¡Y eso era! ¡Eso era exactamente! Su energía parecía casi ilimitada y estaba encantando de haberla recuperado. «Vehemencia», otra palabra que sólo empleaba en el tablero de Scrabble, le vino también a la cabeza. Los sinónimos que daba el datacom («apasionamiento», «ímpetu») eran igualmente válidos. Se sentía feliz y completamente vivo. Ya no arrastraba los pies: caminaba. Cuando andaba se sentía como sobre una cinta mecánica de aeropuerto, como si fuera biónico y se moviera tan rápido que todo era un borrón para quien lo miraba. Podía levantar cajas pesadas, saltar charcos, prácticamente volar subiendo las escaleras… No era lo mismo que rebasar edificios altos de un solo salto, pero resultaba casi igual de bueno.
Y aquel delicioso pastel tenía una guinda: el constante dolor que le acompañaba desde hacía tanto tiempo había desaparecido, como si hubiera estado sentado junto al rugiente motor de un reactor durante años, siempre intentando apagar el sonido, ignorarlo, y de repente lo hubieran apagado; el silencio era embriagador. Los jóvenes, como decía la vieja canción, despilfarran la juventud. Muy cierto: porque no saben cómo se siente uno cuando se acababa. Pero ¡volvía a tenerla!
La doctora Petra Jones confirmó que su vuelta atrás estaba completa. Su ritmo de división celular, dijo, se había frenado a lo normal y sus telómeros habían vuelto a acortarse con cada división, un nuevo conjunto de anillos de crecimiento estaba empezando a aparecer en sus huesos y todo lo demás. También el trabajo de seguimiento había finalizado. Don tenía cristalinos nuevos, otro riñón, otra próstata, todo ello creado a partir de sus propias células; su nariz había recuperado las proporciones de gran napia que tenía en su juventud; sus orejas habían sido reducidas; le habían blanqueado los dientes y los dos empastes que le quedaban habían sido sustituidos; unos cuantos retoques aquí y allá habían ordenado todo lo demás. En todos los aspectos, volvía a tener físicamente veinticinco años y envejecería normalmente a partir de ese punto.
Pero todavía estaba acostumbrándose a todas las maravillosas mejoras. Su audición volvía a ser de primera, igual que su visión. Aun así, había tenido que comprarse todo un armario de ropa nueva. Después del tratamiento de recalcificación y las terapias genéticas, había recuperado los cinco centímetros que había perdido con los años, y sus miembros, antes reducidos a poco más que piel y huesos, volvían a estar recubiertos de carne. Su colección de chaquetas de punto y camisas le hubiera quedado un poco ridícula a un hombre que aparentaba veintitantos años.
Había dejado también de llevar el anillo de casado. Una década antes lo había hecho reducir de tamaño, porque los dedos le habían adelgazado con la edad. Como le apretaba dolorosamente, había estado esperando a que la vuelta atrás terminara para mandar agrandarlo, y eso haría en cuanto encontrara un buen joyero: no era algo que quisiera confiar a cualquiera.
En Ontario había que pasar obligatoriamente una prueba de conducción cada dos años a partir de los ochenta. Don había sido declarado no apto la última vez. No echaba de menos conducir y, además, Sarah todavía podía hacerlo si necesitaban ir a alguna parte. Ahora, no obstante, probablemente debería presentarse de nuevo a la prueba: no tenía dudas de que esta vez la pasaría.
En algún momento también tendría que sacarse el pasaporte con su nuevo rostro y obtener otras tarjetas de crédito, también con su nuevo rostro. Técnicamente seguía teniendo derecho al descuento para la tercera edad en restaurantes y en el cine, pero iba a serle imposible convencer a los incrédulos camareros y empleados para disfrutarlo. Lástima, sí. Contrariamente a todas las demás personas que habían experimentado la vuelta atrás, a él le hubiese venido bien tener aquella ventaja.
