Paul llevaba más de una hora esperando, sentado en una silla junto a la pared de la sala de espera. Sólo se autorizaban las visitas a partir de la una del mediodía.
Una mujer con la cabeza vendada estrechaba entre sus brazos un sobre con radiografías, como quien guarda un tesoro.
Un niño revoltoso jugaba sobre la alfombra, moviendo un coche pequeño por los motivos rectangulares de color naranja y violeta.
Un anciano de aspecto elegante, con las manos cruzadas a la espalda, observaba, atento, algunas reproducciones de acuarelas que estaban colgadas en las paredes. De no ser por el característico olor a hospital, uno podría habérselo imaginado visitando un museo.
En el pasillo, una joven envuelta en una sábana dormía en una camilla, mientras el líquido de un gota a gota que colgaba de una percha se iba introduciendo en la vena de su brazo. Dos camilleros apoyados en la pared a cada lado del lecho velaban su sueño.
El niño se apoderó de un periódico y comenzó a rasgar sus páginas, produciendo un ruido tan regular como irritante. Su madre no le prestaba atención, aprovechando sin duda un precioso instante de descanso.
Paul miraba el reloj que había colgado frente a él. Al fin, una enfermera se le acercó, pero prosiguió su camino hacia la máquina de bebidas y sólo le dirigió una sonrisa de cortesía. Al ver que rebuscaba en los bolsillos de la bata tratando de encontrar unas monedas, Paul se levantó y avanzó hacia ella. Introdujo una moneda en la rendija y miró a la enfermera con aire interrogativo y con un dedo sobre las teclas de la máquina.
– ¡Un Red Bull! -exclamó la mujer, sorprendida.
– ¿Tan cansada está? -preguntó Paul, marcando la serie de cifras que liberaría la bebida de su compartimento.
Empezó a girar un resorte y la lata avanzó hacia el cristal antes de caer en la cuneta. Paul la recuperó y se la entregó a la enfermera.
– Aquí tiene su poción energética.
– ¡Nancy! -dijo ella a modo de agradecimiento.
– Lo lleva escrito en la bata -contestó Paul, huraño.
– ¿Algo va mal?
– ¡Estoy esperando!
– ¿A un médico?
– La hora de las visitas.
La enfermera consultó su reloj.
– ¿A quién quiere ver?
– A Arthur…
Pero no le dio tiempo a pronunciar su apellido, pues Nancy lo interrumpió y le cogió del brazo para arrastrarle hacia el pasillo.
– Sé a quién se refiere. ¡Sígame! Yo lo acompaño: las reglas sólo tienen sentido si uno se las salta de vez en cuando.
Lo condujo hasta la puerta de la habitación 307.
– Deberían haberle dejado en reanimación hasta esta noche, pero el interno ha considerado que su estado es satisfactorio, así que aquí lo tenemos. Nos lo hemos jugado a la pajita más corta y he ganado yo.
Paul la miró desconcertado.
– ¿Qué ha ganado?
– ¡Yo soy quien se ocupa de él! -dijo, guiñándole el ojo.
Un armario, una silla de paja trenzada y una mesa con ruedas constituían el mobiliario de la estancia. Arthur estaba durmiendo con un tubo de oxígeno en las fosas nasales y un gota a gota en la vena del brazo. Tenía la cabeza inclinada a un lado y un vendaje rodeaba su cráneo. Paul se aproximó a paso lento, conteniendo la emoción que lo embargaba.
Acercó la silla a la cama. Viendo a Arthur sumergido en aquel silencio, mil recuerdos y otros tantos momentos compartidos le vinieron a la memoria.
– ¿Qué aspecto tengo? -murmuró Arthur con los ojos cerrados.
Paul carraspeó.
– El de un maharajá después de pillar una borrachera.
– ¿Cómo estás tú?
– Voy tirando. ¿Y tú?
– Me duele un poco la cabeza y estoy muy cansado -contestó Arthur, arrastrando la voz-. Te estropeé la velada, ¿no?
– Podría enfocarse desde este punto de vista, pero sobre todo me diste un susto de muerte.
– ¡Deja de poner esa cara, Paul!
