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El Mercury Grand Marquis se detuvo en el aparcamiento del hospital. Pilguez se inclinó para abrir la puerta de Lauren, que descendió del vehículo y se quedó mirándolo unos instantes.

– Lárguese de aquí -le ordenó el inspector-, tiene cosas mejores que hacer que mirar el coche. Yo me iré a tomar un café ahí enfrente, cuento con usted para que se reúna allí conmigo antes de que mi carroza se transforme en calabaza.

– Le estaba mirando a usted. ¡Buscaba las palabras para agradecérselo!

Lauren huyó hacia el vestíbulo de Urgencias, lo atravesó corriendo y se metió en el ascensor. Cuanto más se elevaba la cabina, más rápido le latía el corazón en el pecho. Se preparó a toda prisa, se puso una bata que se ató ella misma y cogió unos guantes.

Sin aliento, apretó con el codo el botón que controlaba el acceso al quirófano y la puerta de la sala se abrió en el acto.

Nadie pareció prestarle atención. Lauren esperó unos instantes y carraspeó debajo de su mascarilla.

– ¿Molesto?

– No, pero es inútil; de hecho, es peor -contestó Fernstein-. ¿Se puede sabe qué la ha retenido todo este tiempo?

– ¡Los barrotes de la celda de una comisaría de policía!

– ¿Y al final la han soltado?

– ¡No, es mi fantasma el que está aquí! -dijo ella en tono seco.

Esta vez, Fernstein, levantó la cabeza.

– Ahórreme sus insolencias -replicó el profesor.

Lauren se acercó a la mesa de operaciones, recorrió con la mirada los distintos monitores y le preguntó a Granelli por el estado general del paciente. El anestesista la tranquilizó enseguida. Hacía un momento se había asustado ante una pequeña alarma, pero las cosas habían vuelto a la normalidad.

– Ya no nos queda mucho tiempo -dijo Fernstein-, renuncio a la biopsia, el riesgo es demasiado importante.

Este hombre seguirá viviendo con una ligera anomalía, y la ciencia con este desconocimiento.

Sonó un pitido estridente. Norma se precipitó hacia el desfibrilador. El anestesista consultó la pantalla; el ritmo cardíaco era crítico. Lauren cogió las asas de manos de Norma y las frotó una con otra antes de colocarlas sobre el tórax de Arthur.

– ¡Trescientos! -gritó, transfiriendo la corriente.

Bajo el impulso de la descarga, el cuerpo de Arthur se curvó antes de volver a caer pesadamente sobre la mesa. La línea de la pantalla permanecía inalterable.

– ¡Lo perdemos! -dijo Norma.

– ¡Cargue a trescientos cincuenta! -pidió Lauren, apoyándose de nuevo sobre las asas.

El tórax de Arthur se alzó hacia el cielo. Esta vez, el trazo verde se hundió antes de dibujar una línea tan recta como triste.

– Recargamos a cuatrocientos, quiero cinco miligramos de adrenalina y ciento veinticinco de Solumedrol en esa perfusión -gritó Lauren.

El anestesista obedeció de inmediato. En un instante, bajo la mirada sesuda de un profesor al que nada escapaba, la joven de urgencias acababa de tomar el mando de la sala de operaciones.

En cuanto el desfíbrilador volvió a estar cargado, Lauren se apoyó sobre las asas. El cuerpo de Arthur se levantó, en un último esfuerzo por retener la vida que se alejaba.

– ¡Norma, otra ampolla de cinco miligramos de adrenalina y una unidad de lidocaína, ahora mismo!

Fernstein miró el trazo, que seguía igual. Se aproximó a Lauren y le puso una mano en el hombro.

– Me temo que ya hemos hecho más de lo necesario.

Pero la joven interna arrancó la jeringa de manos de Norma y la clavó sin vacilar en el corazón de su paciente.

El gesto fue de una precisión tremenda. La aguja se deslizó entre dos costillas, atravesó el pericardio y penetró unos milímetros en el tabique que rodea el corazón. Al instante, la solución se propagó por todas las fibras del miocardio.

– ¡Te prohíbo que abandones! -murmuró Lauren, en colerizada-. ¡Aguanta!

