Irene llegó hasta la entrada del salón de clases para recoger a Anne y a Lucy a las cuatro en punto de la tarde, cuando terminó la escuela. Las pequeñas corrieron alegremente a saludar a su tía y la hermana sonrió con alivio al saber que habría alguien que estaría pendiente de ellas.
Luego la hermana Regina acompañó al resto de sus alumnos afuera; la mitad de ellos regresaba a casa caminando y la otra abordaba los autobuses escolares. La hermana volvió al salón de clases en cuanto los autobuses se marcharon.
Aquél era su momento favorito del día. Cuando ya no había chiquillos, la habitación le pertenecía por completo. Se acercó a la pizarra, se arremangó y comenzó a borrarla; en ese momento el señor Olczak la saludó desde la puerta.
– Buenas tardes, hermana.
El corazón le dio un vuelco cuando se volvió y lo encontró de pie en el umbral, con el mechudo en la mano. Junto a él, en un cubo con ruedas tenía diversos implementos de limpieza.
– Buenas tardes, señor Olczak.
– ¿Cómo se portaron mis niñas hoy? -entró en el salón y comenzó a limpiar el suelo siguiendo el perímetro de la habitación.
– Esta mañana Lucy se angustió un poco, pero Anne me la trajo y tuvimos una conversación tranquila lejos de los demás niños, antes de que lo vieran a usted en la iglesia. Después de eso las dos parecían más serenas.
Él dio vuelta en la esquina y caminó hacia el fondo del salón.
– Se lo aseguro, hermana, en verdad estoy agradecido de que la tengan a usted. Esta mañana yo también sentía que necesitaba alguien con quién hablar.
La hermana sabía que no debía alentar ninguna conversación personal, así que en lugar de responderle le sonrió y se sentó frente a su escritorio.
El recorrió el tercer pasillo del salón y volvió a detenerse en la parte de atrás.
– Irene fue a casa esta mañana -dijo-. En cierta forma ella, bueno, tomó el lugar de Krystyna,… ya sabe a qué me refiero…
La hermana sólo asintió.
– Me dio gusto que fuera a vestir a las niñas y a prepararlas para venir a la escuela, pero en cierta forma resentí que estuviera ahí, invadiendo el territorio de Krystyna.
En toda su vida, nunca un hombre adulto había confiado en ella de aquel modo. Era algo por completo inesperado y la hermana Regina se sintió un poco desconcertada por su franqueza. En ese momento la Santa Regla pegaba de brincos con locura para llamar su atención, pero ella la pasó por alto. Después de todo, las hijas de Eddie eran sus alumnas: lo que él tuviera que decir las afectaba a ellas, ¿no era cierto?
– Es perfectamente comprensible.
– Yo pienso que es muy egoísta de mi parte, ¿no lo cree?
Sus miradas se cruzaron de un extremo a otro del salón.
– Si fuera usted, no me preocuparía por ser un poco egoísta durante algún tiempo, señor Olczak.
– Irene sabe dónde está todo… ¿comprende a lo que me refiero? Sabe dónde guardaba Krystyna todas las cosas, y de pronto tuve la sensación de que ella… bueno… de que trataba de ser Krystyna. Eso no me gustó mucho -trataba con todas sus fuerzas de contener las lágrimas.
Desde afuera llegaba el ruido sordo de una fábrica de bloques de cemento que parecía el latido de un corazón, como el que se escucha al poner el oído en el pecho de una persona, y la hermana Regina imaginó por un momento que era el corazón del señor Olczak, hecho pedazos, y que ella tenía el oído pegado a su pecho para tratar de encontrar una forma de curarlo.
Intentó apagar la urgencia que sentía de acercarse a él y consolarlo. Como estaba prohibido hacer semejante cosa, le respondió con la voz más serena que pudo.