– ¡Pero si tienes los ojos cerrados!
– Te veo de todas formas. Y basta ya de preocuparte, los médicos me han dicho que, una vez reabsorbido el hematoma, me recuperaré enseguida. ¡Ya verás!
Paul avanzó hacia la ventana. La vista daba a los jardines del hospital. Una pareja avanzaba a paso lento por un camino rodeado de macizos de flores. El hombre iba en bata y su mujer le ayudaba a caminar. Se sentaron en un banco, debajo de un tilo plateado. Paul permaneció con la mirada fija en el exterior.
– Todavía tengo demasiados defectos como para encontrar a la mujer de mi vida, aunque me gustaría cambiar, ¿sabes?
– ¿Qué es lo que te gustaría cambiar?
– Este egoísmo que me lleva a hablar de mí mismo cuando me encuentro junto a la cabecera de tu cama de hospital, por ejemplo. Querría ser como tú.
– ¿Quieres decir que te gustaría llevar un turbante en la cabeza y tener una migraña de mil demonios?
– Conseguir abandonarme sin sentir el miedo en el estómago; vivir los defectos del otro como fragilidades sublimes.
– ¿Estás hablando de amar?
– Algo parecido, sí. Es tan increíble lo que tú has hecho…
– ¿Dejarme atropellar por un sidecar?
– Continuar amándola sin esperar nada. Alimentarte sólo de lo que sentías por ella, respetar su libertad, conformarte con el hecho de que ella exista sin intentar verla otra vez, sólo para protegerla.
– No es para protegerla, Paul. Sino para dejarle tiempo para realizarse. Si le hubiera dicho la verdad, si hubiéramos vivido esta historia, la habría alejado de su propia vida.
– ¿La esperarás todo ese tiempo?
– Mientras pueda.
La enfermera, que había entrado sin que la oyeran, le hizo una seña a Paul indicándole que el tiempo reglamentario de visita tocaba a su fin. Arthur debía descansar. Por una vez, Paul no trató de discutir. Cuando llegó al umbral de la puerta, se volvió y miró a Arthur.
– No me vuelvas a hacer otra jugarreta como ésta.
– ¿Paul?
– Sí.
– Ella estaba esta noche, ¿verdad?
– Descansa, ya hablaremos de eso más tarde.
Paul se alejó hacia el pasillo con un gran peso sobre los hombros. Nancy lo alcanzó delante del ascensor. Entró en la cabina con él y pulsó el botón de la segunda planta. Con la cabeza gacha, Nancy se miraba la punta de las sandalias.
– No está usted tan mal, ¿sabe?
– ¡Porque no me ha visto vestido de cirujano!
– No, pero he oído su conversación.
Y como Paul no parecía entender lo que ella intentaba decirle, lo miró fijamente a los ojos y añadió que le habría «gustado tener un amigo como él››. Cuando las puertas de la cabina se abrieron al rellano, ella se puso de puntillas y le plantó un beso en la mejilla antes de desaparecer.
El profesor Fernstein había dejado un mensaje en el contestador de Lauren. Quería verla lo antes posible. Se pasaría por su casa al terminar el día. Sin dar ninguna otra explicación, volvió a colgar.
– No sé si estamos haciendo bien -dijo la señora Kline.
Fernstein se guardó el teléfono móvil.
– Es un poco tarde para cambiar nuestra línea de conducta, ¿no le parece? Usted no puede arriesgarse a perderla una segunda vez; es lo que siempre me ha dicho, ¿no?
– Ya no lo sé. A lo mejor, si por fin le confesáramos la verdad, los dos nos liberaríamos de un peso enorme.
– Admitirle una falta al otro para aplacar la propia conciencia es una hermosa idea, pero no es más que egoísmo. Usted es su madre, tiene motivos para temer que no la perdone. Yo no soporto la idea de que algún día se entere de que me rendí, de que fui yo quien quiso desconectarla.
– Usted actuó según sus convicciones, no tiene nada que reprocharse.
– No es esta verdad la que cuenta -replicó el profesor-. Si yo hubiera estado en la situación de ella, si mi suerte hubiera dependido de su decisión médica, sé que jamás se habría rendido.