– ¡Papi, papi! ¡Míranos! -gritaba Lucy. Se habían embarrado el rostro con su crema de afeitar-. ¡Nos vamos a afeitar!
– La tía Irene está aquí -señaló él-. Ella las va a vestir y a peinarles muy lindo el cabello, pero primero vengan conmigo al baño y lávense ese jabón.
– ¡Hola, tía Irene! -la saludaron. Luego, él se las llevó.
Irene se quedó mirándolos, invadida por una sensación de pérdida, que empeoraba porque se daba cuenta de que Krystyna se había ido para siempre y de que Eddie ya no era un hombre casado.
Entró en la habitación de las niñas e hizo sus camas; podía oír cómo Eddie hablaba con ellas. Era el padre más amoroso, más gentil, que hubiera conocido e Irene sentía que ella tenía la capacidad de ser una madre semejante. ¡Qué maravilloso sería todo si pudiera casarse con Eddie y cuidar de él y de las niñas por el resto de su vida!
La culpa la invadió de repente e hizo pedazos aquella idea. Todavía no sepultaban a Krystyna y ahí estaba ella, deseosa de tomar su lugar. Se enjugó una lágrima, miró al cielo y susurró:
– Perdóname, Krystyna, lo siento.
Las niñas ya estaban listas y peinadas cuando Eddie bajó la escalera enfundado en su traje negro, con una camisa blanca muy bien planchada, una corbata a rayas y su alfiler de los Caballeros de Colón en la solapa. Llegó a la puerta precisamente en el instante en que uno de sus hermanos tocaba la primera campanada en la iglesia de San José, un recordatorio de que en treinta minutos comenzaría la misa funeraria de Krystyna.
– Bueno, supongo que ya es hora de irnos -comentó Eddie-. Las niñas se ven muy lindas, Irene.
Ella las tocó en la parte de atrás de la cabeza.
– Vayan con su papá -les susurró.
Atravesaron la cocina solemnemente y tomaron a su padre de la mano, él pensó que sin aquellas dos pequeñas manos en las suyas se habría echado al piso, se habría negado a salir de la casa, no habría tenido el ánimo para recorrer la acera, cruzar Main Street y contemplar aquel precioso rostro que yacía en el ataúd mientras la tapa de metal se cerraba para siempre sobre él.
Pero lo hizo, se sujetó de aquellas dos pequeñas manos y caminó mientras escuchaba el golpeteo de sus zapatos de charol en la acera; Irene los seguía a corta distancia. Al llegar a Main Street notó que mucha gente se dirigía a la capilla funeraria desde todas partes del pueblo.
La decisión de si debía dejar que Anne y Lucy vieran a Krystyna quedó resuelta cuando las niñas se mostraron reacias a acercarse y se soltaron de él. Comenzaban a llorar cuando Eddie las dejó con Irene en el fondo de la capilla funeraria para luego tomar su lugar al frente. El padre Kuzdek rezó las oraciones y cerró el ataúd, lo roció de agua bendita y lo sahumó con incienso. Los portadores del féretro lo sacaron hasta la carroza y la larga procesión de dolientes caminó la cuadra y media hasta la iglesia de San José. Eddie sujetaba de nuevo la mano de sus hijas.
Dentro de la iglesia, la hermana Regina esperaba con sus alumnos, que estaban sentados, pero no podían permanecer quietos. Aquella mañana no hubo misa de ocho. En vez de ello, todo el cuerpo estudiantil asistiría a la misa de réquiem.
Por fin, la procesión fúnebre pasó al lado de la banca de la hermana Regina; un monaguillo guiaba el camino con un crucifijo que sostenía en un largo poste de madera. Entonces, Lucy y Anne pasaron con su padre y la hermana Regina alcanzó a ver la expresión de desamparo en el rostro del señor Olczak, que las guiaba a una de las bancas del frente.
La misa comenzó.
– Concédeles el descanso eterno, ¡oh, Señor!…
Cuando el servicio terminó, la gente salió de la iglesia, acompañada por el tañido intermitente de la campana de duelo, que siguió sonando hasta que la carroza fúnebre se dirigió al cementerio.
La hermana Regina hubiera deseado ir hasta la tumba para decir algunas oraciones finales. Necesitaba estar con los demás, al igual que los otros amigos de Krystyna y su familia, pero la Santa Regla no se lo permitía.
