—Bien, papá, ¿qué dices? —le preguntó Carl. Sonreía de oreja a oreja. Emily, por su parte, lo estaba grabando todo con su datacom—. ¿Lo volverías a repetir todo?
Carl había hecho la pregunta, pero la respuesta de Don fue realmente para Sarah. Dejó la copa en la mesita de café que había junto al sillón reclinable y, luego, lenta y dolorosamente, se apoyó en una rodilla, de modo que se quedó mirando a los ojos a su esposa sentada. Con una mano tomó la de ella, notando la piel fina, casi transparente, deslizarse sobre las articulaciones hinchadas, y la miró a los ojos celestes.
—Sin dudarlo un segundo —dijo en voz baja.
Emily dejó escapar un largo y teatral «oooooohhhh».
Sarah le apretó la mano y le sonrió, con la misma sonrisa triste de la que él se había enamorado cuando ambos tenían veintipocos años. Luego dijo, con una firmeza que su voz casi nunca tenía ya:
—Yo también.
La exuberancia de Carl se impuso entonces.
—¡Por otros sesenta años! —dijo, alzando de nuevo su copa, y Don se echó a reír por lo ridículo de la propuesta.
—¿Por qué no? —dijo, levantándose de nuevo despacio antes de recuperar su copa—. ¿Por qué demonios no?
Sonó el teléfono. Sabía que sus hijos pensaban que los teléfonos sólo de voz eran una antigualla, pero ni Sarah ni él tenían ningún deseo de tener teléfonos de imágenes en 2-D, mucho menos holófonos. Su primera idea fue no atenderlo: fuera quien fuese, que dejara un mensaje. Pero probablemente sería alguien que querría felicitarlos, tal vez su hermano Bill, que llamaba desde Florida, donde pasaba los inviernos.
El receptor inalámbrico estaba al otro lado de la habitación. Don alzó las cejas y le hizo un gesto a Percy, quien pareció encantado de encargarse de semejante tarea. Cruzó corriendo la habitación y, en vez de traerle el receptor, lo activó y dijo muy amablemente:
—Residencia Halifax.
Era posible que Emily, que estaba de pie junto a Percy, pudiera oír a la persona que hablaba al otro lado de la línea, pero Don no captó nada. Al cabo de un momento, oyó que Percy decía «un momentito» y el niño cruzó de nuevo la habitación.
Don tendió la mano para tomar el receptor, pero Percy negó con la cabeza.
—Es para la abuela.
Sarah pareció sorprendida mientras aceptaba el teléfono. El aparato, tras reconocer sus huellas dactilares, automáticamente subió de volumen.
—¿Diga?
Don la observó con interés, pero Carl hablaba con Emily mientras Ángela se aseguraba de que sus hijos tuvieran cuidado con las bebidas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Sarah.
—¿Qué ocurre? —preguntó Don.
—¿Estás segura? —dijo Sarah, al teléfono—. ¿Estás segura de que no es…? No, no, claro que lo habrás comprobado. Lo siento. Pero… ¡Dios mío!
—Sarah —insistió Don—, ¿qué ocurre?
—Espera, Lenore —dijo Sarah al teléfono, y luego cubrió el fonocular con una mano temblorosa—. Es Lenore Darby —dijo, mirándolo.
Don comprendió que tendría que haber reconocido el nombre, pero no pudo situarlo inmediatamente (como de costumbre, de un tiempo a esa parte) y en la cara debió notársele.
—Ya sabes —dijo Sarah—. Está haciendo un máster. La conociste en la última fiesta de Navidad del astrodepartamento.
—Bueno —dijo Sarah, y hablaba como si no pudiera creer que estuviera murmurando aquellas palabras—. Lenore dice que se ha recibido una respuesta.
—¿Qué? —dijo Carl, que ahora estaba de pie al otro lado del sillón.
Sarah se volvió para mirar a su hijo, pero Don entendió lo que quería decir antes de que volviera a hablar; sabía exactamente qué es lo que quería decir, y retrocedió tambaleándose medio paso hasta que tuvo que agarrarse a una estantería.
—Se ha recibido una respuesta —repitió Sarah—. Los alienígenas de Sigma Draconis han respondido al mensaje de radio que mi equipo envió hace tantos años.
2
La mayoría de los chistes pierden la gracia de tanto repetirlos, pero algunos se convierten en viejos amigos que provocan una sonrisa cada vez que se recuerdan. Para Don Halifax, uno de ellos era un comentario que Conan O'Brien había hecho hacía décadas. Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones acababan de anunciar el nacimiento de su hija.
—Enhorabuena —dijo O'Brien—. Y si la niña sale a su madre, en este mismo instante su futuro marido tiene cuarenta y tantos años.
Entre Don y Sarah no existía esa diferencia de edad. Ambos habían nacido en 1960 y habían pasado la vida juntos. Los dos tenían veintisiete años cuando se casaron; treinta y dos cuando nació Carl, su primer hijo, y cuarenta y ocho cuando…
Mientras Don estaba allí de pie, contemplando a Sarah, recordó aquel momento y cabeceó asombrado. Había sido noticia de primera plana, en una época en la que todavía existían las primeras planas, en el mundo entero. El 1 de marzo de 2009 se recibió un mensaje de radio de un planeta que orbitaba la estrella Sigma Draconis.
