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– La llevo a la granja de sus padres. Por favor, déjeme hacerlo.

– ¿Dónde están sus hijas? -preguntó ella.

– En casa de su abuela Pribil. Por favor, déjeme llevarla.

Ella estaba ansiosa por aceptar, pero no podía. Todavía sin mirarlo, admitió:

– No se me permite hacerlo. No sin una acompañante.

– Usaré el auto de Romaine. Puede sentarse en la parte de atrás. La llevaré hasta la puerta misma de la casa de sus padres. ¿La están esperando?

Ella miró a lo lejos y se negó a responder.

– ¿Tienen teléfono? -preguntó él. Ella seguía en silencio, así que Eddie continuó-: No tienen, ¿verdad?

Eran pocos los granjeros que tenían.

– Tengo un tío en Foley -respondió ella por fin-. Estoy segura de que él me llevará a la granja.

A Eddie comenzaba a agotársele la paciencia.

– Perdóneme, hermana, pero es una tontería que esté usted aquí esperando un autobús retrasado, en un clima como éste, para luego tener que recorrer Foley en mitad de la noche, sin saber cuándo llegará a casa. ¿Cree que Krystyna la dejaría hacer algo así sin tratar de ayudarla? Bueno, pues yo tampoco. Espere aquí.

Regresó adonde estaba Romaine.

– Necesito que me prestes tu auto. La hermana Regina tiene que ir a Gilman y no quiero llevarla en la camioneta. ¿Tocarías el ángelus por mí a las seis?

– Claro.

– Gracias. Si acaso necesitaras mi camioneta, tómala. Tiene las llaves puestas.

El auto de Romaine estaba al otro lado de la calle. Eddie le dio vuelta para cambiar de sentido, se aproximó a la acera y se colocó al lado de la hermana. Metió la maleta en el asiento de atrás, esperó a que ella subiera y luego cerró la puerta.

Cuando estuvo de nuevo tras el volante, comentó:

– Vi que hay una manta allá atrás. Póngasela sobre las piernas, porque la calefacción es un poco lenta.

Regina se cubrió las piernas y miró caer los copos de nieve que volaban como cabellos al viento frente a los faros del auto.

– ¿A qué distancia está Gilman de Foley? -preguntó Eddie.

– A unos cuantos kilómetros, de este lado.

– Está bien. Cuando estemos más cerca me dirá por dónde ir.

Después de aquello él condujo en silencio.

La hermana podía distinguir la silueta de su cabeza contra el parabrisas, la línea de su gorra, la oreja derecha y el hombro del mismo lado. Ya era bastante malo que con cada kilómetro que recorría sin chaperón rompiera la Santa Regla, pero no conforme con eso, se permitía tener pensamientos sobre él que le estaban vedados. La atracción física que le provocaba, combinada con la consideración y la soledad de Eddie, el hecho mismo de su disponibilidad, le hicieron sentir una punzada debajo de las costillas. No dejaba de pensar que en sólo seis meses podría disfrutar del sencillo placer de pasear en auto con un hombre cuando se presentara la oportunidad.

¿Qué pasaría si él supiera que iba a pedir una dispensa de sus votos? ¿Qué opinaría? ¿Cómo tomaría la noticia? Quería decirle la razón por la que iba a su casa, pero todavía era monja y lo sería por lo menos medio año más, y durante ese tiempo se esperaba que se comportara de acuerdo con las reglas de la orden.

En Long Prairie llegaron a llanuras con muchas granjas… kilómetros de oscuridad apenas iluminados por los faros del automóvil, los copos de nieve y la luz ocasional de algún granero.

– Aquí es -indicó ella después de cuarenta y cinco minutos de silencio interrumpidos sólo por sus señalamientos-. Deténgase al lado de los manzanos.

Comenzó a ladrar un perro y una luz se encendió en el patio.

Eddie se detuvo donde ella le señaló, apagó las luces y el motor y se volvió a mirarla por encima del asiento.

– Hermana, sólo dígame cuándo y volveré para recogerla.

– No será necesario. De regreso tengo que pasar por el convento de San Benito y estoy segura de que mi padre me llevará.

– Bueno… entonces está bien. Feliz Navidad.

