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– ¿Era ella?

– Algo así.

– ¿Y era él?

– Por lo que he podido leer en el informe policial, sin duda es el mismo hombre. Lo menos que puede decirse es que esos dos tienen cierto talento para las fugas.

Con el rostro radiante, Pilguez acarició la pierna de su compañera.

– Sé que no das importancia a las pequeñas señales de la vida, pero debes admitir que esto casi son fuegos artificiales. Ni siquiera ha sido ella quien ha hecho el acercamiento -prosiguió el inspector-. Estoy fascinado. Como si nadie le hubiera contado nada de lo que ese hombre hizo por ella.

– ¡Y de lo que hiciste tú también!

– ¿Yo? ¡Yo no hice nada!

– ¿Aparte de encontrarla en esa mansión de Carmel y devolverla al hospital? No, tienes razón: no hiciste nada. Y yo no haré ninguna alusión al hecho de que la carpeta de esa investigación se volatilizó.

– ¡En eso no tuve absolutamente nada que ver!

– Seguramente por eso me la encontré en el fondo del armario cuando hacía limpieza.

Pilguez bajó la ventanilla e increpó a un peatón que cruzaba fuera del paso.

– ¿Y tú no le has dicho nada a la chiquilla? -prosiguió Nathalia.

– Me ardía en los labios.

– ¿Y no has apagado el incendio?

– Mi instinto me ha empujado a callarme.

– ¿No me lo prestarías de vez en cuando, ese instinto?

– ¿Para qué?

El Mercury entró en el garaje de la casa donde vivían el inspector y su compañera. Una luz tornasolada se alzaba sobre la bahía de San Francisco. Muy pronto los rayos ahuyentarían la bruma que rodeaba el Golden Gate en las primeras horas del día.

Tumbada en la litera de la celda de una comisaría de policía, Lauren se preguntaba cómo había podido, en una noche, arruinar sus posibilidades de obtener el título de neurocirugía y perder siete años de arduo trabajo.

Kali abandonó la alfombra de lana. El dormitorio de la señora Kline le estaba vetado y la cristalera del balcón estaba entreabierta, así que se coló por ella y asomó el hocico entre los barrotes de la barandilla. Siguió con la mirada una gaviota que planeaba a ras de las olas, olisqueó el aire fresco de primera hora de la mañana y volvió a tumbarse en el salón.

Fernstein colgó el auricular en su soporte. La conversación con el administrador del San Pedro se había desarrollado según lo previsto. Su colega ordenaría a Brisson que retirase su denuncia e ignoraría la sustracción de la ambulancia; él, por su parte, no llevaría a cabo su amenaza de hacer intervenir a una comisión que inspeccionara su servicio de Urgencias.

Y Paul recuperó discretamente su coche del aparcamiento del Mission San Pedro, después hizo un alto en una panadería francesa de Sutter Street, y ahora conducía en dirección a Pacific Heights.

Aparcó delante del edificio donde vivía una vieja dama de un encanto arrebatador. La noche anterior, había salvado la vida de su mejor amigo. La señora Morrison estaba paseando a Pablo. Paul bajó del coche y la invitó a compartir unos cruasanes calientes y ciertas noticias tranquilizadoras sobre Arthur.

Una enfermera entró sin hacer ruido en la sala 102 del servicio de reanimación. Arthur estaba durmiendo. Cambió la bolsa que recogía las últimas secreciones del hematoma y comprobó las constantes vitales del paciente. Satisfecha, apuntó sus conclusiones en una hoja de color de rosa que guardó en la carpeta de Arthur.

Norma llamó a la puerta del despacho. Fernstein cogió del brazo a la más veterana de las enfermeras y se la llevó al pasillo. Era la primera vez que se permitía un gesto de complicidad dentro del recinto hospitalario.

– Tengo una idea -dijo-. Vayamos a desayunar a orillas del océano y luego a la playa a echar una cabezadita.

– ¿No trabajas hoy?

– Ya he cumplido mi cupo esta noche, me tomo el día libre.

– Tengo que informar a personal de que yo cojo el mío.

– Acabo de hacerlo en tu lugar.

