Robert estaba tumbado sobre la cama y se estiró para coger los vaqueros.
– ¿Qué buscas? -quiso saber Lauren, secándose el cabello con una toalla.
– ¡Mi paquete!
– No tendrás intención de fumar aquí…
– ¡De chicles! -dijo Robert, mostrando con orgullo la cajita que extrajo del bolsillo del pantalón.
– Haz el favor de meterlos en un papelito antes de tirarlos, es realmente asqueroso para los demás.
Se puso unos pantalones y una camisa azul con las siglas del San Francisco Memorial Hospital.
– No deja de ser curioso -replicó Robert, con las manos detrás de la cabeza-. Te pasas el día viendo cosas horribles en tu hospital y resulta que te dan asco mis chicles.
Lauren se puso la bata y se ajustó el cuello delante del espejo. La idea de reencontrarse con su trabajo y con el ambiente de Urgencias le devolvió el buen humor.
Cogió las llaves de la cómoda y salió del dormitorio; se detuvo en medio del salón y volvió sobre sus pasos. Miró a Robert, tumbado, desnudo, encima de su cama.
– No pongas esa cara de cordero degollado; en el fondo, sólo necesitas llevar a una mujer colgada del brazo para el estreno de esta noche. En realidad, sólo piensas en ti… ¡y yo tengo guardia!
Cerró la puerta de su casa y bajó al aparcamiento. Unos minutos más tarde, salió a la noche tibia al volante del Triumph. Las farolas se encendieron de una en una en Green Sreet, como si quisieran saludarla a su paso. La idea le provocó una sonrisa.
El maître los había instalado ante el ventanal. Onega se reía del relato de Paul. La adolescencia compartida con Arthur en el internado, los años de facultad, los primeros tiempos del estudio de arquitectura que habían fundado juntos… Esa historia le permitiría entretener a sus invitadas hasta el final de la cena. Arthur, silencioso, tenía la mirada perdida en el océano. Cuando el camarero les sirvió las langostas, Paul le propinó una patada por debajo de la mesa.
– Pareces estar en otra parte -susurró Mathilde, su vecina, para no interrumpir a Paul.
– Puedes hablar más alto: ¡no nos oirá! Lo lamento, es cierto, estaba un poco ausente, pero es que acabo de hacer un largo viaje y esa historia ya me la sé de memoria: ¡yo también estaba!
Capítulo 3
El viejo Ford remontaba la costa bajo una luna rojiza que iluminaba toda la bahía de Monterrey. Paul no había pronunciado palabra desde que acompañaron a las dos muchachas a su hotelito. Arthur apagó la radio y se detuvo en el área de estacionamiento que había junto al acantilado. Apagó el motor y apoyó la barbilla en las manos, aferradas al volante de baquelita. La sombra de la casa se recortaba más abajo. Bajó la ventanilla para que entrara el perfume de la menta silvestre que tapizaba las colinas.
– ¿Por qué pones esa cara? -preguntó Arthur.
– ¿Me tomas por un imbécil?
Paul dio un golpe en el tablero.
– ¿Y este coche? ¿También piensas deshacerte de él? ¿Vas a liberarte de todos tus recuerdos?
– ¿De qué estás hablando?
– Ahora comprendo tu artimaña: «pasemos primero por el cementerio, luego por la playa y vayamos a comer unas langostas…». ¿Creías que de noche no vería el letrero de «Se vende» en la valla? ¿Cuándo tomaste esta decisión?
– Hace varias semanas, pero aún no he recibido ninguna oferta seria.
– Yo te dije que girases página sobre una mujer, no que quemaras la biblioteca de tu pasado. Si te separas de la casa de Lili, te arrepentirás. Un día volverás a pasear junto a esa valla, llamarás al timbre, unos desconocidos te invitarán a visitar tu propia casa y, cuando te acompañen de regreso a la puerta de lo que fue tu infancia, te sentirás solo, muy solo.
Arthur puso el Ford en marcha y el motor ronroneó de inmediato. El portal verde de la propiedad estaba abierto y la ranchera se detuvo debajo de los juncos que sustituían el tejado del aparcamiento.
