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– Tendríamos que haber comprado una -dijo Arthur-, yo habría escrito algunas palabras y usted la habría echado.

– ¿Cree realmente que se puede amar a una misma persona durante toda la vida? -preguntó Lauren.

– Nunca me ha dado miedo lo cotidiano, la costumbre no es una fatalidad. Uno puede reinventar todos los días el lujo y la banalidad, lo desmesurado y lo común. Creo en la pasión que se va desarrollando, en la memoria del sentimiento. Lo lamento, todo esto es culpa de mi madre, que me atiborró de ideales amorosos. Esto pone el listón muy alto.

– ¿Para el otro?

– No, para uno mismo. Soy muy anticuado, ¿no?

– Lo antiguo tiene su encanto.

– He procurado preservar una parte de mi infancia.

Lauren levantó la cabeza y miró a Arthur a los ojos. Sus rostros se acercaron imperceptiblemente.

– Tengo ganas de besarte -dijo Arthur.

– ¿Por qué me lo pides en lugar de hacerlo? -contestó Lauren.

– Ya te he dicho que soy terriblemente anticuado.

La persiana de la tienda chirrió sobre los raíles metálicos.

Sonó una alarma. Arthur se enderezó, azorado, reteniendo la mano de Lauren en la suya, y se levantó de un salto.

– ¡Tengo que irme!

Los rasgos de Arthur habían cambiado y Lauren adivinó en su rostro las huellas de un dolor repentino.

– ¿Algo va mal?

La alarma de la tienda sonaba cada vez más fuerte, zumbaba en el interior de sus oídos.

– No puedo explicártelo, pero es necesario que me vaya.

– ¡No sé adonde vas, pero te acompaño! -dijo ella mientras se levantaba.

Arthur la cogió entre sus brazos, con los ojos fijos en ella fue incapaz de dilatar el abrazo.

– Escúchame, cada segundo cuenta. Todo lo que te he dicho es cierto. Si puedes, querría que me recordaras. Yo no te voy a olvidar. Otro instante contigo, aunque fuese muy breve, valdría la pena.

Arthur se alejó.

– ¿Por qué dices otro instante? -gritó Lauren, aterrorizada.

– Ahora el mar está lleno de maravillosos cangrejos.

– ¿Por qué dices otro instante, Arthur? -aulló Lauren.

– Cada minuto contigo fue como un momento robado. Nada me lo podrá quitar. Haz girar el mundo, Lauren, tu mundo.

Dio unos pasos más y echó a correr. Lauren gritó su nombre y Arthur se dio la vuelta.

– ¿Por qué has dicho otro instante contigo?

– ¡Sabía que existías! Te amo, pero es algo que no te concierne.

Y Arthur desapareció entre las sombras a la vuelta de una callejuela.

La persiana metálica finalizó lentamente su trayecto hasta el tope de la acera. El comerciante dio vuelta a la llave en el pequeño cajón pegado a la pared y la sirena infernal se calló. En el interior de la tienda, la central de la alarma continuaba emitiendo un bip a intervalos regulares.

Un monitor difundía un halo de luz verde en la penumbra de la habitación. El electroencefalógrafo emitía una serie de pitidos estridentes a intervalos regulares. Betty entró en la estancia, encendió la luz y se precipitó hacia la cama. Consultó el papel que salía de la pequeña impresora y descolgó el teléfono de inmediato.

– Reanimación en la 307, localícenme a Fernstein, esté donde esté, y díganle que venga lo antes posible. Avisen a la cabina de neuro y que suba un anestesista.

La niebla se extendía por los barrios bajos de la ciudad.

Lauren abandonó el banco y atravesó la calle, donde todo parecía en blanco y negro. Cuando entró en Green Street, la noche se estaba cargando de nubes. La lluvia fina fue reemplazada por una tormenta de verano. Lauren levantó la cabeza y miró el cielo. Se sentó en el murete de un cercado y permaneció allí largo rato, bajo el chaparrón, contemplando la casa victoriana que se erigía en lo alto de Pacific Heights.

Cuando cesó el aguacero, penetró en el vestíbulo, subió los peldaños de la escalera y entró en su apartamento.

