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Dieron algunos pasos, el uno junto al otro y en silencio.

– Me comporté como un cobarde -acabó admitiendo Paul-. Ni siquiera sé cómo agradecerle lo que ha hecho esta noche. Todo es culpa mía. Mañana iré a presentarme en la comisaría y les diré que usted no tiene nada que ver.

– Llega tarde: Brisson ha retirado la denuncia y la ha cambiado por un castigo. Los lameculos de la primera fila del colegio cuando llegan a adultos siguen levantando el dedo a la primera ocasión.

– Lo lamento -dijo Paul-. ¿Puedo hacer algo?

Lauren se detuvo para mirarle atentamente.

– ¡Pues yo no lo lamento! Creo que jamás me he sentido tan viva como en las últimas horas.

A varios metros de distancia, había un chiringuito donde vendían helados y refrescos. Paul pidió una soda, Lauren un cucurucho de fresa y, mientras Kali le hacía aspavientos a una ardilla que la miraba de reojo desde la rama de un árbol, se sentaron a una de las mesas de madera.

– A ustedes dos los une una bonita amistad.

– No nos hemos separado desde la infancia, excepto cuando Arthur se marchó a vivir a Francia.

– ¿Por amor o en viaje de negocios?

– Los negocios son más bien mi campo, y la evasión el suyo.

– ¿Huía de algo?

Paul la miró directamente a los ojos.

– ¡De usted!

– ¿De mí? -preguntó Lauren, estupefacta.

Paul bebió un largo sorbo de soda y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– ¡De las mujeres! -improvisó Paul, huraño.

– ¿De todas las mujeres? -replicó Lauren, con una sonrisa.

– De una en particular.

– ¿Una ruptura?

– Es un secreto, me mataría si me oyera hablar así.

– Entonces, cambiemos de tema.

– ¿Y usted? – preguntó Paul-. ¿Hay alguien en su vida?

– No estará ligando conmigo… -contestó Lauren, divertida.

– ¡Desde luego que no! Soy alérgico al pelo de los perros.

– Hay alguien, sí; se trata de una historia que no ocupa un gran lugar en mi vida -contestó Lauren-, pero me imagino que encuentro cierta forma de equilibrio en esta situación renqueante. Mis horarios de trabajo no dejan mucho espacio para otra cosa que no sea la medicina. Tener pareja exige muchísimo tiempo.

– ¿Sabe una cosa? ¡Cuanto más tiempo pasa, me parece que la soledad, aunque disfrazada, hace que pierdas más! Vivir para el trabajo no debería ser una finalidad en sí misma.

Lauren llamó a Kali, que se estaba alejando demasiado.

Luego se volvió hacia Paul.

– Teniendo en cuenta la noche que acabo de pasar, no estoy seguro de que su amigo comparta esta opinión. Y además, no hemos intimado lo bastante como para continuar esta conversación.

– Lo lamento, no quería ir de moralista, es sólo que…

– ¿Qué? -lo interrumpió Lauren.

– ¡Nada!

Lauren se levantó y le dio las gracias por su invitación.

– ¿Puedo pedirle algo? -dijo la joven.

– Todo lo que quiera.

– Sé que esto podrá parecerle impertinente, pero si pudiera llamarle de vez en cuando para tener noticias de mi paciente… Es que no me permiten llamar al hospital.

El rostro de Paul se iluminó.

– ¿Por qué sonríe de este modo? -preguntó Lauren.

– Por nada, me temo que no hemos intimado lo bastante como para que este tema sea objeto de conversación entre nosotros.

Permanecieron unos minutos en silencio.

– Llámeme cuando quiera… ya tiene mi número.

– Lo siento, me lo dio Betty, pero estaba en la ficha de ingreso de su amigo, «Persona de contacto en caso de urgencia».

Paul garabateó el de su domicilio en el reverso de un recibo de la tarjeta de crédito y se lo entregó a Lauren; podía llamar cuando le pareciera. Ella se metió el papel en el bolsillo de los vaqueros, le dio las gracias y se alejó por el paseo.

