– Sería muy difícil -la voz de la madre superiora era cada vez más comprensiva-. Es mi deber informarle que la iglesia es muy firme a ese respecto.
"¿Me negarán el trabajo? ¿Aunque sea buena maestra?", pensó. La noticia la recorrió de arriba abajo como una corriente eléctrica. Lo que la madre superiora le estaba insinuando era que una vez que colgara los hábitos, la iglesia temía que influyera en otras monjas que quisieran renunciar.
– Creo que tendré que ir paso por paso -respondió la hermana Regina-. Pensé que lo primero era hablar con usted, luego con mi familia y después con quien se encargue de dar seguimiento formal al papeleo.
– Tendría que ser la priora, la hermana Vincent de Paul, en el convento de San Benito. Deberá de ir a verla, hablarle de lo que intenta hacer y llenar una solicitud para la dispensa de sus votos. Ella la enviará a la presidenta de la congregación, que a su vez la hará llegar al Santo Padre en Roma.
– Y entonces… mientras espero, ¿qué pasará?
– Volverá aquí y todo seguirá igual hasta que el Santo Padre firme la dispensa y ésta llegue aquí.
– Ya veo -"Queda la opción de las escuelas públicas", pensó Regina. "Siempre puedo dar clases ahí". Sin embargo, la idea le repugnaba: tener que enseñar en un sitio en el que no hubiera plegarias. Quería permanecer cerca de la estructura religiosa al igual que un niño que va a nadar por primera vez quiere tener cerca un salvavidas-. Así que después de ver a la hermana Vincent de Paul tendré tiempo suficiente para pensar en el futuro.
– Sí. Supongo que sí.
Parecían haber hablado de todo, pero a Regina todavía le faltaba una respuesta muy importante.
– ¿Podré ir a ver a mi familia?
La madre Agnes puso la cara larga y su rostro transmitió tristeza. Sin embargo, logró esbozar una débil sonrisa y respondió:
– Tiene mi permiso.
La hermana Regina extendió la mano y tocó la manga de la mujer mayor.
– Por favor, no se entristezca por mi, madre Agnes.
La madre Agnes puso la mano sobre la de Regina y le dio un ligero golpecito.
– Sí… bueno… -separaron las manos y volvieron a ocultarlas en el hábito-. Por favor, arrodíllese para recibir mi bendición.
De rodillas, la hermana Regina sintió el breve toque sobre la cabeza. La voz de la madre Agnes se redujo a un leve susurro y aunque en su plegaria rogaba a Dios que guiara a la hermana Regina en la elección que iba a hacer, ésta ya había tomado la decisión de que antes de volver de las vacaciones de Navidad iría al convento de San Benito y firmaría los papeles que la liberarían de sus votos.
La escuela cerró por las vacaciones de Navidad el viernes quince de diciembre y las clases se reanudarían el martes dos de enero. Eddie tenía que trabajar durante las vacaciones, así que hizo planes para que las niñas pasaran la primera semana en casa del abuelo y la abuela Pribil y la segunda con los abuelos Olczak. Le pidió a uno de sus sobrinos que tocara el ángelus vespertino y llevó a las niñas a la casa de la abuela Pribil el viernes por la noche.
La madre de Krystyna autorizó a las niñas a ayudarla a hornear galletas para Navidad, y les contó que afuera en el granero había una gata con cuatro gatitos y que podían escoger uno para llevarlo a la casa y hacerle una cama cerca de la estufa de leña; cuando volvieran a casa, le preguntarían a su padre si podían quedárselo.
El abuelo Pribil las llevó al granero y escogieron una gatita rayada de pelo suave y sedoso y la cola levantada como si fuera un brote de espárrago. La tía Irene comentó que era del color del azúcar quemada, así que las niñas decidieron llamarla Azúcar.
Todos tomaron una deliciosa comida casera y luego pasaron la tarde entera jugando cartas. Mary se puso un viejo suéter azul encima de su vestido para estar en casa y salió con Eddie al porche cuando él se marchaba. Se detuvieron antes de bajar los escalones y observaron la camioneta de Eddie. Sobre la pintura verde comenzaba a caer un poco de nieve.
Eddie tomó a su suegra por el hombro y le dio un fuerte apretón.
