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Durante la semana del día de Acción de Gracias le escribió a su abuela sobre las tribulaciones por las que estaba atravesando, pero nunca envió la carta porque las reglas de la orden dictaban que toda la correspondencia que las hermanas enviaran debía colocarse, abierta, en el escritorio de la madre superiora. La hermana Regina guardó la carta y resintió el hecho de que nunca podría enviarla, con lo que añadió otro tanto a su cuenta de represiones.

Poco después del primer domingo de Adviento, cuando se ponía el nacimiento en la iglesia, cayó una fuerte nevada, seguida por un período de frío intenso que resultó peligroso. En la escuela los niños se vieron obligados por el mal tiempo a jugar en el gimnasio y en los pasillos durante el recreo y por las tardes; esto los volvía cada vez más traviesos. Entre los niños más pequeños se propagó la mala costumbre de correr por todas partes. Entre los mayores las peleas y las discusiones se volvieron frecuentes.

Fue el lunes de la última semana anterior a las vacaciones de Navidad cuando Anne Olczak se puso a jugar con algunos de sus primos mayores a perseguir a otros niños en uno de los pasillos. Como ya habían estado corriendo alrededor de los parapetos, la hermana Mary Charles les había advertido varias veces que no lo hicieran.

Anne tuvo la mala suerte de ser la que corría alrededor del extremo del parapeto, cerca del baño de las niñas, cuando derribó la campanilla de cobre. Al caer, golpeó en la cabeza a una niña de primer grado, pegó en el suelo y rebotó con un ruido estrepitoso a unos cuantos centímetros de los zapatos negros de la hermana Mary Charles.

– ¡Olczak, ven acá! -gritó y se prendió del hombro de Anne como si fuera un ave de rapiña que transportaba su comida-. ¡Ve lo que has hecho! -Anne miró a la monja, inmovilizada por el terror-. ¡Levanta esa campana!

Anne se apresuró a recogerla y la puso en el parapeto. La niña de primero gritaba de dolor mientras le brotaba sangre de una herida en la frente.

El dedo huesudo de la hermana Mary Charles señaló al suelo.

– Me esperarás precisamente aquí, señorita, y no te muevas ni un milímetro.

– No, hermana -susurró Anne muerta de miedo.

La hermana se inclinó para atender a la pequeña y la llevó con su maestra para que la examinara y la curara. La pobre de Anne tuvo que esperar diez minutos en medio de una creciente angustia hasta que la hermana Mary Charles regresó con cara molesta y expresión sombría.

– Muy bien, jovencita, ¡camina!

Anne no tenía que preguntar adonde. Ya lo sabía.

Lloraba cuando la puerta del salón floral se cerró tras ellas. A través de las lágrimas alcanzó a distinguir la cinta de hule que esperaba entre los helechos.

– ¡Eres una desobediente! -exclamó la hermana mientras se arremangaba el brazo derecho-. Y la desobediencia debe castigarse. ¿Lo entiendes?

Anne intentó susurrar un "Sí, hermana", pero no le fue posible articular palabra. La hermana tomó la cinta de hule.

– Extiende las manos y mientras te castigo, pide perdón a Dios por tus pecados.

– Pero si fue un acci…

– ¡Silencio! -gritó la hermana Mary Charles con tanta fuerza que su voz hizo que incluso las hojas de los helechos se estremecieran-. ¡Pon las manos ahora mismo!

Las manos sudorosas de Anne se extendieron, temblando, con un movimiento lento.

La hermana levantó su arma y lanzó un golpe… Anne no pudo evitarlo: retiró los brazos por reflejo.

La hermana Mary Charles se enfureció todavía más.

– ¡Muy bien! Iban a ser cinco. ¡Ahora serán seis!

Lucy estaba sentada con la espalda contra la pared del pasillo y con un hilo grueso jugaba a formar diseños entre los dedos con unas chiquitinas cuando su prima Mary Jean entró a todo correr y se deslizó hasta detenerse de rodillas.

– ¡La hermana Mary Charles se llevó a Anne al salón floral!

– ¿A Annie? ¿Qué hizo?