El mundo se hizo preguntas sobre el mensaje durante meses, tratando de encontrar sentido a lo que habían dicho los alienígenas. Y entonces, finalmente, Sarah Halifax había descubierto lo que querían decir y había sido ella quien había dirigido el equipo redactor de la respuesta oficial que se envió en el primer aniversario de la recepción de la señal.
El público se había mostrado en principio ansioso de más noticias, pero Sigma Draconis estaba a 18,8 años luz de la Tierra, lo que significaba que la respuesta no llegaría allí hasta 2028 y, cualquier respuesta que los dracos pudieran dar no llegaría de vuelta hasta octubre de 2047, como muy pronto.
Y unos cuantos programas de televisión y webs de noticias habían emitido diligentemente unos cuantos reportajes el otoño anterior advirtiendo que la respuesta podía recibirse «un día de éstos». Pero no había sido así. No había llegado en octubre, ni en noviembre, ni en diciembre, ni en enero, ni…
Hasta ese mismo momento.
En cuanto Sarah dejó de hablar con Lenore, el teléfono volvió a sonar. La llamada que estaba contestando, como reveló en un susurro mientras cubría con la mano el fonocular, era de la CNN. Don recordó el pandemónium de la última vez, cuando ella había descubierto el sentido del primer mensaje. Dios, ¿se habían esfumado las décadas?
Todos se hallaban de pie o sentados formando un semicírculo, contemplando a Sarah. Incluso los niños se habían dado cuenta de que estaba sucediendo algo importante, aunque no tenían ni idea de qué.
—No —estaba diciendo Sarah—. No, no tengo nada que comentar. No, no pueden. Hoy es mi aniversario. No voy a dejar que lo estropeen unos desconocidos viniendo a casa. ¿Qué? No, no. Mire, de verdad que tengo que dejarlo. Muy bien. Muy bien. Sí, sí. Adiós.
Pulsó el botón que ponía fin a la llamada, luego miró a Don y alzó un poquito sus débiles hombros.
—Lamento toda la molestia —dijo—. Es…
El teléfono volvió a sonar, con un pitido electrónico que a Don no solía hacerle gracia. Fue Carl quien tomó el receptor de la mano de su madre y lo apagó.
—Pueden dejar un mensaje si quieren.
Sarah frunció el ceño.
—Pero ¿y si alguien necesita ayuda?
Carl extendió los brazos.
—Aquí tienes a toda tu familia. ¿Quién más puede llamar pidiendo ayuda? Relájate, mamá. Y, por favor, disfrutemos del resto de la fiesta.
Don contempló la habitación. Carl tenía dieciséis años cuando su madre había sido brevemente famosa, pero Emily acababa de cumplir diez y no había llegado a comprender del todo lo que estaba pasando. En aquel momento miraba a Sarah con el asombro pintado en su alargado rostro.
Los teléfonos de las otras habitaciones sonaban, pero no les costó ignorarlos.
—Bien —dijo Don—. ¿Cómo se llamaba? ¿Lenore? ¿Ha dicho algo sobre el contenido del mensaje?
Sarah negó con la cabeza.
—No. Sólo que era decididamente de Sigma Draconis, y que parece que empieza, al menos, con el mismo conjunto de símbolos empleados la última vez.
—¿No te mueres por saber qué dice la respuesta? —preguntó Ángela.
Sarah extendió los brazos de un modo que decía «ayudadme a levantarme». Carl dio un paso al frente y lo hizo, ayudándola suavemente a ponerse en pie.
—Pues claro que me gustaría saberlo —dijo—. Pero todavía está llegando. —Miró a su nuera—. Así que vamos a preparar la cena.
Los hijos y nietos se marcharon a eso de las nueve. Carl, Ángela y Emily habían hecho limpieza después de la cena, así que Don y Sarah simplemente se sentaron en el sofá del salón disfrutando de la recuperada calma. En un momento determinado, Emily se había dedicado a desconectar la función de llamada de todos los teléfonos, y todavía estaban apagados. Pero la pantalla digital del contestador automático seguía cambiando cada pocos minutos. Don recordó otro viejo chiste, éste de sus años de adolescente, sobre un individuo al que le gustaba seguir a Elizabeth Taylor a los McDonald's para ver cambiar las cifras. Esas cifras habían estado en «cerca de noventa y nueve mil millones de raciones servidas» durante décadas, pero él recordaba la conmoción cuando por fin fueron sustituidas por «un billón servido».
A veces era mejor dejar de contar, pensó, sobre todo cuando cuentas hacia atrás en vez de hacia delante. Ambos habían llegado a los ochenta y siete años y llevaban sesenta juntos. Pero sin duda no estarían juntos para un septuagésimo aniversario; no era sólo cuestión de buenos deseos. De hecho…
De hecho, le sorprendía que hubieran vivido tanto, aunque tal vez hubieran estado aferrándose, esforzándose por llegar a las bodas de diamante. Toda su vida había leído sobre gente que se moría días después de cumplir ochenta, noventa o cien años. Se habían aferrado a la vida, literalmente a fuerza de voluntad, hasta el gran día, y luego se dejaban ir.
