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Podría hacerle una visita al día siguiente. Paul habría querido quedarse toda la noche a su lado, pero Betty lo tranquilizó de nuevo: no había ningún motivo para preocuparse. Ella tenía su número y lo llamaría si sucedía cualquier cosa.

– Pero ¿me promete que no le ocurrirá nada grave? -presunto Paul con voy, febril.

– Venga -dijo Onega, cogiéndolo del brazo-, vamonos a casa.

– Todo está bajo control -afirmó Betty-, vaya a descansar, está usted blanco como el papel. Una noche de sueño le sentará de maravilla. Yo me ocuparé de él.

Paul cogió la mano de la enfermera y la sacudió enérgicamente, deshaciéndose en agradecimientos y disculpas, mientras Onega casi tenía que empujarle a la fuerza hasta la salida.

– ¡Si lo llego a saber me quedo con el papel de mejor amigo! ¡Eres mucho más expresivo en este terreno! -dijo ella, mientras atravesaban el aparcamiento.

– Nunca he tenido ocasión de cuidarte estando enferma -contestó él con una espantosa mala fe al tiempo que le abría la puerta.

Paul se instaló detrás del volante y miró con perplejidad el coche que estaba aparcado al lado del suyo.

– ¿No arrancas? -preguntó Onega.

– Mira a ese tipo de la derecha: no tiene muy buen aspecto.

– ¡Estamos en el aparcamiento del hospital y tú no eres médico! Tu tonelito de San Bernardo ya está vacío por hoy, vámonos.

El Saab abandonó su plaza y dobló la esquina de la calle.

Lauren empujó la puerta y entró en la estancia. La habitación silenciosa estaba sumida en la penumbra. Arthur entreabrió los ojos, pareció sonreírle y se volvió a dormir al instante. Ella avanzó hasta el pie de la cama y lo miró, atenta. Algunas palabras de Santiago surgieron de su recuerdo: al abandonar la habitación de su hija, el hombre de pelo cano se había dado la vuelta una última vez para decir en españoclass="underline" «Si la vida fuese como un largo sueño, los sentimientos serían su orilla». Lauren avanzó en la penumbra, se inclinó sobre el oído de Arthur y murmuró: -Hoy he tenido un ensueño muy extraño. Y desde que me he despertado, sueño con volver a él, sin saber por qué ni cómo hacerlo. Me gustaría volver a verte, allá donde duermes.

Depositó un beso en su frente y la puerta de la habitación se cerró lentamente tras sus pasos.

Capítulo 16

El día despuntaba sobre la bahía de San Francisco. Fernstein se reunió con Norma en la cocina, se sentó a la barra, cogió la cafetera y llenó dos tazas.

– ¿Llegaste tarde ayer? -dijo Norma.

– Tenía trabajo.

– En cambio, dejaste el hospital antes que yo.

– Tenía que arreglar unos asuntos en la ciudad.

Norma se volvió hacia él con los ojos enrojecidos.

– Yo también tengo miedo, pero tú nunca ves mi temor, sólo piensas en el tuyo. ¿Crees que no me aterroriza la idea de sobrevivirte?

El viejo profesor abandonó su taburete y estrechó a Norma entre sus brazos.

– Lo lamento, nunca pensé que morir iba a ser tan difícil.

– Te has codeado con la muerte toda tu vida.

– Con la de otros, no con la mía.

Norma sostuvo el rostro de su amante entre las palmas de las manos y posó los labios sobre su mejilla.

– Sólo te pido que luches por conseguir una prórroga: dieciocho meses, un año… aún no estoy lista.

– A decir verdad, yo tampoco.

– Entonces, acepta ese tratamiento.

El viejo profesor se aproximó a la ventana. El sol se levantaba detrás de las colinas de Tiburón. Inspiró profundamente.

– En cuanto Lauren obtenga el título, presentaré mi dimisión. Nos iremos a Nueva York, ahí tengo a un viejo amigo que quiere encargarse de mí. Probaremos suerte.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Norma, con lágrimas en los ojos.

– ¡Te he hecho cabrear como nadie, pero nunca te he mentido!

