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– ¿Y?

– El dólar se cayó al suelo. Mamá me dijo: «Esto es lo que pasa cuando morimos, incluso al hombre más rico de la tierra. El dinero y el poder no nos sobreviven. El hombre sólo recrea la eternidad de su existencia en los sentimientos que comparte». Y era cierto; ya han pasado muchos años desde que murió, tantos, que dejé de contar los meses sin perder un solo día. Aparece en ocasiones en el instante de la mirada con la que me enseñó a enfocar las cosas, en un paisaje, en un anciano que atraviesa la calle con su historia a cuestas. Surge en un reguero de lluvia, en un reflejo de luz, en el giro de una palabra durante una conversación; mi madre es mi inmortal.

Arthur dejó que se filtrasen los granos de arena entre sus dedos. Hay penas de amor que el tiempo nunca borra y que dejan en las sonrisas cicatrices imperfectas.

Lauren se aproximó a Arthur, lo cogió del brazo, lo ayudó a levantarse, y luego continuaron caminando por la playa.

– ¿Cómo se consigue esperar a alguien tanto tiempo?

– ¿Por qué vuelve a hablarme de eso?

– Porque me tiene intrigada.

– Vivimos el principio de una historia, y ella fue como una promesa que la vida no mantuvo; pero yo siempre mantengo mis promesas.

Lauren le soltó el brazo y Arthur la observó alejarse sola, hacia la orilla. Esperó unos instantes antes de ir a su lado; ella estaba jugando a rozar las olas con la punta del pie.

– ¿He dicho algo que no debía?

– No -murmuró Lauren-, al contrario. Creo que ya es hora de volver, de verdad que tengo mucho trabajo.

– ¿Y no puede esperar hasta mañana?

– Mañana o esta tarde, ¿qué cambia eso?

– Un deseo puede cambiarlo todo, ¿no le parece?

– ¿Y qué desea?

– Continuar paseando por esta playa en su compañía y acumular meteduras de pata.

– Podríamos cenar juntos esta noche -sugirió Lauren.

Arthur entornó los ojos como si estuviera dudando. Ella le dio una palmada en el hombro.

– Yo elijo el sitio -dijo él, riendo-, sólo para demostrarle que turismo y gastronomía no siempre hacen mala pareja.

– ¿Adonde vamos?

– Al Cliff House, ahí -dijo, señalando un acantilado a lo lejos.

– ¡He vivido siempre en esta ciudad y jamás he puesto los pies!

– He conocido a parisienses que nunca habían subido a la torre Eiffel.

– ¿Ha estado en Francia? -preguntó ella, con expresión maravillada.

– En París, y en Venecia, en Tánger…

Y Arthur se llevó a Lauren alrededor del mundo, mientras el mar, cada vez más alto, borraría sus pasos al terminar el día.

La sala, de madera oscura, estaba casi vacía. Lauren entró la primera. Un maitre con librea fue a recibirles. Ella pidió una mesa para dos. El le sugirió que esperase a su acompañante en el bar. Sorprendida, Lauren se volvió. Arthur había desaparecido. Retrocedió y lo buscó en la escalera. Lo encontró en el peldaño más alto, esperando, con una sonrisa en los labios.

– ¿Qué está haciendo ahí?

– La sala de abajo es siniestra, esto de aquí es mucho más alegre.

– ¿Usted cree?

– Este sitio es horrible, ¿verdad?

Lauren asintió con la cabeza, contrariada.

– Exactamente lo que yo decía. Vamonos a otra parte, pues.

– ¡Pero si la mesa está reservada! -exclamó, molesta.

– En ese caso, no diga nada. Esta mesa será la nuestra, intentaremos acordarnos siempre, será el lugar donde compartimos nuestra primera cena.

Arthur se llevó a Lauren al aparcamiento del establecimiento y le pidió que llamara a un taxi. Él no llevaba el teléfono encima. Lauren sacó el suyo y llamó a la compañía.