– ¡Eres más tozudo que una mula! -refunfuñó Paul mientras salía del coche.
– ¿Has frecuentado a muchas?
En el cielo no había nubes. A la luz de la luna, Arthur adivinó el paisaje que lo rodeaba. Subieron por la escalera de piedra que bordeaba el camino. A mitad de trayecto, Arthur adivinó, a su derecha, los restos de la rosaleda. El jardín estaba abandonado, pero una multitud de perfumes entremezclados despertaba a cada paso una cascada de recuerdos olfativos.
La casa adormecida estaba tal y como la había dejado la última mañana que la compartió con Lauren. La fachada con los postigos cerrados había envejecido un poco más, pero las tejas estaban intactas.
Paul avanzó hasta la escalera, subió los peldaños y llamó a Arthur desde el porche.
– ¿Tienes las llaves?
– Están en la agencia. Espérame ahí, tengo una copia dentro.
– ¿Y piensas atravesar las paredes para ir a buscarla?
Arthur no contestó. Se dirigió a la ventana de la esquina y retiró sin vacilar un pequeño calce encajado debajo del postigo, que giró sobre sus goznes. Luego levantó el armazón de bayoneta de la ventana, lo desencajó ligeramente y lo deslizó sobre sus rieles. Ya nada le impedía entrar en la casa.
El pequeño despacho estaba sumido en la oscuridad. Arthur no necesitaba ninguna luz para orientarse. Su memoria de niño permanecía intacta y conocía cada rincón. Evitando mirar la cama, se acercó al armario, abrió la puerta y se arrodilló. Le bastó con extender el brazo para sentir bajo la mano el cuero de la maletita negra que seguía encerrando los secretos de Lili. Descorrió los dos cierres y levantó lentamente la tapa. La esencia de los dos perfumes que Lili mezclaba en un gran frasco de cristal amarillo con tapón de plata envejecida aún escapaba del interior. Pero no era sólo el recuerdo de su madre lo que le embargaba el corazón.
Arthur cogió la llave que se encontraba donde la dejó el día que cerró la casa por última vez. Fue justo después de la partida del inspector de policía que había devuelto a Lauren a la habitación de hospital del que Arthur y Paul la habían secuestrado para salvarla de una muerte segura.
Arthur salió del despacho. Una vez en el pasillo, encendió la luz. El parqué crujió bajo sus pasos, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar al revés. Paul entró en la casa.
– ¿Te das cuenta? ¡Mágnum y MacGyver bajo el mismo lecho!
En cuanto entraron en la cocina, Arthur abrió la llave del gas, debajo del lavaplatos, y fue a sentarse a la gran mesa de madera. Inclinado sobre los fogones, Paul vigilaba la cafetera italiana que se estremecía encima del quemador. El aroma suave se dispersó por la estancia. Paul cogió dos tazas del estante de madera oscura y fue a sentarse frente a su amigo.
– Quédate con estas paredes y sácate a esa mujer de la cabeza; ya ha causado suficiente daño.
– ¡No vuelvas con eso!
– No soy yo quien pone cara de funeral mientras cena con dos criaturas de ensueño -replicó Paul, sirviéndose el líquido ardiente.
– ¡Tus ensueños, no los míos!
Paul se sublevó.
– Ya es hora de que vuelvas a ordenar tu vida. Tienes un apartamento nuevo, un trabajo que te apasiona, un socio genial y las chicas que me ligo me miran cruzando los dedos para que seas tú quien las vuelva a llamar.
– ¿Te refieres a ésa que te devoraba con los ojos?
– ¡No estoy hablando de Onega, sino de la otra! ¡Ya es hora de que te diviertas!
– Pero si me divierto, Paul; tal vez no igual que tú, pero me divierto. Lauren ya no forma parte de mi vida, pero forma parte de mí. Y además, ya te lo he dicho: eso no me impide vivir, hoy era nuestra primera noche juntos desde mi regreso y no hemos cenado solos, que yo sepa.