– ¿Por qué no ahora mismo? Vayámonos mañana.

– Te he dicho que cuando Lauren obtenga la titulación. ¡Quiero dimitir de mis funciones, pero al menos no voy a dejarlo todo patas arriba! Y ahora, ¿me preparas esa tostada con mantequilla?

Paul dejó a Onega en su casa. Aparcó en doble fila, bajó y rodeó el coche a toda prisa. Se pegó a la puerta, impidiendo a su pasajera que la abriese. Onega lo miró sin comprender a qué estaba jugando. Él golpeó el vidrio y le hizo una señal para que bajase la ventanilla.

– Te dejo el coche, voy a coger un taxi para ir al hospital. En el llavero está la llave de mi casa. Quédatela, es tuya, yo tengo otra en el bolsillo.

Onega lo miró, intrigada.

– Bueno, admito que es una forma estúpida de decirte que me encantaría que viviésemos juntos -añadió Paul-. En fin, si fuese por mí, incluso todas las noches me parecería muy bien, pero ahora que ya tienes tu llave, eres tú quien decide, haz lo que quieras.

– Sí, la verdad es que tienes razón: es una forma estúpida -contestó ella con voz suave.

– Lo sé, esta última semana he perdido algunas neuronas. Pero la cuestión es que me gustas mucho, incluso cuando haces el tonto.

– Es una buena noticia.

– Vete, o te perderás su despertar.

Paul se asomó al interior.

– Ten cuidado, es muy delicado, sobre todo el embrague.

Besó a Onega con frenesí, corrió al cruce y cogió un taxi.

Le dio la dirección del San Francisco Memorial Hospital.

Cuando le contase a Arthur lo que acababa de hacer, seguro que le prestaría su viejo Ford.

Lauren se despertó al compás de los martillazos que retumbaban en su cabeza. Las punzadas en el pie la obligaron a quitarse el vendaje para comprobar cómo estaba la herida.

– ¡Mierda! -dijo, al comprobar que supuraba-. ¡Sólo me faltaba esto!

Se levantó y fue al cuarto de baño a la pata coja; abrió el botiquín, destapó una botella de antiséptico y roció el talón. El dolor fue tan violento, que soltó el frasco de alcohol y fue a parar al interior de la bañera. Lauren sabía muy bien que así no conseguiría nada. Había que limpiar la herida en profundidad y tomar antibióticos. Una infección de tal naturaleza podía tener consecuencias terribles. Se vistió y llamó a la compañía de taxis. No era aconsejable conducir en ese estado.

Diez minutos más tarde llegó al hospital. Un paciente que esperaba su turno desde hacía dos horas le sugirió con vehemencia que se pusiera a la cola como todo el mundo.

Ella le mostró su credencial y franqueó la puerta acristalada que daba a las cabinas de exploración.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Betty-. Si Fernstein te ve…

– Cúrame el pie, me duele horrores.

– Para que tú te quejes, tiene que ser algo serio. Siéntate en esa silla de ruedas.

– Tampoco exageremos, ¿qué cabina está libre?

– La tres. Y date prisa, llevo aquí veintiséis horas, ni siquiera sé cómo me aguanto de pie.

– ¿No has podido descansar un poco esta noche?

– He hecho una pausa de unos minutos al amanecer.

Betty la hizo sentar en la camilla y le deshizo el vendaje paira inspeccionar la herida.

– ¿Cómo te las has apañado para que se infecte tan de prisa?

La enfermera preparó una jeringuilla de lidocaína. En cuanto la anestesia local hubo liberado a Lauren del dolor separó los bordes de la cicatriz y limpió meticulosamente los tejidos infectados. A continuación, preparó un nuevo kit de sutura.

– ¿Quieres coserte tú misma o me lo dejas a mí?

– Mejor tú, pero hazme un drenaje primero, no quiero correr ningún riesgo.

– Te va a quedar una buena cicatriz, lo siento.

– No viene de más una más.

Mientras la enfermera trabajaba, Lauren desgarró la sábana con los dedos. Cuando Betty le dio la espalda, aprovechó para hacerle una pregunta que le ardía en los labios.