Un cuarto de hora después, un Pier 39 los dejó en el malecón, decididos a probar todos los lugares turísticos de la ciudad. Si no estaban demasiado cansados, hasta irían a tomar una copa a Chinatown. Arthur conocía un bar inmenso donde se vaciaban autocares de extranjeros hasta últimas horas de la noche.

Estaban caminando sobre las tablas cuando Lauren creyó reconocer a Paul a lo lejos, con los codos apoyados en la balaustrada, en plena conversación con una chica preciosa de piernas larguísimas.

– ¿No es ése su amigo? -preguntó.

– Sí, desde luego que es él -contestó Arthur, dando media vuelta.

Lauren lo alcanzó.

– ¿No quiere que vayamos a saludarlo?

– No, no me gustaría interrumpir la velada. Venga, vayamos mejor por ahí.

– ¿Es que teme que nos vean juntos?

– ¡Qué tontería! ¿Por qué piensa semejante cosa?

– Porque ha puesto cara de tener miedo.

– Le aseguro que no. Pero mi amigo se pondría terriblemente celoso si se enterase de que mi primera salida ha sido con usted. Sígame, la llevaré a Ghirardelli Square, la antigua chocolatería está repleta de japoneses a esta hora de la noche.

En el paseo, la fiesta estaba en su apogeo. Cada año, los pescadores de la ciudad festejaban allí el inicio de la temporada de la pesca del cangrejo.

El día había perdido sus últimos reflejos luminosos y la luna se elevaba en el cielo estrellado de la bahía. Sobre las hogueras, grandes calderos con agua de mar rebosaban de crustáceos que se repartían entre los paseantes. Lauren degustó con gran apetito seis tenazas gigantescas que un afable marinero había abierto para ella. Arthur la contemplaba disfrutar, encantado. Ella regó la cena improvisada con tres vasos llenos a rebosar de un cabernet sauvignon del valle de Nappa. Después de chuparse los dedos, se colgó del brazo de Arthur con aire culpable.

– Creo que acabo de fastidiar nuestra cena -dijo-: ¡una sola pastilla de chocolate y reviento!

– Me parece que está un poco piripi.

– Es posible. ¿Ha subido el mar o soy yo quien se balancea?

– ¡Las dos cosas! Venga, vamos a tomar un poco de aire.

Se apartaron de la multitud y se sentaron en un banco iluminado por una vieja farola solitaria.

Lauren apoyó una mano en la rodilla de Arthur y se llenó los pulmones con el aire fresco de la noche.

– Esta mañana no ha venido a verme sólo para darme las gracias, ¿verdad?

– He venido a verla porque, aunque no sé explicármelo, la echaba de menos.

– No diga estas cosas.

– ¿Por qué? ¿Tiene miedo?

– Mi padre también le decía unas frases muy bonitas a mi madre cuando quería seducirla.

– Pero usted no es ella.

– No, yo tengo un trabajo, una carrera, una meta que alcanzar, y nada puede desviarme. Soy libre.

– Lo sé, por ese motivo yo…

– Usted, ¿qué? -dijo ella, interrumpiéndolo.

– Nada, pero pienso que no es solamente el lugar al que uno va lo que da un sentido a la vida, sino también la manera de llegar allí.

– ¿Es lo que le decía su madre?

– No, es lo que pienso yo.

– Entonces, ¿por qué rompió con aquella mujer a la que tanto echa de menos? ¿Por algunas incompatibilidades?

– Digamos que pasamos muy cerca el uno del otro. Yo fui tan sólo un inquilino de esa felicidad y ella no pudo renovar mi contrato.

– ¿Cuál de los dos rompió?

– Ella me dejó y yo la dejé partir.

– ¿Por qué no luchó?

– Porque la lucha le habría hecho daño. Se trataba de una pregunta que había que plantearle a la inteligencia del corazón. Anteponer la felicidad del otro en detrimento de la propia es un hermoso motivo, ¿no?

– Pero usted aún no se ha curado.

– ¡No estaba enfermo!

– ¿Me parezco yo a esa mujer?

– Tiene unos meses más que ella.

Al otro lado de la calle, un comerciante cerraba su tenderete para turistas. Estaba sujetando con pinzas las postales.