– Es natural que desee que el lugar de Krystyna permanezca inviolable. Sólo tiene que recordar que la única intención de Irene es ayudarlo. No pierda su tiempo sintiéndose culpable por su reacción ante ella. No creo que Dios lo encuentre falto de caridad, señor Olczak. Creo que Él comprende muy bien por lo que está usted pasando.
Ella vio cómo se aliviaba la tensión de los hombros de Eddie.
– ¿Sabe algo, hermana? No ha habido una sola vez en la que no me haya sentido mejor después de hablar con usted -logró incluso dirigirle una sonrisa.
– Sí, claro, eso es… -la religiosa comprendió que pisaba terrenos prohibidos y terminó sin demasiada convicción-… es bueno, señor Olczak.
La hermana acercó una pila de trabajos de ortografía de los niños de cuarto grado al centro del escritorio y comenzó a corregirlos. Él vació el cubo de basura y en seguida comenzó a lavar la pizarras.
– Bueno, hermana Regina -le dijo cuando terminó-, la veré mañana.
– Sí, adiós, señor Olczak.
Cuando él se marchó, la hermana se quedó inmóvil, al darse cuenta del remolino de sentimientos y confusión que le había provocado el hombre que acababa de salir. Era el tipo de respuesta femenina que se había negado a sí misma cuando tomó los hábitos. Y estaba prohibida.
Entrelazó los dedos en un gesto que denotaba tensión. Bajó la cabeza hasta sus nudillos y cerró los ojos. "Dios mío", oró, "ayúdame a permanecer pura de corazón e inmaculada de cuerpo como tu bendita madre. Ayúdame a mantener los votos que he hecho y a resistir estos impulsos mundanos. Permite que me sienta satisfecha con la vida que he elegido, para que siempre pueda servirte con el corazón y el espíritu puro. Amén".
Cuando Eddie entró en su casa percibió el olor a pollo cocido y café. Irene se hallaba en la cocina y sacaba unos esponjados y blancos ravioles de una olla cuando él llegó a la puerta. Ella lo miró. Y él a ella.
Irene se sonrojó. Él frunció el entrecejo. Ella se dio cuenta de que estaba molesto y sintió mariposas en el estómago.
– Lucy quería ravioles -explicó en tono de disculpa.
– Lucy siempre quiere ravioles. Irene…
Ella se dirigió a la puerta trasera y llamó a las niñas, que estaban en su casita de juegos, a través de la malla.
– ¡Niñas! ¡Ya es hora de cenar!
– Irene, te agradezco tu ayuda, pero…
– No. No digas más. Sólo iba a poner la comida en la mesa y después me iba a marchar. Te lo aseguro, Eddie.
Aunque Irene trató de ocultar sus lágrimas, Eddie notó de inmediato que le brillaban en los ojos. Verla así lo hizo sentirse muy mal y terminó por ablandarse.
– Escucha, te tomaste la molestia de preparar esta magnífica cena. Es justo que te sientes y comas con nosotros.
Las niñas irrumpieron empujándose.
– ¿Ya están los ravioles? -exclamó Lucy.
La comida estaba servida en la mesa, caliente y con un olor delicioso, y aunque Irene le dirigió una mirada anhelante, lo hizo mientras retrocedía.
– Mamá me espera -le aseguró a Eddie. Luego se dirigió a sus sobrinas-: Niñas, asegúrense de lavarse bien antes de comer. Vengan a darme un abrazo. Adiós, corazón. Adiós, querida -las abrazó a las dos y en seguida salió a toda prisa.
Las niñas corrieron al lavabo para tomar la barra de jabón, mientras Eddie seguía a Irene hasta la puerta del frente; se sentía culpable por resentir su amabilidad. Recordó las palabras de la hermana Regina. Irene sólo pretendía ayudar. Además, probablemente necesitaba estar cerca de él y de las niñas para poder vencer su propia e inmensa pena.
La alcanzó y le puso una mano en el hombro.
– Irene.
– Eddie, no quise… bueno, tú sabes.
El le apretó el hombro y luego dejó caer la mano.