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– ¿Pero por qué le habéis dejado salir tan pronto? -preguntó, encolerizada.

– ¿De qué estás hablando? -interrogó Betty.

– ¡No tendríais que haberle autorizado a salir del hospital esta mañana, y sabes muy bien de qué estoy hablando, tú le has dado mi dirección!

– ¿Has bebido?

– Un poquito de nada, ¿por qué?

– ¿Qué me estás contando? No he dejado de ocuparme de tu paciente, ni siquiera se ha levantado de la cama. ¡Además, yo no le he dicho nada en absoluto!

– ¡Pero si he almorzado con él!

Hubo un momento de silencio y Betty carraspeó.

– ¡Lo sabía, no tendría que haberte avisado!

– Por supuesto que sí, ¿por qué dices eso?

– Porque, conociéndote como te conozco, te presentarás aquí en media hora y borracha perdida no vas a servir de nada.

Lauren miró la botella que había dejado sobre la encimera de la cocina; sólo faltaba el contenido de un vaso grande de vino, nada más.

– Betty el paciente del que me estás hablando, ¿es…?

– ¡Sí! ¡Y si me dices que has desayunado con él cuando se encuentra bajo observación desde esta mañana, te hospitalizo en cuanto llegues aquí, y no en su habitación!

Betty colgó. Lauren miró alrededor. El sofá no estaba en el mismo sitio y cuando vio los libros amontonados al pie de la biblioteca, creyó que alguien había entrado a robar en su apartamento. Se negó a abandonarse a la absurda sensación que la invadía. Había una explicación racional para lo que estaba viviendo, sólo había que encontrarla. Siempre había una. Al levantarse, pisó el vaso vacío y se hizo un profundo corte en el talón. Su sangre roja manchó la alfombra de coco.

– Sólo me faltaba esto.

Fue brincando sobre una sola pierna hasta el cuarto de baño, pero no salía agua del grifo. Metió el pie en la bañera, tendió el brazo hacia el botiquín, cogió el frasco de alcohol y lo vació sobre la herida. Sintió un dolor enorme, respiró hondo para ahuyentar el vértigo y retiró uno por uno los pedazos de vidrio que tenía incrustados en la carne. Curar a otros era una cosa, pero intervenir en el propio cuerpo era otra. Transcurrieron diez minutos sin que lograse contener la hemorragia. Miró el corte de nuevo; una simple compresión no bastaría para volver a cerrar los bordes: habría que suturar. Se levantó y desplazó todos los frascos de una estantería en busca de un paquete de gasas esterilizadas, pero no había. Se enrolló el tobillo con una toalla de baño, hizo un nudo que apretó lo mejor que pudo y salió a la pata coja en dirección al ropero.

– ¡Duerme como un angelito! -dijo Granelli.

Fernstein consultó las imágenes de la resonancia magnética.

– Temía que se tratase de esa pequeña anomalía que no operé, pero no es el caso; el cerebro ha supurado, le retiramos el drenaje demasiado pronto. Es una pequeña superpresión intracraneal, le aplico una nueva vía de extracción y todo debería volver a su sitio. Póngale una hora de anestesia.

– Con mucho gusto, estimado colega -replicó Granelli, de un humor excelente.

– Esperaba darle el alta el lunes, pero tendremos que prolongar su estancia al menos una semana y eso no me acaba de gustar -protestó Fernstein, practicando una incisión.

– ¿Y por qué? -preguntó Granelli, mientras comprobaba las constantes vitales en los monitores.

– Tengo mis motivos -dijo el viejo profesor.

Ponerse los vaqueros no fue una tarea sencilla. Con un jersey, un pie calzado y el otro desnudo, Lauren cerró la puerta del apartamento. De pronto, la escalera le pareció de lo más hostil. En el segundo piso, el dolor se hizo demasiado vivo como para mantenerse erguida. Se sentó en los escalones y se dejó caer como por la pendiente de una jornada caótica. Cojeó hasta el coche y accionó el mando a distancia del garaje. Bajo un cielo tormentoso, el viejo Triumph circuló en dirección al San Francisco Memorial Hospital. Cada vez que necesitaba cambiar de marcha, el dolor era tan punzante que casi le hacía perder la conciencia. Bajó la ventanilla en busca de un poco de aire fresco.

