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Paul hacía girar la cucharilla en su taza sin descanso.

– Tú no tomas azúcar con el café… -resopló Arthur, poniendo la mano sobre la de su amigo.

En mitad de una noche clara, en la intimidad de la cocina de una vieja casa a orillas del océano, los dos amigos se miraron en silencio.

– Cuando pienso en la historia tan absurda que vivimos, me entran ganas de darte unos guantazos para que despiertes de una vez por todas -dijo Paul-. Y si se te ocurriera la locura de verla otra vez, ¿qué le dirías? Cuando me contaste lo que estabas experimentando, hice que te practicaran un escáner… ¡soy tu mejor amigo! Ella es médica, y si le hubieras dicho la verdad, ¿cómo crees que te habría puesto la camisa de fuerza: con o sin la máscara de Hannibal Lecter? Hiciste lo que debías, y te admiro por eso. Tuviste la valentía de protegerla hasta el final.

– Creo que será mejor que vaya a acostarme, estoy cansado -dijo Arthur, al tiempo que se levantaba.

Estaba ya en el pasillo cuando Paul lo llamó y Arthur asomó la cabeza por la puerta.

– Soy tu amigo, ¿lo sabes? -dijo Paul.

Arthur salió por la puerta de atrás y rodeó la casa. Acarició el armazón oxidado del balancín y miró alrededor. Los listones del suelo del porche estaban separados; los de la fachada, descamados por el ardor del verano y las neblinas saladas del invierno; y el jardín, abandonado, tenía un aspecto triste. El viento que acababa de levantarse le provocó un escalofrío. Sacó de la chaqueta el sobre de la carta que había empezado en París, sentado en aquel banco de la plaza de Fürstenberg, escribió la última página y se la guardó en el bolsillo.

Las brumas del Pacífico extendían su velo nocturno hasta la ciudad. En la barra desierta del Parisian Coffee, frente a la entrada de Urgencias del hospital, Lauren estaba leyendo el menú del día.

– ¿Se puede saber qué está haciendo aquí sola a estas horas de la noche? -preguntó el dueño del bar mientras le servía una soda.

– ¿Una pausa, por ejemplo?

– ¡Ha sido una noche cargadita, a juzgar por el desfile de ambulancias! – replicó él, mientras secaba unos vasos-. Está bien lo de salvar el mundo, pero ¿ha pensado ya en tener una vida propia?

Lauren se inclinó hacia él como para hacerle una confidencia.

– Dígame una cosa: ¿soy el objeto de todas las conversaciones o es que Fernstein ha venido a cenar aquí esta noche?

– Está sentado ahí -confesó, señalando hacia un extremo de la sala.

Lauren abandonó el taburete y fue a reunirse con el profesor en el compartimento que ocupaba.

– Si continúa poniendo esa cara, me vuelvo a la barra y ceno sola -dijo Lauren, al tiempo que dejaba el vaso encima de la mesa.

– Siéntese y deje de decir tonterías.

– Su reprimenda de ayer delante de mi paciente no era necesaria. A veces me trata como si yo fuese su hija pequeña.

– Es más que eso, es mi creación. Después del accidente la volví a coser toda…

– Gracias por haberme quitado los tornillos a ambos lados del cráneo, profesor.

– Me salió mejor que a Frankenstein, excepto por el carácter, tal vez. ¿Quiere compartir este plato de crepes y mucho sirope de arce con un viejo matasanos?

– Si es en este orden, sí.

– ¿A cuántos pacientes hemos tratado esta noche? -preguntó Fernstein, empujando su plato hacia ella.

– Un centenar -contestó ella, sirviéndose una ración generosa de tortas-. Y usted, ¿qué está haciendo aún aquí? No creo que necesite acumular guardias para llegar a fin de mes.

– Bonita puntuación para un sábado -concedió Fernstein con la boca llena.

Detrás de la vitrina de un café intemporal, un viejo profesor de medicina y su alumna cenaban, cómplices, saboreando los dos el instante de calma que les ofrecía el final de la noche.