Don había cumplido ochenta y siete años hacía tres meses y Sarah lo había hecho cinco meses antes. No era esa fecha la que habían estado esperando. Pero ¡un sexagésimo aniversario de boda! ¡Qué raro era!
A él le hubiera gustado pasar el brazo por encima de los hombros de Sarah y permanecer sentado a su lado en el sofá, pero le dolía girar tanto el hombro y…
Y entonces se le ocurrió. Tal vez ella no hubiera estado aferrándose a su aniversario. Tal vez lo que la había mantenido con vida todo ese tiempo había sido esperar a ver qué respuesta enviaban los draconianos. Don deseó que el contacto se hubiera establecido con una estrella situada a treinta o cuarenta años luz de distancia, en vez de sólo a diecinueve. Quería que ella siguiera aguantando. No sabía qué haría si Sarah se dejaba ir y…
Y había leído esa noticia también, docenas de veces a lo largo de los años: el marido muere sólo días después que su esposa; la esposa finalmente parece renunciar y fallece poco después que su marido.
Don sabía que un día como aquél requería algún comentario, pero cuando abrió la boca lo que le salió fueron sólo dos palabras que, supuso, lo resumían todo:
—Sesenta años.
Ella asintió.
—Mucho tiempo.
El permaneció en silencio un buen rato antes de decir:
—Gracias.
Ella giró la cabeza para mirarlo.
—¿Por qué?
—Por… —Don enarcó una ceja y alzó un poco los hombros mientras buscaba una respuesta. Y luego, finalmente, dijo en voz muy baja—: Por todo.
Junto a ellos, en la mesita del sofá, el contador del contestador automático registró otra llamada.
—Me preguntó qué dirá la respuesta de los alienígenas —comentó Don—. Espero que no sea sólo una de esas malditas respuestas automáticas. «Lo siento, pero estaré fuera del planeta durante el próximo millón de años.»
Sarah se echó a reír y Don continuó con la broma.
—«Si necesitan ayuda, por favor contacten inmediatamente con mi ayudante Zagdorf en…»
—Eres un hombre extraordinariamente tonto —dijo ella, dándole una palmadita en el dorso de la mano.
Aunque sólo tenían teléfonos de voz, Sarah y Don disponían de un contestador automático moderno.
—Se han recibido cuarenta y ocho llamadas desde la última vez que revisó sus mensajes —dijo la suave voz masculina del aparato a la mañana siguiente, cuando estaban sentados en el comedor—. Treinta y nueve han dejado mensaje. Los treinta y nueve son para Sarah. Treinta y uno son de medios de comunicación. En vez de pasarlos por el orden recibido, sugiero que me dejen ordenarlos por cantidad de audiencia, empezando por las cadenas de televisión, la CNN…
—Y ¿las llamadas que no eran de periodistas? —preguntó Sarah.
—La primera era de su peluquera. La segunda del instituto SETI. La tercera es del Departamento de Astronomía y Astrofísica de la Universidad de Toronto. La cuarta…
—Reproduce la de la universidad.
Se escuchó una temblorosa voz femenina.
—Buenos días, profesora Halifax. Soy Lenore otra vez… ya sabe, Lenore Darby. Lamento telefonearle tan temprano, pero me ha parecido que alguien debía hacerlo. Todo el mundo está trabajando para interpretar el mensaje a medida que llega… aquí, a Mountain View, en el Alien, en todas partes… y, bueno, no va a creérselo, profesora Halifax, pero creemos que el mensaje está… —bajó la voz un poco, como si le diera vergüenza continuar—, cifrado. No sólo codificado para la transmisión, sino cifrado… ya sabe, revuelto de modo que no puede leerse sin una clave.
Sarah miró a Don, asombrada. Lenore continuó:
—Sé que no tiene ningún sentido que nos envíen un mensaje cifrado, pero parece que eso han hecho los draconianos. El principio del mensaje es matemático, redactado con ese conjunto de símbolos que usaron la otra vez, y los expertos informáticos dicen que es un algoritmo de cifrado. El resto del mensaje es un completo galimatías, presumiblemente porque en efecto ha sido cifrado. ¿Lo entiende? Nos han dicho cómo está cifrado el mensaje y nos han dado el algoritmo para descifrarlo, pero no nos han dado la clave para aplicarla al algoritmo. Es la locura más grande que…
—Pausa —dijo Sarah—. ¿Cuánto dura el mensaje?
—Otros dos minutos y dieciséis segundos —respondió la máquina. Luego añadió—: Es bastante charlatana.
Sarah sacudió la cabeza y miró a Don.
—¡Cifrado! —exclamó—. Esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué motivo, en nombre de Dios, nos enviarían los alienígenas un mensaje que no podemos leer?