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– Lo sé.

Ella se volvió a mirarlo.

– ¿Qué quieres que haga?

– Necesito tu ayuda, Irene -admitió Eddie con un suspiro.

– De acuerdo entonces. ¿Quieres que venga mañana?

– Sí, si no te molesta -respondió él, resignado.

Ella abrió la puerta y afirmó:

– Aquí estaré.

Eddie la miró salir corriendo hasta la camioneta que estaba estacionada junto a la acera. Irene subió y se marchó con una prisa poco usual en ella. Él se dio cuenta de lo mucho que la había lastimado sin querer.

La comida que Irene les había preparado estaba deliciosa. Apresuró a las niñas para que terminaran de cenar, le avisó a la señora Plotnik, su vecina de al lado, que saldrían a jugar con un grupo de chicos del rumbo y después corrió a la iglesia a tocar el ángelus. Cuando regresó a casa se puso a lavar los platos y llamó a las niñas para que tomaran su baño.

Llenó de agua la bañera y las dejó con órdenes de no tocar el talco de su madre. Un minuto después cerró la puerta del baño, pero ésta se abrió de nuevo y Anne salió y le tendió una nota.

– Mira lo que me encontré en el cesto de la ropa sucia, papá.

La nota estaba escrita con lápiz y la letra era casi ilegible. Sin hacer caso de los errores de ortografía y puntuación, la nota decía:

Eddie, me llebe tu ropa a casa para lavar Y puedes venir por ella mañana y ya estará planchada tía Katy.

La tía Katy Gaffke era hermana de su madre. Vivía a dos minutos a pie, de la casa de Eddie. Polaca de nacimiento, nunca había sido muy buena para escribir en el idioma del país que la acogió, pero él entendió el mensaje y el amor ocultos en aquel acto de caridad.

Al día siguiente, cuando pasó a verla a su casa, encontró sus camisas recién planchadas y colgadas en la puerta de la cocina, y a la tía Katy sentada en una mecedora baja, sin brazos, en su porche cerrado con cristal, profundamente dormida.

Se inclinó y le tocó el hombro.

– ¿Tía Katy?

Ella despertó con un ligero sobresalto.

– Eddie, no te oí llegar -lo vio y le dijo-: Siéntate, siéntate.

Se sentó en el sofá cama, que estaba cubierto con gruesos tapetes hechos en casa, que hacían que el colchón fuera casi tan duro como un banco de la iglesia.

– Aprecio mucho que hayas lavado y planchado nuestra ropa, tía Katy -comenzó él.

Ella hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

– Me da algo qué hacer.

– Me gustaría pagarte.

– Tal vez te gustaría, pero no lo harás. Lo que es más, pretendo seguir yendo por tu ropa todos los lunes, cuando lavo la mía.

El se levantó y la besó en la frente. Luego volvió a sentarse. Su tía olía a jabón de lejía hecho en casa y a fiambre de cerdo.

– ¿Cómo están las niñas? -preguntó.

– Irene viene por las mañanas a vestirlas para la escuela.

– ¿Y por las tardes?

– Ha estado viniendo también, pero creo que es mucho pedirle.

– Diles que vengan conmigo. Jugarán aquí después de la escuela tan bien como lo harían en su propia casa.

– ¿Estás segura?

– Me harán compañía. Los días se han vuelto muy largos para mí desde que tu tío Tony murió.

– ¿De verdad estás segura, tía Katy?

– Todavía no han aprendido a hacer tapetes caseros, ¿verdad?

– No.

– Bueno, tienen que aprender, ¿no lo crees? Yo las mantendré ocupadas. Cuenta con ello.

Y así fue como establecieron una rutina. Por las mañanas Irene llegaba antes de la hora de la escuela y por las tardes la tía Katy las cuidaba. Preparaba la cena para los cuatro y les enseñó a las niñas a secar los platos. El día de lavado Eddie corría hasta la casa de su tía a media mañana y le ayudaba a sacar y vaciar en el patio las tinas en las que lavaba. Los sábados limpiaba su propia casa. Las niñas aprendieron a sacudir y a desempolvar las alfombras. Los domingos se peinaban ellas mismas lo mejor que podían. Y los días de escuela, a las cuatro, Eddie no tenía nada de qué preocuparse.

