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—El quince de octubre.

—El mío fue en mayo.

—Ah —había respondido él, malicioso—, una mujer mayor.

Eso había ocurrido hacía muchísimo tiempo. ¡Y volver a esa edad! Era una locura.

—Pero… ¿qué harías… qué haríamos con todo ese tiempo? —le preguntó.

—Viajar —respondió Sarah de inmediato—. Dedicarnos a la jardinería. Leer grandes libros. Seguir cursos.

Uf—dijo Don.

Sarah asintió, reconociendo al parecer que no había logrado entusiasmarlo. Pero entonces rebuscó en su bolso y sacó su datacom, pulsó un par de teclas y le entregó el fino aparato. En la pantalla había una imagen de Cassie con un vestido azul y el pelo rubio recogido en dos coletas.

—Ver crecer a nuestros nietos —dijo ella—. Poder jugar con nuestros bisnietos, cuando vengan.

El resopló. Asistir a la graduación universitaria de sus nietos, estar en su boda. Eso sí que era tentador. Y hacer todo eso con buena salud, pero…

—Pero ¿de veras quieres asistir a los funerales de tus propios hijos? Porque eso es lo que pasará. Oh, estoy seguro de que el tratamiento bajará de precio tarde o temprano, pero no a tiempo para que Carl o Emily puedan permitírselo.

Pensó en añadir «puede que incluso acabemos enterrando a nuestros nietos», pero descubrió que ni siquiera podía dar voz a esa idea.

—¿Quién sabe a qué velocidad bajará el coste? —dijo Sarah—. Pero la idea de pasar más décadas con mis hijos y nietos es muy atractiva, pase lo que pase al final.

—Tal vez —dijo él—. Tal vez. Sólo estoy…

Ella extendió la mano sobre la oscura madera pulida de la mesa y tocó la suya.

—¿Asustado?

No era una acusación: Sarah sentía por él una preocupación fruto del amor.

—Sí, supongo. Un poco.

—Yo también —dijo ella—. Pero pasaremos por todo eso juntos.

El alzó las cejas.

—¿Estás segura de poder soportarme varias décadas más?

—No lo querría de otra forma.

«Volver a ser jóvenes.» Era una idea mareante y, sí, daba un poco de miedo. Pero también, tenía que admitirlo, resultaba intrigante. Sin embargo, nunca le había gustado aceptar la caridad de nadie. Si hubieran podido permitirse el tratamiento, al menos remotamente, tal vez su entusiasmo habría sido mayor. Pero aunque vendieran la casa, todas las acciones y los bonos que poseían y liquidaran todos sus bienes, no hubiesen podido pagar el tratamiento para uno de los dos, y mucho menos para ambos. Demonios, incluso Cody McGavin había tenido que pensárselo dos veces antes de gastarse tanto dinero.

Esa idea de que Sarah era la única persona que podía comunicarse con los alienígenas le parecía a Don una tontería. Pero el proceso de rejuvenecimiento era irreversible: cuando estuviera hecho, hecho estaría. Si resultaba que McGavin se equivocaba respecto a la importancia de Sarah, seguirían teniendo todas aquellas décadas en su haber.

—Necesitaremos dinero para vivir —dijo él—. Quiero decir que no contábamos con cincuenta años de jubilación.

—Cierto. Le pediré a McGavin que me busque otra vez un puesto en la Universidad de Toronto, o que me proporcione honorarios de algún tipo.

—¿Y qué pensarán nuestros hijos? Seremos físicamente más jóvenes que ellos.

—Es verdad.

—Y se quedarán sin su herencia —añadió él.

—Que de todas formas tampoco iba a hacerlos ricos —respondió Sarah, sonriendo—. Estoy segura de que se sentirán encantados por nosotros.

El camarero regresó, quizás un poco consciente de que cabía la posibilidad de que fueran a rechazarlo.

—¿Hemos decidido ya?

Don miró a Sarah. Siempre le había parecido preciosa. Estaba preciosa entonces, había sido preciosa a los cincuenta años y a los veintitantos. Y, mientras sus rasgos cambiaban a la luz del baile de las llamas, vio su rostro como había sido a esas edades, en todas aquellas etapas de la vida que habían pasado juntos.