Volvió a coger el desfibrilador, pero Fernstein retuvo su gesto y se lo quitó de las manos.

– Ya basta, Lauren, deje que se vaya.

Ella empujó al profesor con vehemencia y se enfrentó a él.

– ¡Esto no se llama irse, se llama morirse! ¿Cuándo aprenderemos a utilizar las palabras correctas? Morir, morir, morir -repitió, al tiempo que golpeaba con el puño el pecho inerte de Arthur.

El sonido continuado que emitía el electrocardiógrafo se interrumpió bruscamente y lo sustituyó una sucesión de pitidos breves. El equipo permanecía inmóvil. Todos miraban fijamente el trazo verde, que era casi plano. Entonces empezó a oscilar por uno de los extremos, se curvó y por fin adoptó un aspecto casi normal.

– ¡A esto no se lo llama volver, sino vivir! -estalló Lauren, recuperando el desfibrilador de manos de Fernstein.

El profesor abandonó al instante la sala, gritando que no lo necesitaba para suturar. La dejaba con su paciente y volvía a meterse en una cama que nunca debería haber dejado. Se instaló un pesado silencio, interrumpido por los pitidos del electrocardiógrafo que respondían como un eco a los latidos del corazón de Arthur.

El doctor Granelli volvió a colocarse detrás de su consola y comprobó la saturación de los gases sanguíneos.

– Lo menos que puede decirse es que nuestro joven viene de muy lejos. Personalmente, siempre me ha parecido que cierta dosis de cabezonería podía tener su encanto. Le dejo diez minutitos, estimada colega, para cerrar las incisiones, y luego lo devuelvo a la superficie del mundo.

Norma ya estaba preparando las grapas cuando Lauren oyó un gemido a sus pies.

Se agachó y divisó un brazo que se agitaba debajo de ella.

Luego vio a Paul con la cara blanca como el papel y acurrucado debajo del faldón de la mesa de operaciones.

– ¿Qué está haciendo ahí? -le preguntó, estupefacta.

– ¿Ya ha vuelto? -consiguió articular Paul con una voz apenas audible, antes de desvanecerse.

Lauren le apretó con fuerza la mandíbula, lo que le provocó un dolor mucho más eficaz que cualquier sal de amoniaco. Paul volvió a abrir los ojos.

– Quisiera salir de aquí -suplicó-, pero tengo las piernas terriblemente débiles, no me encuentro muy bien. Lauren reprimió las ganas de reír y le pidió al anestesista que por favor le preparase una sonda de oxígeno.

– Debe de ser el olor a éter -dijo Paul, con voz temblorosa-. Porque aquí huele un poco a éter, ¿no?

Granelli alzó las cejas, ajustó la sonda y abrió el flujo de aire al máximo. Lauren le colocó la mascarilla, y Paul empezó a recuperar un poco el color.

– ¡Oh, qué agradable! -dijo-. Esto sienta muy bien, es un poco como en la montaña.

– Cállese y respire hondo.

– He oído unos ruidos espantosos, y luego esa bolsa de ahí, toda llena de sangre…

Paul, de nuevo, perdió el conocimiento.

– No quisiera interrumpir esta pequeña reunión, querida, pero ya es hora de suturar al paciente que se encuentra en la mesa de operaciones.

Norma sustituyó a Lauren. Cuando Paul se encontró mejor, le vendó los ojos, lo ayudó a levantarse y lo escoltó torpemente hasta la salida del quirófano.

La enfermera lo instaló en la cama de una habitación contigua y consideró preferible mantenerlo con el oxígeno.

Cuando le estaba colocando una mascarilla, no pudo resistir la curiosidad de preguntarle cuál era su especialidad. Paul miró la bata manchada de Norma y sus ojos se pusieron en blanco otra vez. Ella le dio unos golpecitos en las mejillas.

Cuando hubo vuelto en sí, lo dejó para regresar al quirófano.

Eran las seis de la mañana cuando Lorenzo Granelli emprendió el delicado proceso del despertar. Veinte minutos más tarde, Norma se llevó a Arthur, envuelto en una sábana, hacia el servicio de reanimación.