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—Exactamente. Además, que seamos del mismo planeta no significa necesariamente que debamos tener más cosas en común con ellos que con los alienígenas. En realidad, tenemos muy poco en común con los delfines, que ni siquiera tienen manos, aunque los alienígenas deben de tenerlas.

—Vaya, profesora Halifax. ¿Cómo sabe eso?

—Porque han construido transmisores de radio. Han demostrado que son una especie tecnológica. De hecho, casi con certeza viven en tierra firme, lo cual significa de nuevo que tenemos más en común con ellos que con los delfines. Hay que ser capaz de domeñar el fuego para dedicarse a la metalurgia y a todo lo necesario para construir una radio. Además, naturalmente, el uso de la radio implica saber matemáticas, así que obviamente también tienen eso en común con nosotros.

—No todos nosotros somos buenos en matemáticas —dijo amistosamente la presentadora—. Pero ¿lo que está usted diciendo es que, necesariamente, quien envió el mensaje tiene mucho en común con el tipo de persona que intentaba que lo recibiera?

Sarah guardó silencio unos segundos mientras reflexionaba.

—Bueno, pues… sí. Sí, supongo que así es.

La doctora Petra Jones era una mujer negra, alta e impecablemente vestida de unos treinta años. Aunque con los empleados de Rejuvenex… a Don le pareció que nunca se podía estar seguro de la edad. Era sorprendentemente hermosa, de pómulos altos y ojos vivaces, y llevaba rastas, un estilo que había estado de moda y desfasado varias veces ya. Había ido a hacerles la revisión semanal, como parte de su circuito de visitas a clientes de Rejuvenex en diversas ciudades.

Petra se sentó en el salón de la casa de Betty Ann Drive y cruzó sus largas piernas. Frente a ella había una ventana, una de las dos situadas a cada lado de la chimenea. Fuera, la nieve se había fundido; llegaba la primavera. Miró a Sarah, luego a Don y luego otra vez a Sarah. Finalmente dijo:

—Algo ha salido mal.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Don de inmediato.

Pero Sarah simplemente asintió y su voz sonó llena de tristeza.

—No estoy volviendo atrás, ¿verdad?

Él sintió que el corazón le daba un vuelco.

Petra negó con la cabeza y las perlas entretejidas en sus rastas tintinearon levemente.

—Lo siento muchísimo —dijo, en voz muy baja.

—Lo sabía —dijo Sarah—. Yo… en el fondo, lo sabía.

—¿Por qué no? —exigió Don—. ¿Por qué demonios no?

Petra se encogió levemente de hombros.

—Esa es la gran pregunta. Tenemos un equipo trabajando en ello ahora mismo y…

—¿No se puede arreglar? —preguntó él. «Por favor, Dios, di que se puede arreglar.»

—No lo sabemos —respondió Petra—. Nunca nos habíamos encontrado con un caso como éste.

Hizo una pausa, al parecer para recomponer las ideas.

—Conseguimos alargar sus telómeros, Sarah, pero por algún motivo las nuevas secuencias finales son ignoradas cuando sus cromosomas se reproducen. En vez de transcribir su ADN hasta el final, la enzima duplicadora se detiene en seco donde solían estar los brazos de sus cromosomas. —Hizo una pausa—. Algunos de los otros cambios bioquímicos que introdujimos están siendo rechazados también y, una vez más, no sabemos por qué.

Don se había puesto en pie.

—Esto son chorradas —dijo—. Nos dijeron que sabían lo que estaban haciendo.

Petra se acobardó, pero luego recuperó el aplomo. Tenía un leve acento; de Georgia, tal vez.

—Mire —dijo—. Soy médico, no relaciones públicas. Sabemos más sobre senectud y muerte celular programada que nadie. Pero hemos realizado menos de doscientos tratamientos de rejuvenecimiento multidécada en seres humanos. —Abrió un poco los brazos—. Esto sigue siendo territorio inexplorado.

Sarah se estaba mirando las manos hinchadas, manchadas, de piel transparente, dobladas en su regazo.