Browerville era un pueblo pequeño y seguro donde los padres vigilaban a todos los niños por igual, no sólo a los suyos. Cada adulto del pueblo sabía no sólo cómo se llamaban todos los pequeños, sino que también conocía el nombre de sus perros. Las puertas nunca estaban cerradas, así que las niñas podían entrar en cualquier casa y pedir lo que necesitaran. Si se caían y requerían de una tirilla, alguien de seguro se las pondría. Si les diera hambre y quisieran un bocadillo, cualquiera les habría ofrecido un vaso de leche y galletas. Si se sintieran tristes y necesitaran a su madre, siempre habría un par de brazos amorosos que las consolarían.

Sí, sus amigos, vecinos y parientes se ocupaban de todo. De todo, menos de la soledad.

Capítulo 5

Terminó septiembre y las hojas comenzaron a cambiar. Como cada año, en octubre, los diferentes grupos de la parroquia unían sus esfuerzos para poner un bazar de otoño. Se llevaba a cabo un domingo, después de la segunda misa, en el Salón Paderewski. Las señoras preparaban una comida abundante con los alimentos de la cosecha de otoño: pollos, tartas, verduras y panes. La Sociedad de San José instalaba un puesto en el que vendía productos ornamentales: mantelitos para la mesa, carpetas tejidas para las cómodas y toallas bordadas para secar los platos. La Sociedad del Sagrado Corazón tenía una venta de pasteles y la Sociedad del Altar estaba a cargo del juego de lotería. Los Caballeros de Colón operaban una ruleta y en el extremo oeste de la escuela, al lado del baño de los chicos, los Caballeros de Colón tenían también un jardín de cerveza.

Eddie se hallaba ahí; iba ya en su segunda botella de Glueks cuando Romaine lo encontró.

– Y, ¿cómo va todo, Eddie? -le preguntó.

Eddie tomó otro trago de cerveza.

– Solitario, Romaine, solitario.

– Vamos a ir a un baile el próximo sábado. ¿Quieres ir?

– No… es demasiado pronto.

– De acuerdo, pero le prometí a Irene que te preguntaría.

– ¿A Irene?

– Sí. Me dijo que si tú ibas, ella nos acompañaría.

– Irene -murmuró Eddie para sí mientras movía la cabeza de un lado a otro.

– Es una buena mujer. Y siempre le has gustado, Eddie.

– Sí, lo sé -Eddie dio otro trago a su botella.

– Extraña a Krystyna casi tanto como tú, Eddie.

– Es sólo que ya no siento deseos de bailar -respondió.

Romaine lo sujetó del hombro y le dijo:

– De acuerdo, pero avísanos cuando te vuelvan las ganas.

– Sí, seguro.

Habían puesto varias mesas al centro del salón y la mirada de Eddie se paseaba de una a otra. La gente se turnaba para comer; al terminar dejaba las sillas plegables de madera fuera de su lugar. Eddie reaccionó como conserje: se dirigió al área del comedor y fue metiendo las sillas debajo de las mesas por donde pasaba. En el extremo noroeste, el más retirado, estaban todas las monjas. Ocupaban la misma mesa cada año.

Su atención se centró en la hermana Regina. Había estado actuando de modo extraño cuando se veían. Ya nunca la hallaba en el salón después de clases cuando él iba a limpiarlo; extrañaba su presencia y su charla. Siempre que se encontraban al pasar, ella se rehusaba a mirarlo a los ojos. Si no supiera que estaba equivocado, habría pensado que ella le tenía miedo.

Miró a las monjas que llevaban sus platos a la mesa. Cuando todas estuvieron sentadas, él se acercó y les preguntó:

– ¿Puedo traerles algo, hermanas?

La anciana monja Ignatius le respondió:

– Sí, señor Olczak, ¿podría traerme un café, por favor?

– De inmediato hermana. ¿Alguien más?

La hermana Gregory sonrió y dijo:

– Sí, por favor, señor Olczak.

La hermana Regina se negaba a mirarlo.