratamos a suficientes enfermos en Urgencias, me echa la bronca porque entro demasiado deprisa en el aparcamiento… ¡Hasta me echa la bronca porque tengo mala cara! ¡El día que estudie su cerebro, la medicina dará un gran paso en la comprensión del machismo en los curanderos!

Paul carraspeó, incómodo. Fernstein invitó a Lauren a reunirse con él.

– Estoy en un medio esterilizado -protestó ella-; ¡y ya sé lo que me quiere decir!

– ¿Cree que me he levantado en plena noche por el solo placer de echarle una reprimenda? Me gustaría hablar con usted del protocolo operatorio; ¡Dése prisa, es una orden!

Lauren hizo chasquear sus guantes y salió del quirófano, dejando a Paul a solas con Arthur.

– ¿Quién es el anestesista? -preguntó ella mientras la puerta de la sala se deslizaba sobre sus rieles.

– ¡Creí que era ese médico que estaba con usted!

– No, no es él -murmuró Lauren, mirándose la punta de los zapatos.

– Norma se ocupa de eso, llegará en unos minutos. En fin, ha conseguido reunir a un equipo de primera en plena noche; dígame que no se trata de una apendicitis.

Los rasgos de Lauren se relajaron y apoyó una mano en el hombro de su viejo profesor.

– Punción intracraneal y reducción de un hematoma subdural.

– ¿A cuándo se remonta la primera hemorragia?

– A las siete de la tarde, con un probable aumento de intensidad hacia las nueve, consecuencia de la absorción de una fuerte dosis de aspirina.

Fernstein consultó el reloj; eran las cuatro de la madrugada.

– ¿Cuál es su pronóstico de recuperación?

– El radiólogo es optimista.

– ¡No le he pedido su opinión, sino la de usted!

– No lo sé, pero mi instinto me dice que valía la pena despertarle.

– Pues si no lo sacamos de ésta, maldeciré su instinto. ¿Dónde están las imágenes?

– En el neuronavegador, los perímetros de los campos operatorios están establecidos y los hemos enviado por el Dicom. He encendido el ecógrafo e inicializado los protocolos operativos.

– Bien, deberíamos poder operar en un cuarto de hora. ¿Podrá resistir? -le preguntó el profesor mientras se ponía la blusa.

– ¡Concrete la pregunta! -lo desafió Lauren, anudándole los cordones a la espalda.

– Me refiero a su cansancio.

– ¡Está obsesionado con eso! -protestó ella, cogiendo del armario otro par de guantes esterilizados.

– Si dirigiera una compañía aérea, me importaría la capacidad de alerta de mis pilotos.

– No se preocupe, tengo los pies en el suelo.

– ¿Y quién es ese cirujano de la sala de operaciones? No lo reconozco debajo del casquete -dijo Fernstein mientras se lavaba las manos.

– Es una larga historia -dijo ella, incómoda-; se va, sólo ha venido a ayudarme.

– ¿Cuál es su especialidad? No sobrará nadie esta noche, toda ayuda será bienvenida.

– ¡Es psiquiatra!

Fernstein se quedó desconcertado. Norma entró en la sala de preoperatorio. Ayudó al profesor a ponerse los guantes y le ajustó la bata. La enfermera contempló al viejo profesor, orgullosa de su elegancia. Fernstein se acercó al oído de su alumna y murmuró:

– Cree que, a medida que me hago mayor, me voy pareciendo a Sean Connery.

Y Lauren pudo ver la sonrisa que se dibujaba debajo de la mascarilla del cirujano.

El doctor Lorenzo Granelli, anestesista reputado, hizo una entrada estrepitosa. Instalado en California desde hacía veinte años, titular de una cátedra en el centro hospitalario universitario, jamás se había desembarazado del acento elegante y soleado que subrayaba sus orígenes venecianos.

– ¿Y bien? -exclamó, con los brazos muy abiertos-. ¿Cuál es la urgencia que no puede esperar?

El equipo entró en el quirófano. Para gran sorpresa de Paul, lo saludaron llamándole doctor. Lauren le sugirió firmemente con la mirada que saliera de allí, pero cuando se dirigía hacia la puerta de la sala, el anestesista le pidió que lo ayudara a instalar la bolsa de la perfusión. Granelli miró, perplejo, las gotas que perlaban la frente de Paul.