Выбрать главу

– Me gustaría tanto que tuviera usted razón…

– Una deja a un hombre y cree haberlo olvidado… hasta que un recuerdo nos hace pensar en él otra vez. ¿Cómo imaginar entonces que podamos deshacernos del amor que nos une a nuestros padres? Perdemos un tiempo absurdo sin decirles que los queremos, para acabar dándonos cuenta, después de su muerte, de cuánto los echamos de menos.

La anciana se inclinó hacia la señora Kline.

– Si ese joven salvó a su hija, usted está en deuda con él. Así que vaya a su encuentro.

Y Rose volvió a sumergirse en la lectura. La señora Kline esperó unos instantes, saludó a su vecina de banco, llamó a Kali y se alejó por la avenida del parque.

Al regresar, recuperó el ramo de flores al pie de la escalera. El apartamento estaba desierto. Dispuso las peonías en un jarrón que dejó sobre la mesa baja y cerró la puerta tras de sí.

Los días de la semana transcurrían con la regularidad de un metrónomo. Cada mañana, Lauren iba a dar un largo paseo bajo los árboles del parque del Presidio. Solía caminar hasta la playa que bordeaba la orilla del Pacífico. Entonces se instalaba en la arena y se sumergía en la tesis, a la que volvía todas las noches.

El inspector Pilguez había acabado adaptándose a los horarios de Nathalia. Todos los mediodías compartían una comida en la que conjugaban el almuerzo para uno y el desayuno para el otro.

En medio de una jornada interrumpida por reuniones con el departamento de estudios y visitas a la obra, Paul se reunió con Onega, que lo esperaba en un banco al final de un malecón, frente a la bahía.

La señora Morrison llevaba a Pablo a aprovechar las hermosas tardes de verano en el parquecito próximo a su casa.

A veces se cruzaba con la señora Kline y un día reconoció a Lauren por el perro que la seguía. Aquel jueves tan soleado estuvo tentada de abordarla, pero finalmente renunció a distraer a la joven de su lectura. Cuando Lauren abandonó la avenida central, la siguió con mirada curiosa.

A primera hora de la tarde, Pilguez siempre dejaba a Nathalia delante de la comisaría.

Justo antes de encontrarse con Onega para cenar, Paul le hacía una visita a su amigo; le presentaba esbozos de proyectos que Arthur corregía con un par de líneas a lápiz o enmendaba con algunas anotaciones sobre la elección de materiales y tonalidades.

Aquel viernes, Fernstein se felicitó por el estado de salud de su paciente. Le haría otro escáner de control en cuanto tuviera un hueco libre y si, tal como pensaba que ocurriría, todo era normal, firmaría el alta. Ya nada justificaba que estuviera ocupando una cama de hospital. Después, tendría que ser sensato durante un tiempo, pero la vida no tardaría en recuperar su curso normal. Arthur le agradeció todos los cuidados que le había dispensado.

Hacía rato que Paul se había marchado. En los pasillos ya no retumbaban los pasos tumultuosos del día y el hospital había recuperado su atuendo nocturno. Arthur encendió el televisor, colocado sobre una mesita delante de la cama.

Abrió el cajón de la mesilla de noche y saco el teléfono móvil. Con la mirada perdida en sus propios pensamientos, hizo desfilar los nombres de su agenda y renunció a molestar a su mejor amigo. El teléfono se le escapó lentamente de la mano y cayó sobre las sábanas, mientras su cabeza se deslizaba sobre la almohada.

La puerta se entreabrió y una interna entró en la habitación. Se dirigió enseguida a los pies de la cama y consultó su historial. Arthur abrió los ojos y la miró, silencioso; parecía muy concentrada.

– ¿Algún problema? -dijo.

– No -contestó Lauren, levantando la cabeza.

– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó, estupefacto.

– No hable tan alto -susurró Lauren.

– ¿Por qué habla en voz baja?

– Tengo mis motivos.

– ¿Secretos?

– ¡Sí!

