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Arthur se incorporó.

– ¿De veras estuviste en la intervención?

– Francamente, se hace mucho bombo con la medicina, pero cirujano o arquitecto, todo es más o menos lo mismo, la cuestión es trabajar en equipo. Andaban cortos de personal, yo estaba ahí y no iba a quedarme sin hacer nada, así que eché una mano.

– ¿Y Lauren?

– Impresionante. Pone anestesia, corta, cose, reanima… ¡Y con qué temperamento! Es un placer currar con ella.

El rostro de Arthur se ensombreció.

– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó Paul.

– ¡Pues que va a tener problemas por mi culpa!

– ¡Sí, y así estáis en paz! No deja de ser curioso que el único en quien nunca penséis cuando organizáis una de vuestras veladas delirantes, sea yo.

– ¿Tú? No habrás tenido problemas…

Paul carraspeó y levantó uno de los párpados de Arthur

– ¡Tienes buena cara! -dijo, en un tono que imitaba al de un médico.

– ¿Cómo saliste de ésta?

– Me comporté como un miserable, si quieres saberlo. Cuando la policía llegó a las puertas del quirófano, me escondí debajo de la mesa de operaciones, por eso tuve que asistir a toda la intervención. Dicho esto, y descontando los períodos en que estuve grogui, al menos debí de participar unos cinco minutos largos. Es a ella a quien debes que te salvaran la vida, yo no tuve mucho que ver.

Nancy entró en la habitación. Comprobó la tensión de Arthur y le preguntó si quería levantarse y caminar. Paul se ofreció a ayudarlo.

Dieron unos pasos hasta el final del pasillo. Arthur se encontraba bien, había recuperado el equilibrio y hasta tuvo ganas de prolongar el paseo. En la vereda del jardín del hospital, le rogó a Paul que le hiciera dos favores…

Paul se marchó después de que Arthur se acostase. Por el camino se detuvo en una floristería de Union Street. Encargó un ramo de peonías blancas y metió en un sobre la carta que Arthur le había confiado. Las flores serían entregadas a última hora de la tarde. Luego volvió a bajar a Marina y aparcó delante de un videoclub. Hacia las siete llamó al interfono de la señora Morrison, le dio noticias de Arthur y el último episodio de las aventuras de Fu Man Chú.

Lauren estaba tumbada en la alfombra, sumergida en la lectura de la tesis. Su madre, instalada en el sofá del salón, hojeaba las páginas de una revista. De vez en cuando levantaba los ojos para mirar a su hija.

– ¿Cómo se te ocurrió hacer semejante cosa? -preguntó, arrojando la publicación sobre una mesa baja.

Lauren tomaba apuntes en una libreta con espiral, y no contestó.

– Podrías haber arruinado tu carrera, todos estos años de trabajo echados a perder, ¿y en nombre de qué? -argumentó su madre.

– Bien que perdiste tú muchos años con tu matrimonio. Y no salvaste la vida de papá, que yo sepa.

La madre de Lauren se puso en pie.

– Sacaré a Kali a pasear -dijo con sequedad, descolgando su gabardina del perchero.

Abandonó el apartamento dando un portazo.

– Hasta luego -murmuró Lauren, mientras oía los pasos que se alejaban.

La señora Kline se cruzó con un repartidor en la portería.

Llevaba un enorme ramo de peonías blancas y estaba buscando el apartamento de Lauren Kline.

– Yo soy la señora Kline -dijo, cogiendo el sobrecito prendido de la hoja de celofán.

Sólo tenía que dejar las flores allí mismo, ella las cogería a la vuelta. Le dio una propina y el joven se marchó.

Cuando estuvo en la calle, levantó la solapa del sobrecito.

Había dos palabras escritas en un papeclass="underline" «Volver a verte», y las firmaba «Arthur».

La señora Kline arrugó la carta y se la metió en el fondo del bolsillo del impermeable.

En el barrio solamente había una plaza que admitiera animales. Si el destino tenía sus motivos, a un hombre sin imaginación le parecerían siempre imperfectos. La señora Kline se sentó en un banco; a su lado, la anciana que estaba leyendo el periódico tenía ganas de entablar conversación.

