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—No —respondió, firme pero tímidamente—. A nadie.

Él dejó escapar un suspiro y volvió a atraerla hacia sí.

—Gracias a Dios —dijo. Vaciló un segundo y luego le alzó suavemente la cara y la besó. Y, para su deleite, ella le devolvió el beso.

De repente, hubo un estruendo, y otro, y otro más. Don volvió la cabeza y miró y…

Y allí, en lo alto de las escaleras, había un puñado de estudiantes esperando para entrar en la sala. Uno se había puesto a aplaudir, con una gran sonrisa en el rostro. Los otros le habían imitado. Don sintió que una sonrisa aún más grande cruzaba su rostro, y miró a Lenore, que se había puesto como un tomate.

—Si nos disculpan —dijo Don. Tomó a Lenore de la mano y los dos empezaron a subir las escaleras. Los estudiantes empezaron a bajar, pasando junto a ellos, y uno le dio una palmada a Don en el hombro.

Lenore y él salieron al cálido aire del mediodía: un maravilloso contraste con el invierno canadiense que él había dejado atrás. Tenía muchísimas cosas que decirle y, sin embargo, no sabía por dónde empezar.

—Me gusta como llevas el pelo —dijo por fin.

—Gracias —respondió Lenore, sin soltarle la mano. Caminaban por la orilla del riachuelo, que según ella se llamaba Avon; producía un agradable sonido de fondo. En la ribera opuesta había edificios del campus y un aparcamiento. El camino estaba pavimentado y flanqueado de árboles que Don no conocía. Lenore saludaba de vez en cuando a algún estudiante o algún profesor con los que se cruzaban.

—Bueno, ¿qué estás haciendo ahora? —preguntó. Un par de pájaros negros de largo pico curvo y manchas anaranjadas en la cabeza se apartaron corriendo de su camino—. ¿Has… has encontrado trabajo?

Lo dijo amablemente, sabiendo que el tema era delicado.

Don dejó de andar y Lenore se detuvo también. Le soltó la mano y la miró a los ojos.

—Quiero decirte algo, pero necesito que me prometas mantenerlo en secreto.

—Naturalmente —dijo ella.

Don asintió. Confiaba en ella por completo.

—Sarah descifró el mensaje.

Lenore entornó los ojos.

—Eso no puede ser. Me habría enterado…

—Era un mensaje privado.

Ella lo miró, con el ceño fruncido.

—Hablo en serio. Era privado, para la persona cuyas respuestas a la encuesta los dracos encontraron más de su agrado.

—¿Y ésa fue Sarah?

—Esa fue mi Sarah, sí.

—¿Y qué decía el mensaje?

Dos estudiantes corrían hacia ellos, obviamente llegaban tarde a clase. Don esperó a que pasaran.

—Enviaron su genoma y las instrucciones para fabricar todo el hardware necesario para crear a dos niños draconianos.

—Dios… mío. ¿Hablas en serio?

—Absolutamente. Cody McGavin está implicado en el proyecto. Y yo también. Voy a ser el… —Hizo una pausa, algo asombrado incluso ahora por la idea—, el padre adoptivo. Pero necesitaré ayuda para criar a los niños dracos.

Ella lo miró, aturdida.

—Y, bueno, te quiero de vuelta en mi vida. Te quiero en la vida de los niños.

—¿A mí?

—Sí, a ti.

Ella parecía anonadada.

—Yo, bueno, quiero decir, tú y yo… eso es una cosa, y yo…

El corazón de Don martilleaba.

—¿Sí?

Ella le dedicó aquella radiante sonrisa suya.

—Y te he echado de menos. Pero… pero esta historia de criar… ¡Dios mío, la idea en sí ya es…! Criar niños draconianos. Yo… no creo que esté capacitada para eso.

—Nadie lo está. Pero eres investigadora del SETI: es un curriculum tan bueno como el de cualquiera para empezar.

—Pero me quedan años para terminar el doctorado.