Capítulo 4
Después de que pasó el funeral, toda la gente, sus padres, los padres de Krystyna, sus hermanos y hermanas, le decían a Eddie:
– Ven a la granja a pasar unos días. Ven con nosotros. No te quedes solo en tu casa.
Pero Eddie no tenía deseos de abandonar su casa, ni tampoco quería dejar de trabajar. Estar ocioso sólo lograría hacer que el tiempo pasara con más lentitud.
– Anne, Lucy -preguntó a sus hijas-, ¿quieren ir a pasar algunos días a la casa de la abuela Pribil o de la abuela Olczak?
– ¿Vendrás tú también? -le preguntó Anne.
– No, mi amor. Ya es tiempo de que yo vuelva al trabajo. No he ido en cuatro días y ya fue suficiente.
– Entonces quiero volver a casa contigo.
– También yo -aseguró Lucy.
Irene se acercó a Eddie.
– ¿Qué harás por la mañana, cuando tengas que estar en la iglesia antes ele que ellas salgan para la escuela?
– No sé.
– Yo podría ir, Eddie. Podría ir cualquier día… de hecho, todos los días, para darles su desayuno y vestirlas para la escuela.
– ¡Oh! No, Irene, eso sería mucho pedir.
– Me agradaría mucho hacerlo. Sé cómo las cuidaba Krystyna y puedo hacer lo mismo. Te aseguro que lo haría con gusto.
– Pero tendrías que conducir desde la granja todos los días.
– ¿Seis kilómetros? Eso no es nada. Puedo usar la camioneta vieja de papá.
Anne tiró de la manga de su padre.
– ¿Puede? ¿Sí?
– ¿Sí, papi? ¡Por favoooor! -repitió Lucy.
Eddie no hizo caso de la advertencia que pasó por su mente, y que desapareció ante las palabras de su cuñada. Se hallaba agotado física y emocionalmente y le pareció sencillo aceptar la solución que le proponía.
– Está bien, Irene. No podré pagarte mucho, pero…
– ¡Oh, por el amor de Dios! No seas tonto, Eddie. No aceptaría ni un centavo tuyo aunque me lo suplicaras. Son mis sobrinas y las amo -no añadió "y a ti también", pero lo pensó.
Él le apretó el brazo, la mitad en la manga y la mitad sobre la piel desnuda y respondió:
– Muchas gracias, Irene -palabras que lograron estremecerla.
Al día siguiente Irene llegó a las siete de la mañana. Él estaba a medio vestir y corrió a abrir la puerta con la camisa por fuera todavía. Irene llevaba puesto un poco de maquillaje y no se atrevió a mirarlo a los ojos.
Eddie la dejó en la cocina y cerró la puerta de su habitación cuando oyó que subía a despertar a las niñas.
Cuando terminó de vestirse y bajó, ella había preparado Coco-Wheats, cereal caliente para las niñas y avena, café y pan tostado para él. La mesa estaba puesta con un mantel de flores y colocó en ella la taza grande favorita de Eddie, crema y azúcar. Todo se hallaba listo y en su sitio. Las niñas ya estaban sentadas, todavía en pijama. Al lado de cada uno de sus tazones de cereal, Irene puso una de las pastillas de vitaminas que tomaban a diario.
Eddie se detuvo en seco en el umbral de la cocina y examinó la réplica perfecta de la rutina matutina de su esposa; de pronto dio cuenta de lo que estaba haciendo Irene. Quería gritarle que se marchara, que ella no era Krystyna, que no tenía que fingir que lo era… pero la necesitaba.
Cuando por fin entró en la habitación, Irene lo vio y no pudo evitar sonrojarse.
– Yo… eh… creo que te gusta la avena, ¿verdad? -tartamudeó.
– Eh, sí. ¡Sí! La avena está bien -tiró de su silla.
Eddie se sentó, pero ella permaneció de pie. El le dirigió una mirada de sorpresa.
– ¿No vas a comer nada?
– ¡Oh!, yo comí en casa.
– ¡Ah! -exclamó. No muy seguro de cómo tratarla-. Bueno.
– Si tienes una moneda para que cada una compre su almuerzo en la escuela, la ataré a sus pañuelos.
– Seguro -metió la mano al bolsillo de su pantalón para buscar las monedas. Era extraordinario. Irene conocía cada detalle de su rutina mañanera.