En el cercado reservado a los perros, Kali estaba montando a un jack russell que descansaba a la sombra agradable de un tilo.

– No parece encontrarse muy bien -dijo la anciana.

La señora Kline se sobresaltó.

– Sólo estaba pensativa -contestó la madre de Lauren-. Nuestros perros parecen entenderse muy bien…

– A Pablo siempre le han atraído del tipo alto. Creo que tendré que volver a leerle las instrucciones, me da la impresión de que están al revés. ¿Qué la preocupa?

– ¡Nada!

– Si tiene la necesidad de confesar algo, yo soy la persona ideaclass="underline" ¡estoy sorda como una tapia!

La señora Kline miró a Rose, que no había abandonado su lectura.

– ¿Tiene usted hijos? -dijo, arrastrando la voz.

La señora Morrison negó con la cabeza.

– Entonces no lo podrá entender.

– ¡Pero he amado a hombres que sí tenían!

– No tiene nada que ver.

– ¡Eso sí que me molesta! -protestó Rose-. Las personas que tienen hijos miran a las que no los tienen como si vinieran de otro planeta. ¡Amar a un hombre es tan complicado como educar a unos crios!

– No comparto su punto de vista.

– ¿Y sigue usted casada?

La señora Kline se miró la mano; el tiempo había borrado la marca de su alianza.

– Así pues, ¿qué dolores de cabeza le causa su hija?

– ¿Cómo sabe que no se trata de un chico?

– ¡Una posibilidad de dos!

– Creo que he hecho algo mal -murmuró la madre de Lauren.

La anciana se inclinó sobre su periódico y escuchó atentamente lo que la señora Kline tanto necesitaba confesar.

– ¡Está muy feo lo de las flores! ¿Y por qué se niega a que vea a ese joven?

– Porque se arriesga a despertar un pasado que puede hacernos daño a las dos.

La anciana volvió a sumergirse en su periódico, el tiempo necesario para reflexionar, y lo volvió a dejar sobre el banco.

– No sé de qué está hablando, pero no se protege a una persona con una mentira.

– Lo lamento -dijo la señora Kline-, le estoy hablando de cosas que no puede comprender.

Rose Morrison tenía todo el tiempo del mundo para comprender. La madre de Lauren dudó, pero después de todo, ¿qué riesgo corría confiándose a aquella desconocida?

Las ganas de ahuyentar la soledad fueron más fuertes, se tranquilizó y le contó la historia de un hombre que había raptado a una joven para salvarla, mientras que su propia madre había renunciado.

– Este joven, ¿no tendría un abuelo soltero, por casualidad?

– Cuando me devolvió las llaves del apartamento, no volví a tener noticias de él.

– ¿Desapareció, sin más?

– Digamos que nosotros lo empujamos un poco.

– ¿Nosotros?

– Un neurocirujano reputado se encargó de explicarle hasta qué punto la salud de mi hija era frágil. Supo encontrar mil razones para convencerlo de que se alejara de ella.

– Así que, ante tantas pruebas, ese hombre se esfumó.

La madre de Lauren lanzó un suspiro.

– Sí.

– ¡Yo creía que los tenía mejor puestos! – replicó la anciana-. Ya ve que, cuando están locos de amor, los hombres pierden gran parte de su capacidad. ¿Y lo que decía ese profesor era sincero?

– A decir verdad, no tengo la menor idea. Lauren se recuperó muy deprisa, en cuestión de meses volvió a ser la de siempre.

– ¿Cree que es demasiado tarde para hablar con su hija?

– Me hago esta pregunta todos los días, y no logro imaginarme su reacción.

– He visto muchas vidas arruinadas por secretos de familia. Yo no he tenido hijos, y a pesar de lo que ha dicho antes para darme una lección, no sabe hasta qué punto lo he echado de menos. Pero me enamoraba demasiado a menudo para ser capaz de tenerlos; en fin, ésta era mi excusa para no enfrentarme a mi egoísmo. Comprendo sus reticencias, aunque estoy convencida de que se equivoca. El amor está hecho de tolerancia, es lo que le da su fuerza.