—¿Ya has elegido el tema de tu tesis? —dijo él—. Porque tengo uno…

Ella parecía desconcertada, pero frunció el ceño.

—Pero estoy aquí abajo, en Nueva Zelanda. Es de suponer que estés planeando hacer esto en América del Norte.

—No te preocupes por eso. Cuando se haga público (y se hará, en cuanto nazcan los niños), todas las universidades del planeta querrán formar parte del proyecto. Estoy seguro de que podrán arreglarse las cosas con la administración de aquí para que tu título no peligre.

—No sé qué decir. Esto es… es casi demasiado para asimilarlo.

—Dímelo a mí.

—Niños draconianos —repitió ella, sacudiendo la cabeza—. Sería una experiencia sorprendente, pero hay catedráticos con plaza que…

—Esto no es cuestión de credenciales; es cuestión de carácter. Los alienígenas no pidieron a quienes contestaron la encuesta que se identificaran socioeconómicamente, ni que dijeran la educación que tenían. Preguntaron cosas sobre su moral, su ética.

—Pero yo no respondí a la encuesta.

—No, pero yo sí. Y soy un buen juez de personalidades. ¿Qué dices?

—Yo… estoy abrumada.

—¿E intrigada?

—Dios, sí. Pero ¡eso sí que es cargar de equipaje una relación! Tienes hijos, nietos y ahora vas a tener…

—Sarah los llamaba «draconitos».

—¡Oh! ¡Qué bonito! De todas formas, hijos, nietos y draconitos…

—Y el robot. No te olvides de que tengo un robot.

Ella sacudió la cabeza, pero sonreía.

—¡Qué familia!

Él le sonrió.

—Eh, estamos en los cincuenta. Sigue el ritmo de los tiempos.

Ella asintió.

—Bueno, estoy segura de que será magnífico. Pero no estará… ya sabes, no está completa. La familia, quiero decir. Querré tener un par de hijos propios.

—¡Vaya! ¡Más regalos para el Día del Padre!

Si tú eres el padre… —Ella le miró—. ¿Es… es algo que te interese?

—Creo que sí. Si aparece la mujer adecuada…

Ella le dio un golpecito en el brazo.

—En serio —dijo él—. Estaré encantado. Además, los draconitos necesitarán compañeros de juego.

Ella sonrió, pero de pronto abrió mucho los ojos.

—Pero nuestros hijos serán… Dios, serán más jóvenes que tus nietos. —Sacudió la cabeza—. Creo que nunca me acostumbraré a todo esto.

Don le tomó la mano.

—Claro que te acostumbrarás, querida. Dale un poco de tiempo.

Epílogo

Octubre de 2067

—¡Venga! ¡Todo el mundo en marcha!

Don había aparcado la gran furgoneta en la acera de la plaza de hormigón del muelle. Cientos de turistas paseaban a la espera de subir a uno de los transbordadores de alta velocidad o, como la familia de Don, acababan de bajar de uno. La plaza estaba flanqueada de puestos de camisetas, perritos calientes y chucherías. Lenore se encontraba de pie, cerca de la barrera que impedía que acercara más la furgoneta.

—¡Ya habéis oído a vuestro padre! —exclamó—. ¡Queremos salir de aquí mientras todavía es de día!

Don no podía reprocharles que tardaran. Ese lugar, al pie de la calle Hurontario, era el único lugar desde donde podían ver bien toda la feria, extendida sobre dos islas artificiales en el lago Ontario. El pabellón estadounidense era un diamante gigantesco (literalmente), y el pabellón chino honraba tanto a la cultura de su nación como a los dos ciudadanos no-humanos más famosos de la Tierra al haber sido construido en forma de dragón rampante cuyo cuerpo se curvaba y retorcía para encajar con el que formaba la constelación de Draco. Alzándose entre ambos brillaba la Torre de la Esperanza, de nanotubos de carbono, que había devuelto a Toronto el honor de ser el hogar del edificio más alto del mundo.