– Derribó la campana del parapeto y le cayó en la cabeza a una niña pequeña -explicó Mary Jean. Lucy sabía que no se debía tocar esa campana.

– ¿Annie? -dirigió la mirada hacia el salón floral y sintió náuseas en la boca del estómago-, ¿Está ahí con la hermana Mary Charles? -Lucy se arrancó el hilo de los dedos y se levantó.

"¡No lastime a mi hermanita! ¡Es usted una malvada!"

– ¡Oye, Lucy, espera!

Pero Lucy ya iba corriendo por el pasillo, al rescate, y no se detuvo sino hasta que llegó a la puerta del salón floral. Oyó que adentro la monja gritaba:

– ¡No me repliques!

Lucy comenzó a llorar y corrió con la persona más cercana que pensó que podría ayudarla.

– ¡Hermana Regina, venga pronto! ¡La hermana Mary Charles tiene a Annie en el salón floral y la está golpeando!

La hermana Regina estaba sentada frente a su escritorio. Se puso en pie de un salto, tan de prisa que su silla cayó mientras se dirigía al vestidor.

– Ve a jugar, Lucy, yo me ocuparé de esto.

Pasó a toda velocidad por el vestidor, como un derviche con velos negros y abrió la puerta del salón floral al tiempo que gritaba:

– ¡Deténgase en este instante!

Anne había recibido cuatro azotes y estaba de pie, sollozando. La hermana Mary Charles giró sobre sus talones.

– ¡Esta niña ha desobedecido! ¡Debe ser castigada!

– Pero no con furia ni crueldad. No lo permitiré.

– ¿Que no lo permitirá? ¿Y desde cuando tiene el derecho de darme permiso cuando reprendo a un niño?

– Esto no es reprender. Es una extralimitación, además ella no es una niña mala. Bastaría hablarle con firmeza por lo que hizo.

– Les enseñamos que la desobediencia es un pecado y éste es el castigo. No es peor que otros cientos de palizas que he propinado durante años, y eso los hace mejores.

– El que castiga el pecado es Dios Nuestro Señor y no usted. Y no puedo creer que siquiera uno de esos niños sea mejor porque lo hayan golpeado. Anne, por favor, ve al baño, suénate la nariz y espérame ahí.

Anne salió corriendo y las dejó a solas. La hermana Regina comentó con un tono de voz más tranquilo:

– Desde que llegué a este lugar he estado en contra de que golpee a los niños, pero parecía ser una especie de tradición y todos lo aceptaban. Bueno, pues yo no. No veo por qué haya que sacrificar a los niños por alguna amarga necesidad que usted lleva en su interior.

La hermana Mary Charles había dejado caer la cinta.

– Se está usted sobrepasando, hermana, y al hacerlo infringe la Santa Regla.

– Por favor, no me salga con lo de la Santa Regla. Tal vez sería bueno que volviera a leer el capítulo seis sobre la caridad, donde dice que los maestros no deben infligir castigos corporales a los alumnos. ¿Qué me dice de esa santa regla?

La hermana Mary Charles salió y dio un portazo.

Regina ocultó el rostro en sus crispadas manos y durante unos instantes trató de recuperar la compostura. Cuando la campana llamó de nuevo a las clases vespertinas, recordó que Anne todavía estaba en el baño, esperándola.

El baño de las niñas tenía ventanas de vidrio con dibujos y relieves; los muebles de madera eran tan oscuros como la melaza. Anne estaba con la cara vuelta a un rincón, llorando a mares, y Lucy, a su lado; se sentía muy mal, pero era muy joven para saber qué hacer.

Cuando su salvadora llegó, Lucy comentó con tono grave:

– Le pegó en las manos, hermana, y Annie no deja de llorar.

La hermana hizo que Anne se volviera; la niña se lanzó hacia ella y la abrazó con fuerza. El corazón de la hermana se llenó de piedad y amor e hizo caso omiso de la Santa Regla y de sus propios votos en peligro y le devolvió el abrazo mientras acariciaba con una mano el cabello de la niña. ¿Qué podía hacer? ¿Llevarla de regreso al salón y exponerla a las miradas curiosas y a los comentarios de sus compañeros? ¿O suspenderla por un tiempo? Tomó una decisión.