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Aquella noche se quedó despierto en la cama durante horas; repasaba la escena una y otra vez en su mente. De pie detrás de ella, cuando la hermana perdió la compostura, tuvo una explosión de sentimientos que sólo había experimentado con Krystyna. Hubiera querido confortarla, abrazarla mientras lloraba, como lo haría con cualquier mujer que sufriera, pero la mera idea de hacerlo estaba fuera de lugar, dado que ella era una monja. ¿Abrazarla?

¿Tenerla entre sus brazos?

Las monjas eran representantes de Dios. Eran criaturas santas. Lo más cercano posible a ser ángeles aquí en la Tierra. Y no había en la Tierra ningún hombre que reverenciara más a las monjas que Eddie Olczak.

Entonces, ¿qué hacía él ahora, acostado en su cama con la idea de abrazar a una? Extrañaba a Krystyna, eso era todo. La extrañaba y la hermana Regina era la única mujer con la que se sentía bien. Pasaría mucho tiempo antes de que dejara de extrañar a Krystyna, mas si alguna vez se casaba de nuevo, sería con alguien como la hermana Regina, de eso estaba seguro. Anne la quería muchísimo y Lucy también.

"Hermana Regina… Hermana Regina… ¡Oh, hermana! ¿Será posible que todos la amemos de una manera que no está permitida?", pensó.

Al día siguiente se celebraba el Día de Muertos, en el que los católicos obtienen indulgencia plenaria si se confiesan y comulgan, además de rezar un cierto número de plegarias por las pobres ánimas del purgatorio y por el Papa.

La hermana Regina se prometió que cumpliría con todos esos requisitos, con la idea de que así lograría una remisión de sus castigos temporales por el grave pecado que había cometido el día anterior al hablar de nuevo con el señor Olczak en un terreno tan personal.

Aquella mañana después de los rezos detuvo al padre Kuzdek en el vestíbulo principal.

– Padre, ¿podría hablar con usted?

– Por supuesto, hermana.

– Quisiera confesarme, por favor.

– ¿Ahora?

– Sí, padre, si tiene tiempo.

– Muy bien. Abríguese. Iremos directo a la iglesia.

Afuera del convento el aire olía a ropa recién lavada y el cielo estaba aún oscuro; eran las seis y media de la mañana. La noche anterior habían caído casi doce centímetros de nieve y todavía se dejaban sentir algunas ráfagas. El señor Olczak ya estaba allí y había cavado un sendero temporal. No se podía escapar a la distracción que él representaba, porque aun en aquel momento oía su pala en alguna parte en el atrio de la iglesia, donde quitaba la nieve de los escalones altos y anchos antes de la primera misa.

¡El señor Olczak! Aquel nombre se hallaba casi siempre en su mente. ¿Cómo iba a quitárselo de la cabeza si lo tenía presente en su mundo a cada hora del día?

El padre entró en la iglesia. La guió por el presbiterio y los dos se arrodillaron camino del confesionario. En el interior siempre se percibía un vago olor a moho y a estiércol, por los zapatos de los granjeros. La hermana Regina entró en el pequeño espacio y se arrodilló, oculta por una pesada cortina de terciopelo marrón que dejaba pasar una corriente helada. Oyó al padre que se acomodaba en su asiento antes de que la división entre ellos se abriera y pudo ver la sombra de su mano hacer el signo de la cruz en el aire.

– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.

Ella se persignó con él y comenzó con las palabras que le habían enseñado desde que era una niña:

– Perdóneme padre, porque he pecado. Mi última confesión fue hace dos semanas. He venido a confesar algo muy grave -emitió un suspiro entrecortado.

El la escuchó y dijo:

– Dígame, hermana.

– Sí -susurró ella-. Esto es muy difícil -aspiró hondo para darse ánimos antes de continuar-. Casi sin darme cuenta me he hecho amiga de un seglar. Sólo somos amigos, aunque en el curso de nuestra amistad me he permitido hablar con demasiada libertad y nuestras conversaciones han tratado a veces de asuntos personales. Sé que estoy infringiendo mi voto de obediencia al hablar así con esta persona, pero cuando lo hago no siento que esté mal. ¿Cómo puede ser, padre?