– Su paciente se llama Arthur Ashby -dijo Paul, casi burlón.

Lauren sacudió la cabeza; lo saludó con un gesto amistoso y se marchó a buscar a Kali. Cuando estuvo lo bastante lejos, Paul llamó al Memorial Hospital y pidió que le pasaran con el departamento de enfermería del servicio de neurología. Tenía que comunicar un mensaje muy importante al paciente de la habitación 307. Había que dárselo lo antes posible, incluso por la noche si se llegaba a despertar.

– ¿Cuál es el mensaje? -quiso saber la enfermera.

– ¡Dígale que la tiene en el bote!

Y Paul volvió a colgar, muy satisfecho. No lejos de él, una mujer lo estaba observando con expresión triste e indignada. Paul reconoció la silueta que se levantaba de un banco y se iba hacia la calle. A pocos metros de él, Onega paró un taxi. Corrió a su encuentro, pero no pudo alcanzarla y el vehículo se alejó.

– ¡Mierda! -exclamó, a solas, en el aparcamiento de Marina.

Capítulo 13

El bar estaba casi desierto. Al fondo, un pianista tocaba una melodía de Duke. Onega dejó la copa vacía e invitó al barman a servirle otro Dry Martini.

– Aún es temprano para la tercera copa, ¿no? -preguntó el empleado mientras le servía la bebida.

– ¿Es que existe un horario para la infelicidad?

– Mis clientes vienen a ahogar sus penas hacia el final del día.

– Yo soy ucraniana -dijo Onega, levantando la copa-, y nosotros practicamos un culto a la nostalgia con el que ningún occidental podría rivalizar. ¡Hace falta cierto talento anímico del que vosotros carecéis!

Onega abandonó la barra y fue a acodarse en el piano, donde el músico atacaba una canción de Nat King Cole. Levantó la copa y se la terminó de un trago. El pianista le hizo una seña al barman para que le sirviera otra y continuó con el estribillo. El bar se fue llenando con el paso de las horas.

Cuando Paul entró en el establecimiento, ya había caído la noche. Se acercó a Onega, simulando no darse cuenta de que ya estaba ebria.

– El animalito vuelve arrepentido con el rabo entre las piernas -dijo ella.

– Creía que en el Este aguantabais mejor el alcohol.

– No has dejado de reírte a mi costa, así que ya no viene de una burla más.

– Te he buscado por todas partes -replicó él, sosteniéndola por el hombro cuando ella vaciló sobre el taburete.

– Y me has encontrado. ¡Tienes olfato!

– Ven, te acompañaré.

– No has tenido bastantes emociones por hoy y vienes a jugar con tu muñeca rusa; muy práctico, basta con abrir uno de los monigotes y sacas el que hay debajo.

– ¿Pero de qué hablas? He pasado por tu casa, te he llamado al móvil, he estado en todos los restaurantes de los que me habías hablado y me he acordado de este sitio.

Onega se puso en pie, apoyándose en la barra.

– ¿Y para qué, Paul? Hace un rato te he visto en Marina con esa chica. Te lo suplico: no me digas que no es lo que parece, sería terriblemente banal y decepcionante.

– ¡No es lo que parece! Esa mujer es a la que Arthur ama desde hace años.

Onega lo miró fijamente. Sus ojos brillaban de desesperación.

– Y tú, ¿a quién amas? -preguntó, orgullosa, levantando la cabeza.

Paul dejó varios billetes encima de la barra y se la llevó cogida del hombro.

– Me parece que no me encuentro bien -dijo Onega, al tiempo que recorría los pocos metros de acera que los separaban del coche.

A su izquierda, un pequeño callejón se adentraba en la noche. Paul la llevó hacia allí. Los adoquines deteriorados brillaban con un resplandor sombrío; un poco más lejos, varias cajas de madera los pondrían al abrigo de las miradas indiscretas. Sobre la reja de una alcantarilla, Paul sostuvo a Onega mientras ésta se vaciaba de un exceso de disgusto.

Tras la última sacudida, sacó un pañuelo del bolsillo y le secó los labios. Onega se irguió, orgullosa y distante.