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– ¿Y dónde está el armario de los fusibles?

Arthur le señaló con el dedo la pequeña caja justo al lado de la puerta de entrada.

– Eso es el disyuntor -dijo Lauren.

– Y ahí es donde se encuentra -dijo Arthur, con tono divertido.

Lauren se cuadró ante él.

– ¡Muy bien, puesto que los armarios de mi casa no tienen ningún secreto para usted, vaya a buscar esa cosa usted mismo, así ganaremos un poco de tiempo!

Arthur se dirigió a la entrada, alargó la mano hacia la caja y se echó atrás.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó Lauren.

– Aún tengo las manos torpes -murmuró, visiblemente abochornado.

Lauren avanzó hasta él.

– No es nada grave -dijo, con voz tranquilizadora-. Tenga paciencia, no le quedarán secuelas, pero hace falta un poco de tiempo para recuperarse; la naturaleza lo quiere así.

– Si lo desea, puedo guiarla y usted hace la reparación -dijo Arthur.

– Tenía otros planes para esta mañana aparte de arreglar un grifo. Mi vecino es un manitas de primera, él me instaló casi todo lo que hay aquí, estará encantado de ocuparse de todas estas cosas.

– ¿Fue él quien tuvo la idea de colocar la biblioteca contra la ventana?

– ¿Por qué, no había que hacerlo?

– Sí, sí -dijo Arthur, regresando al salón.

– ¡Ese «sí, sí» significa exactamente lo contrario!

– ¡No, en absoluto! -insistió Arthur.

– ¡Miente usted muy mal!

Invitó a Lauren a sentarse en el sofá.

– Dése la vuelta -dijo Arthur.

Lauren obedeció, sin entender muy bien adonde quería ir a parar.

– ¿Lo ve? Si esas estanterías no ocultasen la ventana, tendría una vista estupenda desde aquí.

– ¡Tendría una vista estupenda, pero a mi espalda! En general, suelo sentarme en el sofá.

– Por eso sería mucho más sensato darle la vuelta; sinceramente, la puerta de entrada no es lo más bonito del mundo, ¿no?

Lauren se levantó, se llevó las manos a las caderas y le miró fijamente.

– Nunca me había fijado en ello. ¿Ha venido a mi casa espontáneamente desde el hospital para arreglarme la decoración?

– Lo siento -dijo Arthur, agachando la cabeza.

– No, soy yo quien lo siente -replicó Lauren con voz tranquila-. Últimamente me exalto con mucha facilidad. ¿Le preparo el café?

– ¡Ya no tiene agua!

Lauren abrió el frigorífico.

– Ni siquiera tengo un zumo de fruta que ofrecerle.

– En ese caso, la invito a desayunar.

Ella le pidió que esperase un segundo, pues quería bajar a buscar el correo. En cuanto la oyó alejarse por el pasillo, Arthur sintió la irresistible tentación de reconciliarse con el sitio en el que había vivido. El recuerdo de una mañana de verano resurgió como salido de las páginas de un libro que se hubiera caído de una biblioteca. Habría querido que el tiempo regresara al día en que contemplara su sueño.

Acarició el cubrecama con la yema de los dedos y el tejido de lana se esponjó lentamente bajo su mano. Entró en el cuarto de baño y miró los frascos colocados junto al lavabo.

Una crema, un perfume y unos pocos artículos de maquillaje. Una idea le pasó por la mente, echó un vistazo afuera y se decidió a satisfacer un antiguo sueño. Entró en el vestidor contiguo y cerró la puerta.

Escondido entre las perchas, observó las prendas de vestir en el suelo y las que aún estaban colgadas e intentó imaginarse a Lauren con algunas de aquellas piezas. Hubiera deseado quedarse allí, esperar a que ella lo encontrase. Tal vez así recuperase la memoria, tal vez dudase, sólo un instante, y recordase las palabras que se decían. Entonces, la tomaría entre sus brazos y la besaría como antes, o mejor con un beso diferente. Ya nada ni nadie se la podría arrebatar. Aquello era de idiotas: si se quedaba ahí, a ella empezaría a entrarle el miedo. ¿Quién no lo tendría si alguien se escondiera en su vestidor?