– Esta persona… ¿es un hombre?

– Sí, padre -sintió que su corazón se aceleraba por el temor.

– ¿Y se siente atraída por él?

Después de varios latidos interminables respondió:

– Sí.

– ¿Y esas conversaciones con él la hacen dudar de su vocación?

– No, padre. Comencé a dudar de mi vocación mucho antes de que se iniciaran.

El corazón le latía cada vez más de prisa y se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Era la primera vez que admitía abiertamente, ante alguien, que tenía dudas sobre su vocación. Mientras no hubiera pronunciado esas palabras, todavía tenía oportunidad de retractarse, de decirse a sí misma que estaba equivocada y de que aquellas insatisfacciones eran sólo temporales.

El padre se tomó su tiempo para responder.

– ¿Ha hablado con la madre superiora sobre esto?

– Padre yo… tengo miedo de hacerlo.

– Pero la hermana Agnes es su consejera espiritual. Debe depositar su confianza en ella. Esto podría afectarla decisivamente durante el resto de su vida.

– Sí, padre. Voy a tratar. Y, padre, debe comprender que no sólo se trata de este hombre. Va mucho más allá de eso. He comenzado a encontrar defectos en gran parte de mi vida dentro de la comunidad religiosa… en la forma de ser de las hermanas: en cómo la hermana Samuel estornuda sobre nuestra comida en la mesa o cómo la hermana Mary Charles castiga a los niños con su cinta. Y luego la hermana Agnes me amonesta y me dice que guarde mi distancia con los niños, y eso me hace enfurecer, pero no se me permite discutirlo con nadie. La Santa Regla me dice que mi furia es en sí misma un pecado. Recientemente, he comenzado a dudar cada vez más de la Santa Regla y de las normas que gobiernan nuestra orden.

– La furia es un sentimiento humano. Cómo la manifestamos es lo que la convierte en un pecado o no. Hermana, tal vez, está usted siendo demasiado dura consigo misma.

– No lo creo. Una y otra vez he roto la Santa Regla y cada vez que ocurre hago penitencia, pero sigo pensando que yo tenía razón. Ha sido terrible, padre.

– ¿Cree usted, hermana, que ninguno de nosotros ha tenido dudas sobre nuestra vocación alguna vez? -ella no respondió, así que el padre continuó-. A veces, cuando luchamos con la duda y la tentación y triunfamos, salimos de la prueba más fuertes que antes y más seguros de que la vocación que seguimos era por completo adecuada para nosotros. Rece, hermana. Rece mucho para obtener respuestas; sé que las recibirá. Haga penitencia. Medite lo más que pueda. Y hable con la hermana Agnes. Tal vez se sorprenda de lo que escuche.

– Sí, padre. Lo haré, gracias.

Le impuso una penitencia sorprendentemente leve: sin duda sabía que la situación por la que atravesaba era bastante castigo.

Decidió no hablar con la hermana Agnes de inmediato, ya que pensó que tal vez no había orado, meditado o hecho penitencia lo suficiente. Primero insistiría en hacer más de esas tres actividades.

El clima siguió tan sombrío y triste como los pensamientos de la hermana; el tiempo seguía su curso y se acercaba el día de Acción de Gracias. Ella le pedía a Cristo que le permitiera saber cuál era su voluntad. Se enfrascó en un intenso período de búsqueda espiritual durante el cual rezaba muchas horas al día. Se impuso la rutina de ayunar hasta la cena y ofrecía su hambre a Dios como una penitencia más por sus dudas. La reflexión y la meditación se fueron convirtiendo así en la parte más profunda de cada día, sin embargo, casi nada pudieron hacer para despejar la confusión. Esperaba que la respuesta descendiera sobre ella como un halo luminoso, como una gran revelación que de pronto le arrojaría luz desde dentro.

Pero nada de eso ocurrió. Si Cristo sabía lo que quería que hiciera, no se lo estaba transmitiendo.