– Pues tengo que confesarle, aunque sea en voz baja, que me alegro de verla.

– Yo también, bueno, quiero decir que me alegro de que se encuentre mejor. Lamento muchísimo no haber diagnosticado la hemorragia en el primer reconocimiento.

– No tiene nada que reprocharse. Creo que yo facilité mucho la tarea -dijo Arthur.

– ¡Tenía tanta prisa por marcharse!

– ¡Esta obsesión por el trabajo me acabará matando!

– Es arquitecto, ¿verdad?

– ¡Así es!

– Es un oficio complicado: ¡muchas matemáticas!

– Sí; en fin, como en Medicina, y luego uno deja que otros hagan las mates por él.

– ¿Otros?

– Los cálculos de portantes, de resistencias… ¡todo eso es tarea de los ingenieros!

– ¿Y qué hacen los arquitectos mientras los ingenieros curran?

– ¡Piensan!

– Y usted ¿en qué piensa?

Arthur miró a Lauren largo rato, sonrió y señaló con el dedo el rincón de la habitación.

– Acérquese a la ventana.

– ¿Para qué? -se sorprendió Lauren.

– Para hacer un pequeño viaje.

– ¿Un pequeño viaje a la ventana?

– ¡No, un pequeño viaje desde la ventana!

Ella obedeció, con una sonrisa casi burlona en los labios.

– ¿Y ahora?

– Ábrala.

– ¿El qué?

– ¡La ventana!

Lauren hizo exactamente lo que Arthur le había pedido.

– ¿Qué ve? -preguntó, todavía susurrando.

– ¡Un árbol! -contestó ella.

– Descríbamelo.

– ¿Cómo?

– ¿Es grande?

– Dos pisos de altura y grandes hojas verdes.

– Ahora, cierre los ojos.

Lauren se dejó llevar por el juego, y la voz de Arthur la condujo a una oscuridad improvisada.

– Las ramas están inmóviles: a esta hora del día, los vientos del mar aún no se han levantado. Acérquese al tronco, las cigarras se esconden a menudo en los recovecos de la corteza. A los pies del árbol se extiende una alfombra de hojas de pino. Están quemadas por el sol. Ahora, mire a su alrededor. Se encuentra en un gran jardín con largas franjas de tierra ocre donde han plantado pinos piñoneros. A la izquierda verá algunos plátanos, a la derecha secuoyas, delante granados, y un poco más lejos, algarrobos que parecen extenderse hasta el océano. Suba por la escalera de piedra que bordea el camino. Los peldaños son irregulares, pero no tenga miedo: la pendiente es suave. Si mira a su derecha adivinará los restos de una rosaleda, ¿lo ve? Deténgase abajo y mire ante sí.

Y Arthur se inventó un universo, hecho solamente de palabras. Lauren vio la casa con los postigos cerrados que él le describía. Avanzó hacia la entrada, subió los escalones y se detuvo en el porche. Abajo, el océano parecía querer destrozar las rocas y las olas acarreaban montones de algas entrelazadas con espinos. El viento soplaba en sus cabellos, estuvo a punto de echárselos hacia atrás.

Rodeó la casa y siguió al pie de la letra las instrucciones de Arthur, que la guiaba paso a paso en su país imaginario.

Su mano rozó la fachada en busca de un pequeño calce, debajo de un postigo. Hizo como él decía y lo retiró con la yema de los dedos. El panel de madera se abrió y hasta le pareció oír el chirrido de sus goznes. Levantó la ventana de guillotina desencajando ligeramente el armazón, que cedió deslizándose sobre sus rieles.

– No se detenga en esta habitación, está demasiado oscura, atraviésela y llegará al pasillo.

Avanzó a paso lento; cada estancia parecía ocultar un secreto detrás de las paredes. Entró en la cocina. Encima de la mesa había una vieja cafetera italiana, con la que hacer un excelente café, y delante de ella unos fogones como los que podían encontrarse en otros tiempos en las viviendas antiguas.