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Se inclinó para resistir mejor las náuseas que la acuciaban. Sentía un escozor en el rostro, una sensación de calor, aunque estaba temblando. Las arcadas no la dejaban respirar.

Los párpados le pesaban y los sonidos le llegaban amortiguados. Le temblaban las piernas, vaciló y el chofer y Paul se precipitaron hacia ella con apenas tiempo de sostenerla.

Cayó de rodillas sobre la hierba y se apretó la cabeza con las manos, justo antes de perder el conocimiento.

– ¡Hay que pedir ayuda! -exclamó Paul, presa del pánico.

– ¡Deje que me ocupe yo, tengo el diploma de socorrista, le haré el boca a boca! -contestó el chofer más sereno.

– Vamos a ser claros: ¡si acercas tus labios grasientos a esa chica, te doy de hostias!

– Yo lo decía por ayudar -replicó el chofer, con cara de enfado.

Paul se arrodilló junto a Lauren y le golpeó las mejillas suavemente.

– ¿Señorita? -susurró Paul con voz delicada.

– ¡Estupendo! ¡Así seguro que no se despierta! -refunfuñó el conductor.

– ¡Oye, tú vete a hacerle el boca a boca al hipopótamo de tu madre y olvídame!

Paul colocó las manos debajo del mentón y presionó con todas sus fuerzas sobre la articulación de las mandíbulas de Lauren.

– Pero ¿qué está haciendo? ¡Le va a dislocar la mandíbula!

– ¡Sé perfectamente lo que hago! – Chilló Paul-. ¡Soy cirujano interino!

Lauren abrió los ojos y Paul miró al chofer de arriba abajo con expresión más que satisfecha.

Los dos hombres la ayudaron a subir al coche de nuevo.

Había recuperado el color. Bajó la ventanilla y aspiró una gran bocanada de oxígeno.

– Lo siento mucho, ya me encuentro mejor.

– No debería haberle contado todo esto, ¿verdad? -prosiguió Paul con voz excitada.

– Si tiene otras cosas que contarme, y ya que hemos llegado hasta aquí… ¡adelante, ahora es el momento!

– Creo que eso es todo.

Cuando el taxi entraba en Green Street, Lauren interrogó a Paul sobre las motivaciones de su amigo. ¿Por qué había corrido tantos riegos?

– Es un secreto que no puedo traicionar. Ahora me estoy preguntando si Arthur me ahogará o me inmolará con fuego cuando sepa que he hablado con usted… ¡no querrá que compre también la urna para mis cenizas!

– Creo que lo hizo porque estaba pirrado por usted -afirmó el chofer, cada vez más apasionado por la conversación.

El vehículo se detuvo delante de la casa de Lauren y el conductor se volvió hacia sus clientes.

– Si quieren, paro el contador y podemos dar unas vueltas a la manzana. Así seguimos un poco, sólo en el caso de que tengan más cosas que contarse.

Lauren se inclinó por encima de Paul para abrirle la puerta. El la miró, sorprendido.

– Es usted quien vive aquí, no yo -le dijo.

– Lo sé -contestó ella-, pero el que se baja es usted, yo he cambiado de destino.

– ¿Adonde va? -quiso saber Paul, inquieto, mientras salía del taxi.

La puerta se volvió a cerrar y el taxi desapareció por Green Street.

– Y yo, ¿puedo saber adonde vamos, señorita? -preguntó el chofer.

– Al mismo sitio del que venimos -contestó Lauren.

La señora Morrison había escondido a Pablo en su bolso para atravesar el vestíbulo del hospital. El perrito se instaló en las rodillas de Arthur. En la pantalla del televisor que estaba colgado de la pared, Scarlett O'Hara descendía los peldaños de una gran escalinata y Pablo, encima de la cama, meneó el rabo. En cuanto Rhett Butler entró en la casa y se aproximó a la señorita Scarlett, el perrito se irguió sobre sus patas traseras y se puso a gruñir.

– Nunca lo había visto en este estado -comentó Arthur.

– Sí, a mí también me sorprende: el libro no le gustó nada -replicó Rose.