– Feliz Navidad. Y gracias por traerme. Espero que llegue usted con bien.

Eddie bajó del automóvil y le abrió la puerta de atrás. Cuando sacaba la maleta, una voz de mujer gritó:

– Jean ¿eres tú?

– Sí, soy yo, mamá.

– ¡Oh, Dios mío! ¡ eres tú!

Y una voz de hombre notoriamente embargada por una repentina emoción preguntó:

– ¿Regina?

Luego salieron a toda prisa del porche trasero cubierto y corrieron hacia el camino. Eddie los vio abrazarse y no dejaba de pensar: "Se llama Jean, se llama Jean". El padre de Regina trató de quitarle la maleta de las manos a Eddie.

– Yo la llevo.

– No, señor. Ya la tengo yo. Permítame llevarla a la casa.

– Él es el señor Olczak, papá, el conserje de San José -explicó Regina-. Tuvo la amabilidad de traerme hasta aquí esta noche y con este clima.

– Señor Olczak -Frank Potlocki le estrechó la mano-. Pase usted. Berta le preparará una taza de café antes de que se vaya.

La habitación era común y corriente, pero estaba inmaculada. Tenía una cocina de hierro colado que funcionaba con leña, una mesa tan grande como una carreta para heno y un gastado piso de linóleo azul. Berta Potlocki sacó agua de un tanque para llenar una olla mientras Frank ponía maderos para avivar el fuego.

Luego todos se sentaron a la mesa y Berta le preguntó a su hija:

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

– Hasta después de Navidad.

Con una mano Berta cubrió la de su hija sobre el hule de la mesa. Las lágrimas en sus ojos hablaban de cuánto tiempo había pasado sin que pudiera hacerlo.

– ¡Espera a que tu abuela sepa que estás aquí! ¡Oh, Jean! ¡Cómo te extraña!

– ¿Cómo está?

Mientras charlaban, Eddie se dio cuenta de que Regina (Jean) Potlocki había crecido en un ambiente muy parecido al suyo, en aquella enorme casa de granja llena de corrientes de aire, rodeada por gente que amaba. Una madre con el rostro rojizo de tanto guisar en una cocina de leña y un padre que incluso en pleno invierno tenía la frente blanca por encima de la línea de su sombrero y el rostro tostado por debajo. Sacaron de la alacena panecillos hechos en casa y trajeron del helado porche un tazón con mantequilla, medio kilo de mermelada de cereza silvestre y una jarra de crema espesa, directo de la centrífuga.

Desde el otro lado de la mesa, Eddie observó cómo la hermana Regina juntó las manos y musitó una rápida plegaria antes de untar el pan con una gruesa capa de recuerdos de su hogar. Cuando ella le dio una gran mordida al pan y levantó el rostro, tenía mantequilla en las comisuras de los labios y vio que Eddie la observaba con una sonrisa.

La hermana Regina se sonrojó. Sólo entonces recordó que no le estaba permitido comer con seglares, pero el pan casero y la mermelada de cereza que su madre preparaba eran demasiado deliciosos para resistirse.

En la puerta, cuando ya se marchaba, Eddie se volvió hacia la hermana Regina sin dejarle saber lo que sentía. Sus padres estaban a metro y medio de distancia.

– Si me dice qué día quiere regresar, yo puedo venir por usted y llevarla.

– ¡Oh! No gracias, señor Olczak. Mi padre me llevará.

– Puede apostar a que lo haremos, ¿no es cierto, mamá? -Frank le estrechó la mano a Eddie-. Conduzca con cuidado.

– Eso haré. Parece que ya va a dejar de nevar.

Eddie miró a la hermana Regina y lo invadió el loco deseo de abrazarla. Tuvo la clara impresión de que si lo hacía, ella le devolvería el abrazo.

– Feliz Navidad, señor Olczak -expresó ella en voz baja.

– Le deseo lo mismo, hermana -dio un paso atrás, hizo un gesto con la cabeza, abrió la puerta y se despidió-: Frank… Berta… fue un placer conocerlos.

– El placer fue nuestro -le respondieron y lo dejaron que se marchara en la nieve. Mientras volvía a casa iba preguntándose si acaso sería un pecado mortal enamorarse de una monja.