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Lauren salió en compañía del anestesista. Los dos fueron a la sala adyacente. Se quitaron los guantes y se lavaron las manos sin pronunciar palabra. Cuando estaba a punto de abandonar la sala de preoperatorio, Granelli se volvió hacia Lauren y la miró, atento, antes de confiarle que volvería a operar con ella cuando lo deseara, pues le gustaba mucho su forma de trabajar.

La joven neuróloga se sentó en el borde de la pila, exhausta. Con la cabeza entre las manos, esperó a estar completamente sola y se echó a llorar.

La sala de reanimación estaba sumida en el silencio de primera hora de la mañana. Norma ajustó la sonda nasal y comprobó el flujo de oxígeno. El globo del extremo de la mascarilla se inflaba y desinflaba al ritmo regular de la respiración de Arthur. Ella le sujetó las vendas y comprobó que la gasa no comprimía el drenaje. El líquido del gota a gota se iba introduciendo en la vena. Rellenó la hoja del informe del postoperatorio y confió su paciente a la enfermera de turno que la relevaba. En el extremo del largo pasillo, vio a Fernstein avanzar a paso lento. El profesor empujó las puertas batientes que conducían al quirófano.

Lauren levantó la cabeza y se frotó los ojos. Fernstein se sentó a su lado.

– Ha sido una noche complicada, ¿eh?

Lauren se miró las zapatillas esterilizadas que todavía llevaba en los pies. Las movió como si fueran dos absurdas marionetas y no contestó. Había corrido riesgos sin reflexionar, pero el final de la intervención le había dado la razón, prosiguió el profesor. La invitó a sacar de ello una satisfacción personal. Aquella noche, había recogido los frutos de las enseñanzas que él le había dispensado. Lauren miró a su profesor, perpleja. El se irguió y le pasó el brazo por encima del hombro.

– ¡Usted ha salvado una vida que yo habría perdido! Ha llegado la hora de retirarme, y de que le enseñe una última cosa.

Las arrugas alrededor de sus ojos delataban aquella ternura que tanto se esforzaba por ocultar.

– Tenga la serenidad de aceptar lo que no pueda cambiar, el coraje de cambiar lo que sí pueda y, sobre todo, la sabiduría para conocer la diferencia.

– ¿Y a qué edad se consigue eso? -le preguntó Lauren.

– Marco Aurelio lo consiguió al final de su vida -dijo, alejándose con las manos a la espalda-. Eso le deja aún un poco de tiempo -continuó, antes de desaparecer tras las puertas que se cerraron a su paso.

Lauren se quedó sola unos instantes. Consultó su reloj y se acordó de su promesa. Un inspector de policía la estaba esperando en un café, delante del hospital.

Se adentró en el pasillo y se detuvo delante del cristal de la sala de reanimación. Sobre una cama, junto a la ventana con las persianas bajadas, un hombre cubierto de tubos y de cables regresaba a la vida, decididamente tan frágil. Se lo quedó mirando y, cada vez que Arthur inspiraba, el pecho de Lauren se llenaba de júbilo.

Capítulo 12

En recepción, una enfermera sustituía a Betty. Lauren borró su nombre del tablón de médicos de guardia. El especialista que la había recibido en el servicio de radiología, que también terminaba su guardia, fue a su encuentro y le preguntó cómo había ido la intervención y si su paciente había salido bien. Mientras caminaban hacia la salida, Lauren le hizo un resumen de los acontecimientos de la noche, sin mencionar el episodio que la había enfrentado a Fernstein, y añadiendo que éste último había preferido dejar en su sitio la pequeña anomalía vascular.

El radiólogo confesó que no le sorprendía. La irregularidad le había parecido de un tamaño tan irrisorio, que no justificaba el riesgo de la operación. «Además, se vive muy bien con esa clase de defectos; tú eres la prueba viviente de lo que digo», añadió. La expresión de Lauren delató su sorpresa y el radiólogo le explicó que también ella tenía una pequeña singularidad en el lóbulo parieto-occipital. Fernstein había preferido no tocarla cuando la operó después del accidente. El radiólogo lo recordaba como si fuese ayer. Jamás había tenido que sacar tantas imágenes de escáner y de resonancia para un mismo paciente; muchas más de las necesarias. Pero las pruebas las había exigido el jefe del departamento de neurología en persona y hay ciertas peticiones que no se pueden discutir.