El Saab de Paul descendía por California Street a toda velocidad. Desde que salieron del restaurante, no había pronunciado ni una palabra. Onega apoyó la mano en su pierna y le acarició suavemente el muslo.

– No te preocupes, no puede ser tan grave.

Paul no contestó, giró en Market Street y subió hacia la calle Veinte. Estaban cenando en lo alto de la torre del Bank of America cuando sonó el móvil de Paul. Una enfermera le advirtió que el estado de salud de Arthur Ashby había empeorado; el paciente no se encontraba en condiciones de soportar la intervención a la que debían someterlo. Como Paul figuraba en su ficha de admisión, debía presentarse allí lo antes posible y firmar la autorización para la intervención quirúrgica. Dio su conformidad por teléfono y, después de abandonar precipitadamente el restaurante, corrió a través de la noche en compañía de Onega.

El Triumph aparcó bajo la marquesina de Urgencias. Un agente de seguridad se acercó a la puerta para indicar a la conductora que no podía estacionar en aquel sitio. Lauren apenas tuvo tiempo de responder que era interna del hospital y estaba herida. El agente pidió ayuda a través del walkie-talkie: Lauren acababa de desmayarse.

Granelli se inclinó sobre el monitor de control y Fernstein detectó de inmediato la inquietud que endurecía los rasgos del anestesista.

– ¿Algún problema? -interrogó el cirujano.

– Una ligera arritmia ventricular. Cuanto antes terminemos, mejor, desearía despertarle lo más pronto posible.

– Hago todo lo que puedo, estimado colega.

Detrás del cristal, Betty, que había conseguido que la sustituyeran unos minutos, no se perdía un detalle de lo que estaba ocurriendo en el quirófano. Consultó el reloj: Lauren no tardaría en llegar.

Paul entró en el vestíbulo de Urgencias y se presentó en recepción. La auxiliar le pidió que aguardara en la sala de espera. La enfermera jefe estaba en otra planta y no tardaría en volver. Onega le rodeó la cintura con un brazo y se lo llevó a una silla. Lo dejó solo unos instantes e insertó una moneda en la rendija de la máquina de bebidas calientes. Eligió un café corto sin azúcar y fue al lado de Paul con el vaso en la mano.

– Toma -le dijo con su hermosa voz grave-, no has tenido tiempo de tomártelo en el restaurante.

– Lamento lo de nuestra velada -dijo Paul con tristeza, levantando la cabeza.

– No tienes por qué lamentarlo, y además, ese pescado no estaba muy bueno.

– ¿De veras? -preguntó Paul, con aspecto preocupado.

– No. Pero al menos pasaremos la noche juntos. Bebe, que se te va a enfriar.

– ¡Ha tenido que pasar el único día en que no he podido venir a verlo!

Onega acarició con infinita ternura la cabellera revuelta de Paul, mientras él la miraba con el aire de niño abandonado en medio de un universo de adultos.

– No puedo perderlo, sólo le tengo a él.

Onega encajó el golpe sin decir nada; se sentó al lado de Paul y lo estrechó entre sus brazos.

– En nuestra tierra tenemos una canción que dice que mientras pensemos en una persona, esa persona no muere nunca. Así que piensa en él, no en tu dolor.

El doctor Stern entró en la cabina número 2, avanzó hasta la camilla y cogió la ficha de admisión del paciente.

– Su cara me suena -dijo.

– Trabajo aquí -contestó Lauren.

– Sí, pero yo acabo de llegar: el viernes pasado todavía era residente en Boston.

– Entonces no nos hemos visto nunca, yo llevo ocho días de baja forzada y jamás he puesto los pies en Boston.

– Hablando de pies, el suyo está en pésimo estado, ¿cómo se ha hecho esta herida?