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– ¿Café para usted, hermana Regina? -le preguntó, y por fin ella tuvo que verlo.

Y fue entonces cuando Eddie lo comprendió. Se dio cuenta perfectamente de que ella estaba sonrojada, de lo encendidas que tenía las mejillas contra el blanco puro y rígido de su velo, y de que no podía sostenerle la mirada.

– Sí, gracias, señor Olczak -respondió ella casi en un susurro mientras desviaba a toda prisa la mirada, con mucha timidez. Siempre había sido reservada, guardaba la distancia, su voz era suave y mantenía una actitud de retraimiento, pero ese día era distinto. Se mostró tímida, como había visto que Irene hacía algunas veces. Precisamente como una mujer que trata de sobreponerse a un enamoramiento.

"Pero eso no es posible", pensó. "¡Ella es monja!" La posibilidad lo dejó tan desconcertado que corrió a buscar el café con el corazón en la boca.

– ¡Tres cafés para las monjas! -ordenó al tiempo que se colaba en la fila sin pedir siquiera disculpas.

¿Y si las otras la veían sonrojarse y se ponían nerviosas y sospechaban lo mismo que él? No tenía ni la menor idea de lo que le hacían a una monja si descubrían que le gustaba un hombre.

Cuando llevó el café le entregó una taza a la hermana Regina antes que a nadie, con toda intención; luego rodeó la mesa, con las otras dos tazas, para poder verla.

– Bueno, si quieren algo más, sólo silben -comentó.

Todas le respondieron y le dieron las gracias, menos la hermana Regina. Ella mantenía la vista fija en el plato, como si no se atreviera a mirarlo a los ojos.

Algo dentro de Eddie estalló.

Y no fue su ego. Tampoco su virilidad. En pocas palabras, fue miedo simple y llano.

Después del bazar, Eddie comenzó a evitar el salón de la hermana Regina hasta que tenía la certeza de que ya se había ido. Pensaba a menudo en la hermana y decidió que sus sospechas eran falsas. Ella no podía estar enamorada de él. Sencillamente no estaba en su naturaleza. Era la monja más dedicada que hubiera conocido. De seguro él había hecho algo para alejarla y esa idea lo molestaba mucho; no dejaba de preguntarse qué podría haber sido.

Una noche, después de que Anne le había preguntado en la cena por qué las monjas no podían ser madres, Eddie tuvo el sueño más extraño. Soñó con Krystyna, de pie en la cripta de piedra frente a la escuela; no dijo una palabra. Le sonreía con una expresión de profunda paz, pero estaba vestida con un hábito negro de la Orden de las Benedictinas.

El primero de noviembre, el día de la fiesta de Todos los Santos, no había clases. Era el día perfecto para que Eddie encerara los pisos de las aulas. Cuando llegó al salón de tercero y cuarto con su enceradora eléctrica se sorprendió al encontrar ahí a la hermana Regina, que trabajaba en el escritorio; cortaba algo en un papel marrón. Levantó la mirada cuando él apareció, pero de inmediato volvió al trabajo.

– Buenas tardes, hermana -saludó al tiempo que empujaba la máquina al interior-. Un clima terrible, ¿verdad? -observó mientras conectaba el aparato.

– Sí -las ráfagas de nieve golpeaban contra las ventanas.

– Parece que nevará con fuerza antes de que el día termine.

Ella no le respondió. Siguió su labor con las tijeras.

– Es día de descanso obligatorio. ¿Qué hace trabajando?

– ¡Oh! Esto no es trabajo. Estoy recortando un cuerno de la abundancia para el friso. Esto es… creatividad.

Eddie se acercó y miró lo que hacía.

– ¡Ah, es cierto! Pronto será el día de Acción de Gracias. Va a ser difícil dar gracias este año sin Krystyna -cuando ella no le respondió y continuó mostrándose distante, Eddie decidió que algo había cambiado en ella y que iba a averiguar qué era-. ¿Le molesta si me siento un momento? -preguntó.

Ella lo miró finalmente y Eddie notó un leve rubor que la hermana no logró ocultar, pero habló con total compostura.

– No -respondió ella en voz baja.