En la acera de enfrente, el servicio de Urgencias aún ignoraría su ausencia durante unas horas. Se apagó la luz de una farola que parpadeaba en la calle desierta. Acababa de levantarse una mañana de cielo pálido.

Arthur se había quedado dormido en el balancín hasta que el día naciente envolvió el lugar con su dulzura. Abrió los ojos y contempló la casa, que parecía dormir plácidamente. Más abajo, el océano lamía la arena, rematando el trabajo de la noche. La playa había recuperado su traje liso e inmaculado. Se levantó e inspiró profundamente el aroma fresco de la mañana. Se precipitó al interior, atravesó el vestíbulo y subió la escalera a toda prisa. En el piso de arriba, Arthur tamborileó en la puerta y entró jadeando en el dormitorio de Paul.

– ¿Duermes?

Paul se sobresaltó y se irguió de un salto. Buscó alrededor y divisó a Arthur en la puerta entreabierta.

– ¡Vuelve a acostarte ahora mismo! Olvídate de que existo hasta que la aguja pequeña de este despertador señale una cifra decente, pongamos las once. Entonces, y sólo entonces, me vuelves a hacer esa estúpida pregunta.

Paul se dio la vuelta y su cabeza desapareció bajo la gran almohada. Su amigo abandonó la habitación pero, una vez en el pasillo, se lo pensó mejor y volvió sobre sus pasos.

– ¿Quieres que vaya a comprar el pan para el desayuno?

– ¡Fuera! -aulló Paul.

Lauren accionó el mando a distancia del garaje y apagó el motor en cuanto hubo aparcado el coche. Kali detestaba el Triumph y ladraba en cuanto oía las explosiones del motor. Entró en el edificio por el corredor interior, subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera principal y abrió la puerta de su apartamento.

Las cifras del reloj que había encima de la chimenea marcaban las seis y media de la mañana. Kali abandonó el sofá para ir a darle la bienvenida a su dueña y Lauren la estrechó entre sus brazos. Después de los mimos, la perra volvió a la alfombra de coco en mitad del salón y Lauren fue a la cocina para prepararse una infusión. Una nota de su madre sujeta a la puerta del frigorífico con una rana imantada le informaba de que Kali había cenado y salido a pasear. Se puso una chaqueta de pijama demasiado grande para ella y se acurrucó debajo de la colcha. Se durmió de inmediato.

Capítulo 4

Paul bajó la escalera con su equipaje en la mano. Cogió el de Arthur, que estaba en el pasillo, y le comunicó que lo esperaría fuera. Fue a instalarse en el asiento delantero del Ford, miró alrededor y se puso a silbar. Luego, saltó discretamente por encima del cambio de marchas y se escabulló detrás del volante.

Arthur cerró la puerta de entrada desde el interior. Entró en el despacho de Lili, abrió el armario y miró la maleta de cuero negro que seguía en el estante. Acarició los cierres de cobre con la yema de los dedos y guardó el sobre que tenía en el bolsillo delantero antes de devolver la llave a su lugar.

Salió por la ventana. Cuando encajó el calce que atascaba la persiana, oyó las imprecaciones de su madre cada vez que se marchaban los dos de compras a la ciudad, porque Antoine seguía sin reparar el condenado postigo. Y vio a Lili de nuevo en el jardín, encogiéndose de hombros y diciendo que, después de todo, las casas también tenían derecho a las arrugas. Ese trocito de madera en la piedra atestiguaba un tiempo que nunca desaparecería del todo.

– ¡Córrete! -le dijo a Paul al abrir la puerta.

Entró en el coche y frunció la nariz.

– Qué olor tan extraño, ¿no?

Arthur arrancó. Un poco más adelante, Paul bajó la ventanilla, sacó la mano que sostenía con la punta de los dedos una bolsa de plástico con la marca de una carnicería y la arrojó a una papelera situada a la salida. Faltaba bastante para la hora de comer, así se ahorrarían los atascos del regreso del fin de semana. Pronto, por la tarde, estarían en San Francisco.