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Se llamaba Krystyna Olczak.

Todos en browerville conocían a Eddie Olczak. Y a todos les agradaba. Era el octavo o noveno hijo de Hedwig y Casimir Olczak, inmigrantes polacos que vivían en las afueras, al este del pueblo. No sabían si era el octavo o el noveno porque Hedy y Cass tenían catorce hijos y, cuando hay tantos en una familia, el orden a veces se confunde un poco. Eddie vivía a media cuadra de Main Street, la calle principal, en la casa más vieja del pueblo. La había arreglado muy bien cuando se casó con la linda y menuda Krystyna Pribil, cuyos padres poseían una granja a un lado de la carretera Clarissa, al norte del pueblo. Richard y Mary Pribil tenían siete hijos, pero todos recordaban siempre a Krystyna porque había sido la "Princesa de los lecheros de Todd County" el verano anterior a su matrimonio con Eddie.

Los niños del pueblo conocían a Eddie porque desde hacía doce años era el conserje de la iglesia católica de San José. También se ocupaba de la escuela parroquial, así que era común ver su figura alta y delgada deambulando por los terrenos de la parroquia mientras barría el polvo con un felpudo, llevaba botellas de leche o tocaba las campanas de la iglesia a cada hora del día y la noche. Vivía a sólo cuadra y media, así que cuando había que tocar las campanas para el ángelus, él corría a la iglesia a hacerlo.

Podía decirse que las campanas de San José regulaban las actividades del pueblo, ya que casi todos en Browerville eran católicos. La gente que pasaba por ahí se sorprendía a menudo de que un lugar tan pequeño, con apenas ochocientas personas, tuviera no una ¡sino dos iglesias católicas! La de San Pedro estaba en el sur del pueblo, pero la de San José se erigió primero y era polaca. A la de San Pedro le faltaba la imponente presencia de la de San José con su grandiosa estructura neobarroca, sus minaretes en forma de cebolla, las columnas corintias y sus cinco espléndidos altares.

Todas las mañanas, de lunes a viernes, a las siete y media, Eddie tocaba lo que sencillamente se conocía como la primera campanada: seis tañidos monótonos para avisar a todos que en media hora comenzaría la misa. A las ocho en punto tocaba las tres campanas al unísono para dar inicio a la misa. Al mediodía en punto estaba ahí para llamar al ángelus: doce repiqueteos de una sola campana que detenían las actividades de todo el pueblo y que marcaban la hora de la comida. Durante las vacaciones de verano todos los niños del pueblo sabían que al oír tocar el ángelus de mediodía tenían cinco minutos para llegar a casa a comer ¡O si no estarían en un gran problema! Y al final de cada día de trabajo, aunque Eddie por lo general ya se encontraba en casa a las cinco y media, corría de vuelta a la iglesia a las seis en punto para tocar el ángelus vespertino, después del cual todo el pueblo se disponía a cenar. Las mañanas de domingo, cuando se celebraban tanto la misa mayor como la misa menor, tocaba un llamado extra y luego volvía a tañer las campanas para anunciar el rezo de la víspera de ese día. Los sábados por la tarde ahí estaba de nuevo para llamar al rosario y a la bendición, antes del servicio.

También se requería que tocara las campanas en ocasiones especiales del año. Además, la tradición católica polaca dictaba que siempre que alguien moría, las campanas redoblaran una vez por cada año que la persona hubiera vivido.

Debido a la naturaleza de este trabajo y a que en ocasiones se requería guardar un minuto de silencio entre tañido y tañido de la campana, Eddie no sólo se había vuelto un hombre ordenado, sino también paciente.

El trabajar cerca de los niños le hizo cultivar una paciencia aún más profunda. Los chicos derramaban la leche en el comedor, dejaban caer los borradores llenos de gis en el suelo, en invierno chupaban la escarcha adherida a los cristales de las ventanas, en primavera entraban con los zapatos enlodados y pegaban los chicles prohibidos debajo de los escritorios.