– ¿Por qué no me dijo nunca nada?

– No tengo la menor idea, pero preferiría que no le hablaras de nuestra conversación. ¡Secreto profesional!

– Esto es el colmo: ¡pero si yo soy médico!

– ¡Para mí, sobre todo, eras la paciente de Fernstein!

El profesor abrió la ventana de su despacho. Divisó a su alumna, que atravesaba la calle; Lauren cedió el paso a una ambulancia y entró en el pequeño café enfrente del hospital.

Un hombre la estaba esperando en la cabina donde Fernstein y ella tenían la costumbre de sentarse a comer. Fernstein volvió a sentarse en su sillón; Norma acababa de entrar para entregarle una carpeta. El levantó la solapa y conoció la identidad del paciente al que acababa de operar.

– Es él, ¿verdad?

– Me temo que sí -contestó Norma, con una mirada inescrutable.

– ¿Está en reanimación?

– Sus constantes son estables; el balance neurológico es perfecto. El jefe de servicio de reanimación piensa bajarlo a tu unidad esta misma noche, necesita las camas -concluyó la enfermera.

– Lauren no puede ocuparse de él, de ninguna manera; si no, ese hombre acabará por romper su promesa.

– No lo ha hecho hasta este momento, ¿por qué debería ceder ahora?

– Porque no ha tenido que verla todos los días, cosa que ocurrirá si ella lo trata.

– ¿Qué piensas hacer?

Pensativo, Fernstein regresó a la ventana.

Lauren salía del café y subía al Mercury Grand Marquis aparcado delante del establecimiento. Solamente un policía sería tan audaz como para aparcar en la acera de Urgencias.

También tenía que ocuparse de los incidentes de esa noche.

Norma lo arrancó de sus pensamientos.

– ¡Oblígala a tomarse unas vacaciones!

– ¿Alguna vez has convencido a un árbol de que se haga de noche para dejar paso a los pájaros?

– ¡No, pero talé uno que impedía el acceso a un garaje! -contestó Norma, acercándose a Fernstein.

Dejó el pliegue de cartulina encima del escritorio y abrazó al viejo profesor.

– Nunca has dejado de preocuparte por ella ¡No es tu hija! Después de todo, ¿tan grave sería que se enterara de la verdad, de que su madre estuvo de acuerdo en aplicarle la eutanasia?

– ¡Y de que yo soy el médico que la convenció de ello! -gruñó el profesor, desembarazándose de Norma. La enfermera recuperó la carpeta y salió de la estancia sin mirar atrás. En cuanto hubo cerrado la puerta, Fernstein descolgó el teléfono. Llamó a la centralita y pidió que le pusieran con el administrador del Mission San Pedro Hospital.

El inspector Pilguez se detuvo en la plaza de estacionamiento que durante tantos años había tenido reservada.

– Dígale a Nathalia que la espero aquí.

Lauren bajó del Mercury y desapareció dentro de la comisaría. Minutos más tarde, la responsable de distribución subía a bordo. Pilguez arrancó y el Grand Marquis ascendió hacia el norte de la ciudad.

– Unos minutos más -dijo Nathalia- y los dos me habríais puesto en una situación delicada.

– ¡Pero hemos llegado a tiempo!

– ¿Puedes explicarme qué pasa con esa chica? La sacas de la celda sin preguntarme y desapareces con ella la mitad de la noche.

– ¿Estás celosa? -preguntó, encantado, el antiguo inspector.

– Si dejo de estarlo un día, entonces tendrás que empezar a preocuparte.

– ¿Te acuerdas de mi último caso?

– ¡Como si fuese ayer! -suspiró la pasajera.

Pilguez se metió por el Geary Expressway; la sonrisita en la comisura de los labios no se le escapó a Nathalia.