—Sí—dijo Sarah, sonriéndole a su marido—. Sí, creo que sí.

Don asintió y se centró en el menú. Elegiría algo rápidamente. Sin embargo, le pareció desconcertante ver las descripciones de los platos sin que las acompañara su valor en dólares. «Todo tiene un precio —pensó—, aunque no lo sepas.»

7

Don y Sarah habían tenido otra discusión sobre el SETI un año antes de que se detectara la señal de Sigma Draconis. Entonces tenían ya cuarenta y muchos años, y Sarah, deprimida porque no habían conseguido captar ningún mensaje, estaba preocupada por haber dedicado su vida a algo sin sentido.

—Tal vez estén ahí fuera —dijo Don una tarde que habían salido a dar un paseo. Se había tomado muy en serio su peso unos cuantos años antes, así que daban un paseo de media hora todas las tardes cuando hacía buen tiempo y él usaba una máquina para caminar en el sótano en invierno—. Pero a lo mejor sólo están callados. Ya sabes, para no contaminar nuestra cultura. La Primera Directiva y todo eso.

Sarah negó con la cabeza.

—No, no. Los alienígenas tienen la obligación de hacernos saber que están ahí.

—¿Por qué?

—Porque serían una prueba viviente de que es posible sobrevivir a la adolescencia tecnológica: ya sabes, al período durante el cual hay herramientas que podrían destruir a toda tu especie, pero ningún mecanismo para impedir que se utilicen. Desarrollamos la radio en 1895 y las armas nucleares tan sólo cincuenta años más tarde, en 1945. ¿Es posible que una civilización sobreviva durante siglos, o milenios, cuando sabe construir armas nucleares? Y si ésas no la aniquilan, las IA campando a sus anchas o la nanotecnología o las armas creadas genéticamente podrían hacerlo… a menos que se encuentre un modo de sobrevivir a todo eso. Bueno, cualquier civilización de la que detectemos señales será sin duda mucho más vieja que la nuestra: recibir una señal nos indicaría que es posible sobrevivir.

—Supongo —dijo Don. Habían llegado al cruce entre Betty Ann y Senlac, y giraron a la derecha. Senlac tenía aceras, pero Betty Ann no.

—Con toda seguridad —replicó ella—. Es la prueba definitiva según Marshal McLuhan: el medio es el mensaje. Sólo detectándolo, aunque no lo comprendamos, aprenderemos cosas importantísimas.

El reflexionó al respecto.

—Deberíamos invitar a Peter de Jager un día de éstos. Hace años que no juego al go. A Peter siempre le gusta echar una partida.

Ella pareció irritada.

—¿Qué tiene Peter que ver con todo esto?

—Bueno, ¿por qué se le recuerda?

—Por el efecto dos mil —dijo Sarah.

—¡Exactamente!

Peter de Jager vivía en Brampton, al oeste de Toronto. Se movía en algunos de los mismos círculos sociales que los Halifax. Allá por 1993 había escrito el artículo «El día del Apocalipsis» para la revista Computer World, alertando a la humanidad de la posibilidad de que hubiera una catástrofe informática cuando llegara el año 2000. Peter se pasó los siguientes siete años haciendo sonar la sirena de advertencia tan alto como pudo. Millones de horas de trabajo y miles de millones de dólares se invirtieron para corregir el problema, y cuando el sol salió el sábado, 1 de enero de 2000, no se produjo ningún desastre: los aviones siguieron volando, el dinero almacenado electrónicamente en los bancos no desapareció de repente, ni nada de nada.

Pero ¿le dieron las gracias a Peter de Jager? No. En cambio, fue vilipendiado. Hubo quien lo tachó de charlatán, entre ellos el National Post de Canadá, en el resumen de los grandes acontecimientos del 2000… y su argumento fue que no había sucedido nada malo.

Don y Sarah pasaban ante el instituto Willowdale, donde Carl terminaba octavo.