A pesar de todo lo bueno, volver a ser joven tenía sus pegas. Sarah y Don gastaban el doble en la cesta de la compra. Y él dormía más. Durante los diez últimos años, los dos sólo habían dormido seis horas por noche; en cambio, ahora volvía a necesitar ocho. Era un pequeño precio que tenía que pagar: perder dos horas al día, pero ganar sesenta años extra. Y además, presumiblemente, a medida que envejeciera por segunda vez, sus necesidades de sueño y comida volverían a reducirse.
En aquel momento eran poco más de las once de la noche y Don se estaba preparando para acostarse. Normalmente no se entretenía en el baño, pero había salido y había sido un día caluroso, sofocante. Toronto en agosto ya era desagradable en su infancia; ochenta años después, el calor y la humedad eran brutales. Sabía que no podría dormir bien si no se daba una ducha rápida. Carl había instalado una de esas barras de apoyo en diagonal para ellos hacía años. Sarah todavía la necesitaba, pero a él le molestaba.
Se frotó con el champú, disfrutando de la sensación. Volvía a tener la cabeza cubierta de pelo castaño claro, y le encantaba su tacto. El pelo de su pecho ya no era blanco tampoco, y el resto de su vello corporal había perdido el tono gris.
La ducha fue agradable y se regocijó en ella. Y, al limpiarse por abajo, sintió crecer su pene. Mientras el agua lo cubría, se acarició ligeramente. Estaba pensando en llegar al final (parecía la solución más práctica) cuando Sarah entró en el cuarto de baño. La vio a través de la cortina transparente de la ducha; estaba haciendo algo junto al lavabo. Don se aclaró y la erección bajó. Luego cerró el agua, descorrió la cortina y salió de la bañera. A esas alturas ya estaba acostumbrado a pasar las piernas una tras otra por encima del borde sin sentir dolor y sin tener (como había estado haciendo en los años anteriores) que sentarse.
Ella estaba de espaldas. Ya iba vestida para acostarse, con una camiseta roja, larga y ancha, como siempre se ponía en verano. Él se secó vigorosamente con una tolla y luego recorrió el corto pasillo hasta el dormitorio. Siempre había sido hombre de pijama, pero se tumbó desnudo encima de las sábanas verdes, mirando al techo. Sin embargo, al cabo de un momento, tuvo frío (la casa tenía aire acondicionado centralizado, y una de las rejillas daba directamente sobre la cama), así que se arrebujó entre las sábanas.
Un momento más tarde entró Sararí. Apagó la luz, pero entraba suficiente del exterior para que él pudiera verla dirigiéndose lentamente hacia su lado de la cama, y sintió el colchón hundiéndose cuando subió a él.
—Buenas noches, cariño —dijo ella.
Él se puso de lado y le acarició el hombro. Sarah pareció sorprendida por el contacto: durante la última década por lo menos, habían planeado el sexo con antelación, ya que Don necesitaba tomar una píldora antes para poner a punto sus regiones inferiores, pero pronto él sintió la mano de ella acariciar suavemente sus caderas. Se acercó y bajó la cabeza para besarla. Ella respondió después de un momento y se besaron durante unos diez segundos. Cuando él se retiró, ella estaba tendida de espaldas, y él la miró mientras se apoyaba en un codo.
—Hola —dijo ella, en voz baja.
—Hola —respondió él, sonriendo.
Don quería rebotar en las paredes, tener sexo salvaje y atlético… pero ella no lo hubiera soportado, así que la acarició suave, amablemente…
—¡Ay! —dijo ella.
El no estaba seguro de lo que había hecho, pero dijo:
—Lo siento.
Hizo que sus caricias fueran aún más ligeras, más suaves. La oyó tomar bruscamente aire, pero no supo si era de dolor o de placer. Cambiaron de nuevo de postura y ella se movió levemente, y él oyó cómo le crujían los huesos.
La actividad era tan lenta y las caricias de ella tan débiles que Don notó que perdía su erección. Mientras la miraba a los ojos se frotó vigorosamente, tratando de recuperarla. Sarah tenía un aspecto tan vulnerable que Don no quería que pensara que la estaba rechazando.