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Lauren sonrió y miró el carrito con los postres situado no muy lejos de ella.

– ¿Mientras se está en coma? ¡Es imposible! -contestó-. Es el mundo del inconsciente, no ocurre nada.

– Sin embargo, la vida continúa alrededor, ¿no?

– ¿Realmente le interesa? No tiene ninguna obligación de mostrarse cortés, ¿sabe?

Arthur le aseguró que su curiosidad era sincera. Lauren le explicó que había bastantes teorías al respecto, y muy pocas certidumbres. ¿Tenían los pacientes alguna percepción de lo que les rodeaba? Desde el punto de vista médico, ella no lo creía.

– ¿Ha dicho desde un punto de vista médico? ¿Por qué semejante distinción?

– Porque yo lo he vivido desde el interior.

– ¿Y ha sacado otras conclusiones?

Lauren vaciló, y le señaló el carrito de postres al camarero, que se apresuró hacia su mesa. Eligió una mousse de chocolate para ella y, como Arthur no pidió nada, un relámpago de chocolate para él.

– Dos postres deliciosos para la señorita -dijo el chico, al tiempo que servía los platos.

– En ocasiones tengo sueños extraños que parecen fragmentos de recuerdos, como sensaciones que me vienen una y otra vez, pero también sé que el cerebro es capaz de transformar en recuerdos algo que le han contado.

– ¿Y qué le han dicho?

– Nada en especiaclass="underline" la presencia de mi madre todos los días, la de Betty, una enfermera que trabaja conmigo, y otras cosas sin importancia.

– ¿Por ejemplo?

– Mi despertar, pero ya hemos hablado suficiente de todo esto, ahora tiene que probar los dos postres.

– No lo tome a mal, pero soy alérgico al chocolate.

– ¿Y no quiere otra cosa? No ha comido ni bebido nada.

– Comprendo a su madre, exagera un poco, pero eso no es más que amor.

– Lo adoraría si le oyese.

– Lo sé, es uno de mis grandes defectos.

– ¿Cuál?

– Soy de esa clase de hombres de los que las suegras siempre se acuerdan, en cambio, la cosa varía en el caso de las hijas.

– Y esas suegras, como dice usted, ¿son muchas? -preguntó Lauren, cogiendo una gran cucharada de mousse de chocolate.

Arthur la miró, divertido: tenía restos de chocolate en los labios. Extendió la mano, como para borrar la flecha del arco de Cupido, pero no se atrevió.

Detrás de la barra, un camarero observaba su mesa, intrigado.

– Soy soltero.

– Me cuesta creerlo.

– ¿Y usted? -replicó Arthur.

Lauren eligió las palabras antes de responder.

– Existe alguien en mi vida, no vivimos juntos, pero en fin, está ahí. A veces es así, los sentimientos se apagan. ¿Usted lleva mucho tiempo soltero?

– Bastante, sí.

– Eso no me lo creo.

– ¿Por qué le parece tan raro?

– Porque un tipo como usted no se queda solo.

– No estoy solo.

– ¡Aja! ¿Lo ve?

– ¡Se puede querer a alguien y seguir siendo soltero!

Basta con que el sentimiento no sea recíproco, o que la otra persona no esté libre.

– ¿Y puede uno mantenerse fiel a alguien durante todo ese tiempo?

– Si ese alguien es la mujer de tu vida, vale la pena, ¿no?

– ¡Así que no está soltero!

– En mi corazón, no.

Lauren tomó un sorbo de café e hizo una mueca. El líquido estaba frío. Arthur iba a pedirle otro, pero ella se le adelantó y le señaló al camarero la cafetera depositada sobre un calientaplatos.

– ¿La señorita querrá una o dos tazas? -preguntó el camarero, con una sonrisa irónica en los labios.

– ¿Tiene algún problema? -replicó Lauren.

– ¿Yo? En absoluto -contestó el chico, regresando a la cocina.

– ¿Cree que se ha enfadado porque usted no ha tomado nada? -le preguntó a Arthur.

– ¿Estaba bueno? -contestó él.

– Espantoso -dijo Lauren, riéndose.

– Entonces, ¿por qué ha elegido este sitio? -contestó Arthur, riéndose como ella.