—Voy a seguir siendo vieja.

Era una afirmación, no una pregunta.

Petra cerró los ojos.

—Lo siento muchísimo, Sarah. —Luego animó un poco la voz, aunque a Don le pareció que fingía—. Pero parte de lo que hicimos ha sido beneficioso y nada parece haber sido perjudicial. ¿No me dijo la última vez que estuve aquí que su incomodidad física diaria había desaparecido parcialmente?

Sararí miró a Don y entornó los ojos, como si tratara de ver a alguien que estuviera muy, muy lejos. El se le acercó y se quedó de pie a su lado, colocando una mano sobre su huesudo hombro.

—Deben tener alguna idea acerca de cuál ha sido la causa de todo esto —le dijo Don bruscamente a Petra.

—Como decía, estamos trabajando en ello, pero…

—¿Qué?

—Bueno, es que usted tuvo cáncer de mama, señora Halifax…

Sarah entornó los ojos.

—Sí. ¿Y? Fue hace mucho tiempo.

—Cuando revisamos su historial médico, antes de comenzar nuestra aplicación, nos contó usted lo de su tratamiento. Un poco de quimioterapia. Radiación. Medicamentos. Una mastectomía.

—Sí.

—Bueno, uno de nuestros expertos opina que puede tener que ver con eso, aunque no con el tratamiento que dio resultado y que usted nos contó. Lo que quiere saber es si probaron ustedes algún tratamiento sin éxito.

—Santo cielo —dijo Sarah—. No recuerdo todos los detalles. Fue hace más de cuarenta años y he intentado olvidarlo.

—Naturalmente —dijo Petra con amabilidad—. Tal vez deberíamos hablar con los médicos que la atendieron.

—Nuestro médico de familia de entonces hace mucho tiempo que murió —dijo Don—. Y la oncóloga que trató a Sarah tenía sesenta años. Habrá muerto también.

Petra asintió.

—Y no creo que sus antiguos médicos pasaran los historiales a los nuevos.

—Cristo, ¿cómo vamos a saberlo? —dijo Don—. Cuando cambiamos de médico rellenamos los historiales y estoy seguro de que autorizamos la transferencia de nuestros datos, pero…

Petra volvió a asentir.

—Pero eso fue en la época en que los historiales médicos estaban en papel, ¿no? Quién sabe qué habrá sido de ellos después de todos estos años. A pesar de todo, nuestro investigador descubrió que aproximadamente por esa época (a principios de siglo, ¿verdad?), se aplicaron algunos tratamientos contra el cáncer con interferonas aquí, en Canadá, que no estaban aprobados por la FDA estadounidense; por eso no sabemos mucho sobre ellos. Hace tiempo que desaparecieron del mercado; aparecieron medicamentos mejores en dos mil diez. Pero estamos intentando encontrar un suministro en alguna parte, para realizar algunas pruebas. El opina que ese tratamiento podría ser la causa del fallo del nuestro, posiblemente porque eliminó de manera permanente algunos virus comensales cruciales.

—Jesús, tendrían que haberlo estudiado con más atención —dijo Don—. Podríamos demandarlos.

Petra se envaró y lo miró, retadora.

—¿Demandarnos por qué? ¿Por un tratamiento médico por el que no han pagado y que no tiene ningún efecto adverso?

—Don, por favor —dijo Sarah—. No quiero demandar a nadie. No-Guardó silencio, pero él supo lo que había estado a punto de decir: «No quiero desperdiciar el poco tiempo que me queda en un pleito.» Don le acarició el hombro.

—Muy bien —dijo—. Muy bien. Pero ¿no podemos intentarlo otra vez? Tal vez con otra ronda de tratamientos. Otro intento de vuelta atrás.

—Lo hemos intentado con muestras de tejido de su esposa—dijo Petra—. Pero no funciona.

El sintió que la bilis le subía por la garganta. Malditos… malditos fueran todos: Cody McGavin, por meter en sus vidas aquella idea demencial; la gente de Rejuvenex; los malditos alienígenas de Sigma Draconis II. Todos podían irse al infierno.