Se sentó en el primer asiento de la fila, frente a ella.

– Hermana, ¿he hecho algo para ofenderla? -preguntó también en voz baja.

– No.

– Usted parece tomarse muchas molestias para evitarme.

– Yo no trato de evitarlo en lo absoluto -hablaba con la misma reserva de siempre.

– Sí, hermana Regina. Me había acostumbrado a venir a su salón después de la escuela y a que charláramos sobre Anne y Lucy, y de Krystyna y mis sentimientos después de perderla. Ahora usted se asegura de no estar aquí cuando yo vengo. Sólo me preguntaba si le dije o hice algo que no fuera correcto.

– Usted no ha hecho nada.

– Extraño nuestras charlas, ¿sabe? -continuó con suavidad-. Supongo que podría conversar con otras monjas, pero… no me siento tan cómodo hablando con ellas como con usted.

Ella no despegó los ojos de la calabaza anaranjada que estaba recortando.

– Puede hablar conmigo ahora, señor Olczak.

– Soñé con Krystyna la otra noche -le contó Eddie-. Se hallaba de píe en la cripta y usaba un hábito como el de usted. No sé por qué soñé eso -titubeó. Esperaba una respuesta que jamás llegó-. Supongo que fue porque Anne me preguntó ese día por qué las monjas no podían ser madres; yo le dije que era porque ustedes estaban casadas con Cristo.

– Sí, así es -respondió ella; con mucho cuidado puso las tijeras en el escritorio-. Y por eso mismo, conversaciones como ésta están prohibidas para mí. Sin duda sabe, señor Olczak, que en nuestra orden la conversación con los legos se limita estrictamente a lo necesario.

Eddie enderezó la espalda.

– No, no lo sabía.

Ella se levantó y se acercó a la ventana; miraba hacia afuera para no tener que verlo al rostro. Con las manos metidas en las mangas del hábito le explicó:

– La vida de una monja es de silencio y reflexión. Eso forma parte de la obediencia. Y uno de los votos que tomamos es el de obedecer. Tal vez tenga razón. Tal vez he estado evitándolo, porque me he dado cuenta de que cuando estoy con usted me olvido con facilidad de las reglas sobre el silencio ordinario y hablo demasiado.

Él miró su espalda, muy recta.

– Quiere decir, hermana, que cada vez que vengo aquí y charlo con usted, ¿la hago pecar?

Ella no le respondió.

– ¿Lo hago? -insistió Eddie.

– Sí. Nuestros votos son perpetuos y las obligaciones que nos imponen deben cumplirse so pena de pecado.

– ¿Por qué no dijo nada antes? -preguntó.

– Porque parte de las conversaciones eran una necesidad. Su necesidad. Pensé que usted necesitaba a alguien con quién hablar, así que decidí escucharlo. Y ya que a nosotras, como monjas, se nos exige que practiquemos "la más cordial caridad", y estoy citando la Santa Regla, pensé: ¿cuándo se necesita más la caridad que después de una pérdida como la que usted sufrió? Usted y sus hijas. Estos últimos dos meses, desde la muerte de Krystyna, han sido… -no pudo terminar. Tenía un nudo en la garganta.

– Hermana -susurró él, horrorizado-. La he hecho llorar.

– No, no fue usted -sacó un pañuelo de su manga e inclinó la cabeza para usarlo.

– Entonces, ¿qué pasa? -él atravesó la habitación y se colocó detrás de su hombro-. Por favor, hermana, vuélvase.

– No, no puedo -ella sorbió por la nariz una vez-. Yo misma me he hecho llorar, no ha sido usted. Estoy pasando por una crisis personal y es un momento difícil para mí. Por favor perdóneme, pero debo irme.

Se volvió y se apresuró a salir de la habitación a una velocidad que hizo flotar su velo.

– ¡Hermana, espere! ¡Lo lamento! Yo no quise… -pero Regina ya no estaba.

Solo en el salón, Eddie no sabía qué hacer, no sabía qué pensar o creer. ¿La habría hecho pecar? ¿Y llorar? "Jesús, María y José, ayúdenme a comprender lo que le he hecho, porque ella es la última mujer en el mundo a la que quisiera perturbar de este modo".