– Me gusta sentir el soplo del mar, medir su tensión y su humor.

La risa de Arthur se enmudeció en una sonrisa preñada de melancolía; había tristeza en su mirada, estrellas de dolor con cierto sabor a sal.

– ¿Qué le pasa? -quiso saber Lauren.

– Nada, sólo un recuerdo.

Lauren le hizo una seña al camarero para que trajera la cuenta.

– Es una mujer con suerte -dijo, tomando otro sorbo de café.

– ¿Quién?

– La que espera desde hace tanto tiempo.

– ¿De veras? -preguntó Arthur.

– ¡Sí, de veras! ¿Qué les separó?

– ¡Un problema de compatibilidad!

– ¿No se entendían?

– Sí, y muy bien. Compartíamos carcajadas y deseos. Hasta prometimos redactar algún día una lista con las cosas agradables que nos gustaría hacer, ella la llamaba la lista happy to do.

– ¿Qué les impidió escribirla?

– El tiempo nos separó.

– ¿Ya no se volvieron a ver?

El camarero dejó la cuenta encima de la mesa; Arthur quiso cogerla pero Lauren se la llevó con un gesto más veloz que el suyo.

– Aprecio su caballerosidad -dijo-, pero ni se le ocurra; lo único que ha consumido usted aquí son mis palabras. No soy feminista, pero pienso que existen ciertos límites.

Arthur no tuvo tiempo de discutir, pues Lauren ya le había entregado su tarjeta de crédito al empleado del restaurante.

– Debería volver a trabajar -dijo Lauren-, y al mismo tiempo no me apetece para nada.

– Entonces, vamos de paseo, hace un día magnífico y a mí no me apetece para nada que trabaje.

Ella apartó la silla y se levantó.

– Acepto la proposición.

El camarero sacudió la cabeza cuando salieron del establecimiento.

Ella quería ir al parque del Presidio, le encantaba vagar bajo las grandes secuoyas. A menudo, bajaba hasta el saliente de tierra donde se anclaba uno de los pilotes del Golden Gate. Arthur conocía bien el lugar. Desde allí, el puente suspendido se extendía entre la bahía y el océano como una línea trazada en el cielo.

Lauren tenía que ir a buscar a su perra. Arthur le prometió que la esperaría allí y ella lo dejó al final del malecón; la vio alejarse sin decir nada. Hay momentos que tienen cierto sabor a eternidad.

Capítulo 15

La esperó al pie del puente, sentado en un murito de ladrillos. En aquel lugar, las olas del océano chocaban con las de la bahía en un combate que duraba desde la noche de los tiempos.

– ¿Le he hecho esperar mucho? -se disculpó ella.

– ¿Dónde está Kali?

– No tengo ni la menor idea, mi madre no estaba. ¿Sabe cómo se llama?

– Venga, vamos a caminar por el otro lado del puente, tengo ganas de ver el mar -contestó Arthur.

Ascendieron una colina y la volvieron a bajar por la otra vertiente. Abajo, la playa se extendía kilómetros y kilómetros.

Caminaron junto al agua.

– Usted es diferente -dijo Lauren.

– ¿De quién?

– De nadie en particular.

– Eso no es muy difícil.

– No sea idiota.

– ¿Hay algo en mí que la irrite?

– No, nada; siempre parece tan sereno, eso es todo.

– ¿Y es un defecto?

– No, pero resulta muy desconcertante, como si para usted nada fuera un problema.

– Me gusta buscar soluciones; es cosa de familia, mi madre era igual que yo.

– ¿Echa de menos a sus padres?

– A él apenas tuve tiempo de conocerlo. Mi madre tenía una forma especial de ver la vida… diferente, como usted dice.

Arthur se agachó para coger un poco de arena.

– Un día -dijo-, me encontré en el jardín una moneda de un dólar y me pareció que era increíblemente rico. Corrí hacia ella con mi tesoro oculto en la palma de la mano. Se lo enseñé, orgullosísimo de mi descubrimiento. Después de escuchar cómo le dictaba una lista de cosas que iba a comprar con semejante fortuna, ella me volvió a cerrar los dedos sobre la moneda, le dio la vuelta a mi mano con delicadeza y me pidió que la abriera.