– Es mejor que me vaya. El ángelus es ahora más temprano.
Se dieron un beso en la mejilla y un abrazo de buenas noches.
– Cuídese.
Desde la ventana de la cocina Irene vio a Eddie caminar hacia su camioneta, acomodarse tras el volante, encender el motor y dar vuelta en el patio de la granja. Lo observó con un anhelo que le llenaba los ojos y la garganta. Todavía seguía en la ventana cuando él se alejó lentamente por el camino de grava, dejando tras de sí en la nieve un par de huellas idénticas.
Al día siguiente Eddie trabajó en la escuela desierta; quitó los árboles de Navidad de todos los salones de clase y los quemó en el incinerador. Con la ayuda de Joey, el hijo de Romaine, sacó las sillas plegables de madera del almacén del gimnasio y lavó y enceró el piso. Revisó el horno de la calefacción y llenó el tragante para toda la noche. Eso era justo lo que estaba haciendo cuando Romaine llegó cerca de las cuatro menos cuarto aquella tarde.
– Oye, hermanito, te he estado buscando. Es sábado por la tarde y tus hijas están en la granja. Pensé que tal vez querrías darte una vuelta por la taberna y tomar un par de tragos.
– Claro, ¿por qué no? Sólo échame una mano con este carbón.
Terminaron de llenar el tragante y se dirigieron a la taberna. Era uno de esos días grises, oscuros y ventosos. En el establecimiento había mucho humo de cigarrillos y se estaba llevando a cabo un insulso juego de dados.
Romaine ordenó un whisky y un vaso de agua para acompañarlo. Eddie ordenó una botella de cerveza Grain Belt.
Les llevaron sus bebidas. Hicieron un brindis intrascendente:
– ¡Chócala! Romaine dejó su vaso en el mostrador.
– ¿Cómo has estado?
– Ha sido difícil -respondió Eddie-. ¿Quién quiere jugar a ser Santa Claus solo?
En ese momento entró uno de los parroquianos, Louie Kulick. Se acomodó en un banco al lado de Eddie y le preguntó:
– ¿Adonde va la hermana Regina?
– ¿A qué te refieres?
– Está allá afuera, esperando al autobús. Lo raro es que está sola -todos sabían que las monjas siempre viajaban acompañadas.
Eddie dejó en el mostrador su botella de cerveza y comentó:
– Ahora vuelvo.
Al lado de la taberna, bajo el letrero de Greyhound, estaba la hermana Regina, de pie en la acera con una pequeña maleta de cartón a sus pies. Sujetaba una gruesa capa negra tejida a mano con la que se tapaba la garganta. Parecía congelada en aquel lugar, temblando de frío en la oscuridad de la tarde.
– ¿Hermana Regina? -la llamó desde atrás.
Ella giró al oír la voz y exclamó:
– ¡Oh, es usted, señor Olczak!
– ¿Está esperando el autobús?
– Sí, pero parece que viene retrasado.
– Hermana, perdóneme por preguntar, pero ¿dónde está su acompañante? ¿No viaja alguien más con usted?
– Hoy estoy sola, señor Olczak.
– ¡Ah!
Era obvio que él no entendía la razón, así que ella le explicó:
– Voy a casa de mis padres para pasar la Navidad. Tienen una granja cerca de Cilman.
– ¡Ah, Gilman! -hizo un cálculo rápido y supuso que sería un viaje de hora y media o dos horas, eso si el autobús no paraba en el camino. Si no era directo o si tenía que hacer un cambio de autobús, la hermana tendría suerte si llegaba a su destino a las diez de la noche.
– ¿Y el autobús es directo? Quiero decir, ¿llega hasta Gilman?
– Bueno, no.
– ¿Hasta dónde llega?
– No tiene que preocuparse por mí, señor Olczak.
– ¿Hasta dónde, hermana? ¿A Saint Cloud? ¿A Foley? -ella volvió el rostro hacia el otro lado y su velo se infló con el viento. El se acercó e insistió-: ¿Y cómo va a llegar a la granja? Permítame llevarla, hermana.
– ¡Oh, no, señor Olczak! -él percibió un leve resquicio de pánico en su voz.