Tenía el pelo empapado, dejó toda la ropa en el salón, se frotó la cabeza con un trapo que cogió de un colgador de la cocina y se arropó con una manta que le quitó al respaldo de un sillón.

En la cocina, abrió un armario y descorchó una botella de burdeos. Se sirvió un gran vaso, avanzó hasta la alcoba y contempló las torretas de Ghirardelli Square, allá abajo. A lo lejos, retumbó en la bahía la sirena antiniebla de un gran carguero que zarpaba hacia China. Lauren lanzó una mirada de soslayo al sofá que le abría los brazos. Lo ignoró y avanzó con paso decidido hacia la pequeña biblioteca. Cogió un libro, lo dejó caer a sus pies, comenzó con otro y, dominada por una cólera fría, dejó caer todos los manuales al suelo.

Cuando las estanterías estuvieron vacías, empujó la biblioteca y liberó la ventanita que se escondía detrás. Luego la emprendió con el sofá y, echando mano de toda su fuerza, lo hizo girar noventa grados. Titubeante, recuperó el vaso que había dejado en la repisa de la alcoba y se dejó caer en cima de los cojines. Arthur tenía razón: desde allí, la vista de los tejados de las casas era espléndida. Se bebió el vino casi de un trago.

En la calle todavía húmeda, una anciana que paseaba a su perro levantó la vista hacia una casita donde una sola ventana dispensaba aún un rayo de luz en la noche gris. La mano de Lauren, entorpecida por el sueño, se abrió lentamente y el vaso vacío rodó a los pies del sofá.

– Me lo llevo a la cabina -le gritó Betty al interno de anestesia.

– Déjeme que le suba primero la saturación.

– No tenemos tiempo.

– Diablos, Betty, yo soy el interno aquí.

– Doctor Stern, yo era enfermera cuando usted aún llevaba pañales. ¿Y si le subimos la saturación sanguínea al mismo tiempo que lo llevamos arriba?

Betty empujó la camilla hacia el pasillo y el doctor Philipp Stern la siguió arrastrando el carro de reanimación.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Todo era normal.

– ¡Si todo fuese normal estaría en su casa y consciente! Esta mañana estaba soñoliento y he preferido someterlo a observación encefálica, que es el trabajo de la enfermera, pero saber lo que ha pasado es tarea del médico.

Las ruedas de la camilla giraban a toda velocidad; las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse cuando Betty gritó.

– ¡Esperen, es una urgencia!

Un interno retuvo los batientes metálicos, Betty se metió en la cabina y el doctor Stern hizo girar el carro de reanimación para hacerse un hueco.

– ¿Qué clase de urgencia? -interrogó el médico, curioso.

Betty lo miró de arriba abajo y contestó: -De esa clase que uno necesita una cama -y pulsó el botón de la quinta planta.

Mientras la cabina se elevaba, quiso coger el teléfono móvil que llevaba en el fondo del bolsillo de la bata, pero entonces se abrieron las puertas en la planta del Servicio de Neurología. Empujó con todas sus fuerzas la camilla hacia la cabina situada en el otro extremo del pasillo. Granelli la esperaba en la entrada de la sala de preoperatorio. Se inclinó sobre el paciente.

– Nos conocemos, ¿verdad?

Y como Arthur no contestara, Granelli miró a Betty.

– Lo conozco, ¿no?

– Reducción de un hematoma subdural fulgurante el lunes pasado.

– Ah, en ese caso tenemos un problemilla. ¿Está avisado Fernstein?

– ¡Ya vuelve a estar aquí! – dijo el cirujano, entrando a su vez-. Supongo que no vamos a tener que operarle todas las semanas.

– ¡Opérele de una vez por todas! -gruñó Betty, abandonando el lugar.

Corrió al pasillo y bajó a toda prisa a la planta de Urgencias.

El timbre del teléfono arrancó a Lauren del sueño. Buscó el auricular a tientas.

– ¡Por fin! – dijo la voz de Betty-. Es la tercera vez que llamo, ¿dónde estabas?

– ¿Qué hora es?

– Fernstein me va a matar si se entera de que te he avisado.

Lauren se incorporó en el sofá y Betty le explicó que había tenido que subir a cirugía al paciente de la 307, al que ella había operado recientemente. El corazón de Lauren empezó a latir a mil por hora.