Scarlett miraba a Rhett, desafiante, cuando sonó el teléfono. Arthur descolgó sin apartar la vista de la película.

– ¿Te molesto? -preguntó Paul con voz temblorosa.

– Lo siento, no puedo hablar ahora, estoy con los médicos, ya te llamaré.

Y Arthur volvió a colgar, dejando a Paul, solo, en mitad de Green Street.

– ¡Mierda! -exclamó este último mientras bajaba caminando por Green Street con las manos en los bolsillos.

La película de los diez Óscars acababa de terminar. La señora Morrison hizo entrar a Pablo en el bolso y le prometió a Arthur que volvería a visitarle muy pronto.

– No se moleste, saldré dentro de unos días.

Al salir, Rose se cruzó por el pasillo con una interna que avanzaba en sentido inverso con paso apresurado. ¿Dónde la había visto antes?

Capítulo 17

– ¿Va todo bien? – preguntó Lauren a los pies de la cama-. No le molestará que me siente en esa silla, ¿verdad? -añadió, con voz algo quebrada.

– Claro que no -dijo Arthur, enderezándose.

– Y si me quedo quince días, ¿tampoco le molestará?

Arthur la miró, desconcertado.

– He llevado a su amigo Paul en mi taxi y hemos mantenido una pequeña conversación…

– Ah, ¿sí? ¿Y qué le ha dicho?

– ¡Casi todo!

Arthur bajó la mirada.

– Lo lamento.

– ¿El qué? ¿Salvarme la vida o hacer como si no hubiera pasado nada? Cuando lo curé por primera vez, usted me reconoció, ¿no es así? Porque espero que no robe a mujeres tan a menudo como para que mi rostro le resulte desconocido.

– Jamás la he olvidado.

Lauren se cruzó de brazos.

– Y ahora, tendrá que explicarme por qué hizo todo eso.

– ¡Para que no la desconectaran!

– Eso ya lo sé, lo que su camarada se ha negado a decirme es el resto.

– ¿Qué resto?

– ¿Por qué yo? ¿Por qué corrió tantos riesgos por una desconocida?

– Usted hizo lo mismo por mí, ¿no?

– ¡Pero usted era mi paciente, maldita sea! Yo ¿quién era para usted?

Arthur no contestó. Lauren se acercó a la ventana. En el jardín, un jardinero rastrillaba una vereda. La joven se dio la vuelta bruscamente; la expresión de su cara delataba su cólera.

– La confianza es lo más precioso que hay en este mundo, y también lo más frágil. Sin ella, nada es posible. Nadie confía en mí, y si usted tira también por ese camino, no tenemos gran cosa que decirnos. Lo que se construye sobre la mentira no puede durar.

– Lo sé perfectamente, pero tengo mis motivos.

– Me habría gustado respetar esos motivos, pero también me conciernen a mí, ¿no? Esto es el colmo: ¡es a mí a quien secuestró!

– ¡Usted también me secuestró a mí, estamos empatados!

Lauren lo fusiló con la mirada y se dirigió hacia la puerta. Antes de abandonar la habitación, se dio la vuelta y le dijo con voz resuelta: – ¡Usted me gusta, imbécil!

Dio un portazo y Arthur oyó cómo se alejaban sus pasos.

El teléfono sonó.

– Y ahora, ¿te molesto? -indagó la voz de Paul.

– ¿Tenías algo que decirme?

– Te vas a reír, pero creo que he metido la pata.

– Quítale «Te vas a reír»: ella acaba de irse.

Arthur podía oír la respiración de Paul, que estaba buscando las palabras adecuadas.

– ¿Me odias?

– ¿Te ha llamado Onega? -preguntó Arthur por toda respuesta.

– Ceno con ella esta noche -murmuró Paul tímidamente.

– Entonces, te dejo para que te prepares y tú me dejas reflexionar.

– Quedamos así.

Y los dos amigos colgaron el teléfono.

– ¿Ha ido todo bien? -le preguntó a Lauren el conductor del taxi.

– Todavía no lo sé.

– Durante su ausencia, he llamado a mi mujer y le he advertido que llegaría tarde, estoy a su entera disposición. Así que, ¿adonde vamos ahora?