Las puertas del ascensor se abrieron ante ellos. Dos anestesistas y un cirujano ortopédico saludaron al profesor que, contrariamente a lo que había pensado Norma, no apartó su brazo al entrar en la cabina.

A las diez de la mañana, un agente de policía entró en la celda donde Lauren se había dormido. El doctor Brisson había retirado la denuncia. El Mission San Pedro Hospital no deseaba perseguirla por «llevarse» una de sus ambulancias.

Una grúa había remolcado el Triumph hasta el aparcamiento de la comisaría. Lauren sólo tenía que liquidar la factura del transporte y sería libre de volver a su casa.

En la acera, frente a comisaría, el sol deslumbraba. A su alrededor, la ciudad parecía haber cobrado vida y, sin embargo, Lauren se sentía extrañamente sola. Subió al Triumph y continuó su camino allí donde lo había dejado la noche anterior.

– ¿Podré hacerle una visita? -preguntó la señora Morrison mientras acompañaba a Paul al otro extremo del rellano.

– Le diré algo en cuanto lo haya visto.

– Pase mejor a verme -dijo ella, colgándose del brazo de Paul-. Prepararé una caja con galletitas para que mañana se las lleve.

Rose volvió a entrar en su casa, cogió la copia de las llaves del apartamento de Arthur y fue a regarle las plantas.

Echaba mucho de menos a su vecino. Ante su sorpresa, Pablo decidió acompañarla.

Norma y el profesor Fernstein estaban tumbados en la arena de Baker Beach. El le cogió una mano mientras contemplaba una gaviota que revoloteaba en el cielo. El ave desplegó las alas y jugó con las corrientes ascendentes.

– ¿Qué es lo que tanto te preocupa? -preguntó Norma.

– Nada -contestó Fernstein.

– Harás muchas otras cosas cuando dejes el hospitaclass="underline" viajarás, darás conferencias, y además te ocuparás del jardín, ¿no es eso lo que hacen los jubilados?

– ¿Me estás tomando el pelo?

Fernstein se volvió a mirarla fijamente.

– ¿Me estás contando las arrugas? -le preguntó ella.

– ¿Sabes? No he ejercido cuarenta años como neurocirujano para acabar mi vida cortando tuyas y buganvillas. Pero tu idea de las conferencias y los viajes me ha gustado bastante, a condición de que me acompañes.

– ¿Hasta tal punto temes la jubilación que me propones algo semejante?

– No, nada de eso; soy yo quien ha adelantado mi retiro. Me gustaría recuperar el tiempo perdido, desearía que te quedara algo de nosotros.

Norma se enderezó y miró tiernamente al hombre que amaba.

– Wallace Fernstein, ¿por qué te empeñas en rechazar ese tratamiento? ¿Por qué no intentarlo al menos?

– Te lo suplico, Norma, no vuelvas a sacar este tema. Hagamos los viajes y olvidémonos de las conferencias. El día en que el «cangrejo» haya dado buena cuenta de mí, me entierras donde te he pedido. Quiero morir estando de vacaciones, no en el escenario donde he operado toda mi vida, y menos aún en el lado de los espectadores.

Norma besó en la boca al viejo profesor. Tumbados los dos en esa playa, eran como dos viejos y magníficos amantes.

Lauren cerró la puerta de su apartamento. Kali no estaba allí para hacerle carantoñas. La lucecita del contestador estaba parpadeando y ella lo activó, aunque no escuchó hasta el final el mensaje que le había dejado su madre. Fue al dormitorio con vistas a la bahía y cogió el teléfono móvil. Una gaviota llegada directamente de Baker Beach fue a posarse en el poste telegráfico que se erguía delante de su ventana. El ave inclinó la cabeza a un lado, como para verla mejor, agitó las alas y remontó el vuelo. Lauren marcó el número de Fernstein, le salió el contestador y volvió a colgar. Llamó al Memorial, se negó a identificarse y dijo que quería hablar con el interno de guardia. Deseaba obtener información sobre un paciente al que habían operado esa noche. El neurólogo de servicio estaba efectuando sus visitas, así que dejó su número para que la llamase.