Sin embargo, a Eddie esto no le molestaba en absoluto. Amaba entrañablemente a los niños. Y aquel año tenía a sus dos niñas en la clase de la hermana Regina: Anne, de nueve años, en el cuarto grado y Lucy, de ocho, en tercero. Las había visto afuera hacía apenas un rato, durante el recreo matutino; jugaban a la ronda en el césped verde del patio de juegos. La hermana Regina las acompañaba; jugaba también y sus velos negros ondeaban en la brisa del otoño.

Ya habían regresado al interior del edificio y sus voces infantiles dejaron de flotar en la agradable mañana; en tanto, Eddie hacía la limpieza de otoño en los patios. Era un hombre que se sentía plenamente satisfecho mientras cargaba las herramientas en la carretilla y la empujaba para ir a limpiar el estanque de peces dorados que se encontraba en el patio del padre Kuzdek. El patio era inmenso y se hallaba situado al sur de la iglesia. El refectorio quedaba en la parte de atrás, lejos de la calle. A veces los Caballeros de Colón le ayudaban a podar y arreglar el césped. Así lo hicieron el sábado anterior: llegaron como los mismos trabajadores incansables y leales de siempre.

Eddie estaba de rodillas en el estanque cuando vio con sorpresa a Conrad Kaluza, uno de esos hombres tan trabajadores, acercarse por la acera. Eddie se sentó sobre sus talones y esperó.

– Vaya, Con, ¿qué haces por aquí a estas horas? ¿Vienes a ayudarme a limpiar este estanque enlamado?

Conrad se veía pálido y trastornado; se acuclilló al lado del estanque. Eddie vio que los músculos alrededor de la boca le temblaban. Alarmado, preguntó:

– ¿Qué pasa, Con?

– Eddie, temo que te traigo muy malas noticias. Hubo, eh… -Conrad se aclaró la garganta-. Hubo un accidente.

Eddie se puso tenso y miró hacia el sur, hacia su casa. Comenzó a incorporarse.

– Krystyna…

– Temo que sí -confirmó Conrad.

– ¿Está bien, Con?

Conrad volvió a aclararse la garganta y aspiró profundamente.

– Yo… siento decirte que no, Eddie. Un tren golpeó su auto cuando pasaba por el cruce camino de la casa de sus padres.

– ¡Yezhush, Maria! -exclamó Eddie en polaco y se santiguó. Luego se obligó a preguntar-: ¿Está muy mal?

Conrad no le respondió.

– Está viva, ¿no es cierto, Con? -gritó Eddie y sujetó al hombre por los brazos-. Sólo está herida, ¿verdad?

Por fin, Conrad acertó a hablar y cuando lo hizo su voz se oyó jadeante y poco natural.

– Es lo más difícil que he tenido que decirle a alguien.

– ¡Oh, Dios! ¡Con, no!

– Está muerta, Eddie. Que su alma descanse en paz.

El rostro de Eddie se hallaba desfigurado; el hombre comenzó a remecerse.

– No puede estar muerta. Ella está… -Eddie miró hacia el norte, a la casa de sus suegros-… está en casa de su madre, haciendo conservas. Ella y su madre van a… ¡oh, Con, no, no! ¡Krystyna no!

Eddie comenzó a llorar.

– ¡Mi Krystyna no! -gimió.

Conrad esperó un momento y luego lo apresuró.

– Ven, Eddie, vamos a decírselo al padre Kuzdek; él dirá una plegaria contigo.

Eddie le permitió que lo ayudara a ponerse de pie, pero se volvió hacia el edificio de la escuela en el punto más alejado de la iglesia y musitó:

– Las niñas…

– Ahora no, Eddie. Vamos a ver al padre primero, ¿está bien?

El padre Kuzdek abrió él mismo la puerta; era un polaco de constitución robusta, que comenzaba a quedarse calvo; iba vestido con una sotana negra. Apenas rebasaba los cuarenta años y usaba anteojos con arillo metálico como los del presidente Truman, que enmarcaban los lados de su cara rosada y redonda.