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El mensaje también contenía muchas cosas sobre el ADN… y, sí, no había duda de que se trataba de eso porque daba su fórmula química específica. Al parecer, también era la molécula hereditaria en Sigma Draconis II… lo que inmediatamente reavivó el antiguo debate sobre la panspermia, la idea de que la vida en la Tierra había empezado cuando microorganismos del espacio exterior habían aterrizado por casualidad en su superficie. Alguien dijo que los dracos podían ser nuestros primos lejanos.

El mensaje también contenía una disertación sobre los cromosomas, aunque hizo falta que un biólogo (de Beijing, por cierto) se diera cuenta de que estaba hablando de eso, ya que los cromosomas se representaban como anillos en vez de como largas cadenas. Al parecer, según había aprendido Sarah, los cromosomas de las bacterias son circulares, y ellas en esencia inmortales, puesto que pueden dividirse eternamente. La innovación de romper el círculo para crear cromosomas parecidos a cordones de zapatos había llevado al desarrollo, al menos en la Tierra, de los telómeros, los extremos protectores que disminuían cada vez que una célula se dividía, llevando a una muerte celular programada. Nadie sabía con seguridad si los emisores del mensaje tenían los cromosomas anulares o si, simplemente, estaban describiendo lo que pensaban que era el cromosoma ancestral o el más común. En la Tierra, en términos de biomasa y número de organismos individuales, los anillos cromosómicos superaban a los de cordón de zapato.

Cuando esa parte del rompecabezas quedó resuelta, un puñado de personas expuso simultáneamente la teoría de que el siguiente conjunto de símbolos esbozaba las diversas etapas de la vida: gametos, concepción, desarrollo intrauterino, nacimiento, desarrollo posterior al nacimiento, madurez sexual, el final de la capacidad reproductora, la vejez y la muerte.

Montones de cosas fascinantes, cierto, pero no parecían ser otra cosa que el prólogo, sólo una lección de lengua para establecer un vocabulario. Ninguno de los primeros fragmentos, a excepción de la frase aquella de que «bien era mucho mayor que mal», parecía decir nada que tuviera sustancia.

Pero quedaba mucho sin descifrar: el MDM, el meollo del mensaje, un galimatías de símbolos y conceptos ya establecidos, cada uno marcado con varios símbolos. Nadie podía encontrarle sentido.

El logro se produjo un domingo por la tarde. En casa de los Halifax la noche de los domingos era la noche del Scrabble. Don y Sarah se sentaban en extremos opuestos de la mesa del comedor, con el bonito tablero que ella le había regalado hacía muchas Navidades entre ambos.

A ella no le gustaba el juego tanto como a Don, pero jugaba para hacerlo feliz. El, por su parte, no sentía tanta pasión por el bridge como Sarah… o, para ser exactos, como Julie y Howie, que vivían en la misma calle, pero se unía diligentemente a Sarah para echar una partida con ellos una vez por semana.

Estaban terminando la partida de Scrabble; quedaban menos de una docena de piezas para repartir. Don, como siempre, iba ganando. Ya había conseguido un bingo (en el Scrabble eso significa deshacerse de las siete letras que tienes en una sola tirada)), usando una de esas palabras retorcidas que sólo parecen existir para el juego y que Sarah, a sus cuarenta y ocho años, jamás había oído utilizar a nadie. Don era experto en lo que ella llamaba scrabblecháchara: había memorizado listas interminables de palabras raras sin molestarse en aprender su significado. Hacía tiempo que Sarah había dejado de pedirle explicaciones fuera cual fuese la cadena de letras que él empleara. Siempre aparecía en el Diccionario oficial de jugadores de Scrabble, aunque no estuviera en su veraz Oxford canadiense. Ya era bastante malo que usara palabras como «kazako», como acababa de hacer, que contenía dos kas y una zeta, pero que encima hiciera un triple…

Y de repente Sarah se puso en pie.

—¿Qué? —dijo Don, indignado—. ¡Es una palabra!

—¡No se trata sólo del símbolo sino de dónde aparece!

Salió corriendo del comedor y atravesó la cocina hacia la salita.

—¿Qué? —dijo él, levantándose para seguirla.

—¡En el mensaje! ¡La parte que no tiene sentido! —Hablaba sin detenerse—. El resto del mensaje define un… un espacio-idea, y los números son coordenadas que indican dónde van los símbolos. Son conceptos que se relacionan entre sí en una especie de disposición tridimensional…

Bajó corriendo las escaleras hasta el sótano, donde entonces tenían el ordenador familiar. El la siguió. Carl, que por aquella época tenía dieciséis años, estaba sentado delante del grueso monitor CRT, con los auriculares puestos, jugando a uno de aquellos malditos juegos en primera persona que Don tanto desaprobaba. Emily, de diez años, estaba viendo Mujeres desesperadas en la tele.

—Carl, necesito el ordenador…

—Un momentito, mamá. He llegado al nivel diez…

¡Ahora!

Era tan raro que Sarah gritara que su hijo se levantó y le cedió la silla giratoria.

—¿Cómo se sale de esta maldita cosa? —estalló Sarah, sentándose.

Carl pasó la mano por encima del hombro de su madre e hizo algo con el ratón. Don, mientras, bajó el volumen de la tele, lo que le valió un petulante «¡eh!» de Emily.

—Es una parrilla X-Y-Z —dijo Sarah. Abrió Firefox y accedió a uno de los incontables sitios que tenían colgado el mensaje draco—. Estoy segura. Están definiendo la colocación de los términos.

—¿En un mapa? —dijo Don.

—¿Qué? No, no, no. En un mapa no… ¡en el espacio! Es como un lenguaje descrito en una página en 3-D. Ya sabes, como el Postscript, pero para documentos que no tienen sólo altura y anchura, sino también profundidad. —Tecleó rápidamente—. Si puedo encontrar los parámetros del volumen definido y…

Siguió tecleando. Don y Carl permanecieron a su lado, observando embelesados.

—¡Maldita sea! —dijo Sarah—. No es cúbico… eso sería demasiado sencillo. Un prisma rectangular entonces. Pero ¿de qué dimensiones?

El cursor del ratón corría por la pantalla como un cohete pilotado por un científico loco.

—Bien —dijo ella, evidentemente hablando sola—. Si no son números enteros, podrían ser raíces cuadradas…

—¿Papi…?

Don se volvió. Emily lo miraba con los ojos como platos.

—¿Sí, cariño?

—¿Qué hace mami?

El la miró de nuevo. Sarah había puesto en marcha un programa gráfico; sospechó que en aquel momento su mujer se alegraba de haber comprado la tarjeta de alta resolución que Carl había pedido para poder jugar a sus juegos.

—Creo —dijo Don, volviéndose hacia su hija— que está haciendo historia.

SEGUNDA PARTE

13

¡Volver a ser joven! Mucha gente lo había deseado a lo largo de los años, pero Donald Halifax lo había conseguido… y era maravilloso. Sabía que su fuerza y su resistencia habían menguado a lo largo de las décadas pero, como había sido de manera gradual, no se había dado cuenta de cuánto había perdido. Sin embargo, en los últimos seis meses lo había recuperado de sopetón, y el contraste resultaba asombroso: era como estar saturado de cafeína todo el tiempo. Vitalidad, eso era, y aunque usaba la palabra «vitalidad» a menudo jugando a Scrabble, en realidad no sabía lo que significaba exactamente, así que se lo preguntó a su datacom. «Eficacia de las funciones vitales, energía, vigor», le dijo la máquina.