Tenía que salir de allí antes de que volviera; sólo un poco más; ¿quién podía reprochárselo? Que suba la escalera despacio, sólo unos segundos robados. La felicidad de estar en su intimidad.

– ¿Arthur?

– Ya voy.

Se disculpó por entrar en el cuarto de baño sin permiso, pero quería lavarse las manos.

– ¡Si no hay agua!

– ¡Me he acordado al abrir el grifo! -dijo, confuso-. ¿Ha llegado su libro?

– Sí, guardo el tocho en la biblioteca y nos vamos, ¿vale? Me muero de hambre.

Al pasar por delante de la cocina, Arthur miró la escudilla de Kali.

– Es de mi perra, que está en casa de mi madre.

Lauren cogió las llaves de encima de la encimera y salieron del apartamento.

El sol inundaba la calle. Arthur sintió el impulso de coger a Lauren del brazo.

– ¿Adonde quiere ir? -preguntó él, cruzando las manos a la espalda.

Ella estaba hambrienta y, por pura feminidad, le costó confesar que le apetecía una hamburguesa. Arthur la tranquilizó: estaba muy bien que una mujer tuviera apetito.

– ¡Además, en Nueva York ya es la hora de comer, y en Sydney, la de cenar! -añadió ella, radiante.

– Es un modo de ver las cosas -dijo Arthur, caminando a su lado.

– Cuando se es interno, uno acaba comiendo cualquier cosa a cualquier hora.

Lo condujo hasta Ghirardelli Square, anduvieron a lo largo de los muelles y se metieron por un malecón; elevada sobre los pilotes, la sala del restaurante Simbad estaba abierta día y noche. La camarera de recepción los instaló en una mesa, le entregó un menú a Lauren y desapareció. Arthur no tenía hambre, así que renunció a leer la carta que Lauren le tendía.

Un camarero se presentó unos instantes más tarde, anotó el encargo de Lauren y regresó a la cocina.

– ¿De verdad que no quiere comer nada?

– Me he alimentado toda la semana a base de gota a gota, y creo que mi estómago ha menguado. Pero me encantará mirar cómo come usted.

– ¡Pero tendrá que volver a alimentarse!

El camarero puso una bandeja enorme con tortitas encima de la mesa.

– ¿Por qué ha venido a mi casa esta mañana?

– Para arreglar un escape de agua.

– ¡En serio!

– Para darle las gracias por salvarme la vida, creo.

Lauren dejó el tenedor.

– Porque me apetecía -confesó Arthur.

Ella lo miró, atenta, y regó su plato con sirope de arce.

– Sólo hacía mi trabajo -dijo en voz baja.

– Me cuesta creer que anestesiar a uno de sus colegas y robar una ambulancia sea su pan de cada día.

– Lo de la ambulancia fue idea de su mejor amigo.

– Ya me extrañaba a mí.

El camarero volvió a la mesa y le preguntó a Lauren si necesitaba algo.

– No, ¿por qué? -dijo Lauren.

– Me ha parecido que me llamaba -contestó el chico con un tono soberbio.

Lauren lo miró alejarse, se encogió de hombros y volvió a la conversación.

– Su amigo me explicó que se conocieron en el internado.

– Mi madre murió cuando yo tenía diez años, estábamos muy unidos.

– Es muy valiente. La mayoría de gente nunca pronuncia esa palabra, sino que dicen «se fue» o incluso «nos dejó».

– Irse o dejar son dos acciones voluntarias.

– ¿Creció usted solo?

– La soledad puede ser una forma de compañía. ¿Y usted? ¿Todavía tiene a sus padres?

– A mi madre solamente, y desde mi accidente nuestra relación se ha vuelto tensa, está demasiado presente.

– ¿Su accidente?

– Una vuelta de campana con el coche, salí proyectada y me dieron por muerta, pero el empecinamiento de uno de mis profesores me devolvió a la vida después de varios meses en coma.

– ¿No conserva ningún recuerdo de aquel período?

– Recuerdo los últimos minutos antes del impacto, pero hay un agujero de once meses en mi vida.

– ¿Nadie ha logrado acordarse nunca de lo que ocurre durante esos momentos? -preguntó Arthur, con la voz llena de esperanza.