– Estoy segura de que ha pedido la guía del Señor para tomar esta decisión.
– Sí, madre.
– Y que ya la ha comentado con su consejera espiritual.
– Y con mi sacerdote. Mi familia también lo sabe.
– Bueno, entonces me parece que ya ha tomado su decisión.
– Sí, madre.
– Cerrará de esta manera un capítulo importante en su vida, conozco a muchas monjas que consideraron adecuado abandonar la orden, y cada una de ellas, en su nueva vida, se ha convertido en un gran aliado nuestro. Así que -buscó un formulario y se lo pasó por encima del escritorio- lo único que tiene que hacer es llenar la solicitud oficial y yo se la haré llegar a la hermana Grace, la presidenta de la congregación; ella la enviará a Roma.
Llenar el formulario fue un trámite tan rápido que le pareció una ironía, después de todos los años que había estudiado y se había preparado para convertirse en monja.
La hermana Vincent estampó su firma y colocó el documento en medio del papel secante de su escritorio; luego colocó las manos a los lados y miró a la hermana Regina.
– Sin duda sabe que la dispensa puede tardar hasta seis meses.
– Sí, madre.
– Durante ese tiempo debe recordar que todavía está obligada a obedecer sus votos perpetuos. Y por obvias razones sería mejor no hacer público el hecho de que ha solicitado una dispensa.
– Sí, madre.
– Muy bien -la hermana Vincent se levantó, metió las manos debajo del escapulario delantero de su hábito-. Que el Señor esté con usted, hermana Regina.
– Gracias. Que Dios la bendiga, madre.
– Y a usted también.
La sensación de ironía continuó cuando la hermana Regina abandonó los terrenos del convento de San Benito y caminó lentamente por la calle hacia la parada del autobús con su maleta. Había esperado que la priora la sometiera a un intenso interrogatorio, pensó que tendría que defender su decisión como hacen los criminales frente a sus acusadores. Pero, en vez de eso, la priora acató su decisión con la mayor seriedad y respeto. Parecía haber una regla no escrita que rezaba: "No obligamos a nadie a quedarse si no lo desea".
Los días del invierno pasaban tristes y fríos, con pocos cambios en la rutina, salvo por la devoción de las Cuarenta Horas, cuando todas las luces de la iglesia se mantenían encendidas durante cuarenta horas consecutivas de plegarias.
Fue después de este período que Eddie tuvo que ir al norte del pueblo, a Wroebel and John's, a comprar paño de franela para pulir bronce. Mientras estaba ahí, John Wroebel le comentó:
– Así que perderemos a la hermana Regina, ¿eh? Es una lástima, ¿no es cierto?
Eddie se puso súbitamente en alerta.
– ¿Perderla? ¿A qué te refieres?
– Dejará de ser monja. ¿No lo sabes? Parece que ya comenzó el proceso definitivo de separación de la iglesia.
John le tendió a Eddie su cambio, pero él no lo tomó.
– ¿Quién te lo dijo?
– El padre Teddy -era el hermano de John, un sacerdote de la iglesia de Santa María en Alexandria, Minnesota. Había sido uno de los sacerdotes invitados en el pueblo durante la devoción de las Cuarenta Horas-. Aquí tienes tu cambio, Eddie.
Eddie apenas sintió las monedas caer en su palma antes de alejarse. Salió y se fue directo a San José; durante todo el camino se preguntó si sería cierto.
La idea que tenía fija en la mente era ir con Regina y preguntarle sin rodeos. Cuando se asomó a su salón de clases, ella estaba de espaldas y recorría las hileras entre los bancos, mientras los niños se inclinaban en silencio sobre sus libros abiertos. Eddie dio unos golpecitos en la puerta y preguntó:
– Discúlpeme, hermana ¿puedo hablar con usted un minuto?
Ella se volvió y sus miradas se encontraron por encima del ambiente encerrado del salón. El notó un asomo de gusto que ella no alcanzó a ocultar por completo.
– ¿Sí, señor Olczak? -susurró ella mientras se acercaba.
– ¿Podría venir al salón floral un momento, por favor?
Ella enarcó las cejas, sorprendida.
– ¿Por favor? -repitió él y pasó a través del vestidor. Abrió la puerta del salón floral y se volvió para mantenerla abierta mientras esperaba que ella pasara.
La hermana dirigió una rápida mirada a sus alumnos. Todos estaban en orden y concentrados en su trabajo. Volvió la vista al suelo, pasó al lado de Eddie y entró en la privacidad del salón floral.
El primero cerró la puerta a sus espaldas y después, también la que daba al pasillo. Se detuvo frente a la religiosa, cara a cara, más cerca de lo que había estado jamás.
– ¿Es cierto? -preguntó-. ¿Va a dejar la orden?
Ella lo miró sorprendida.
– ¿Quién se lo dijo?
– John Wroebel. El padre Teddy se lo comentó.
Ella volvió la cabeza; no quería mentir, pero estaba obligada a callarse la verdad.
El tocó el manto blanco que llevaba bajo la barbilla y la obligó a levantarla. Y ahí dejó el dedo, sobre la tela almidonada e inmaculada que nunca antes había tocado.
– ¿Es cierto?
– ¿Qué hace? No debe tocarme.
Entonces ella lo tocó a él deliberadamente por primera vez: le retiró la mano para escapar, pero cuando trató de escabullirse, él se movió más rápido; la sujetó de la delgada manga negra e hizo que se quedara.
– ¿Sabe lo asustado que estoy? -se veía sonrojado y una vena le sobresalía en la frente-. ¿Cree que esto es fácil para mí?
– ¡Suélteme! -le sujetó las muñecas y trató de hacer que la soltara, pero él era tan fuerte que no pudo lograrlo.
– Hermana, por favor, si esto tiene algo que ver conmigo…
– ¡No, por favor! -exclamó suplicante, con los ojos cerrados.
– ¿Cuándo decidió marcharse? ¿Cuándo?
– Por favor, señor Olczak… me está lastimando.
Él la soltó.
– Lo lamento, hermana -susurró-, pero tengo que saberlo. ¿Cuándo se irá? ¿Y por qué? Por favor, sólo dígamelo. ¿Tiene algo que ver conmigo? Tengo la impresión de que sí.
– Sigo siendo una monja. Esto está prohibido.
– ¿Cuándo se irá? ¿Adonde? -la sujetó del brazo una vez más.
Ella cerró los ojos y comenzó a rezar con desesperación:
– Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú…
– Me parece que existen algunos sentimientos entre nosotros, ¿no es verdad?
– Por favor, señor Olczak -susurró ella débilmente.
– Entonces sólo respóndame una pregunta. ¿Cuándo será libre?
Ella abrió la boca; tenía lágrimas en los ojos.
– Tengo que saber -insistió él en voz baja-. ¿Cuándo?
– Tarda seis meses -susurró ella-. Ahora déjeme ir -él la soltó con cuidado y dejó caer las manos -. Si tiene algo de consideración no vuelva a hacer esto, por favor.
– Muy bien. Lo lamento, hermana.
– Debo regresar con los niños.
Él se hizo a un lado y le permitió llegar a la puerta. La hermana salió rápidamente y volvió a su salón de clases.
Llegó la cuaresma, triste y al parecer interminable. Acorde con el espíritu melancólico de esa época del año, Eddie y la hermana Regina soportaban el peso de sus sentimientos como la penitencia que podían ofrecer a Dios: "Practicaré la paciencia. No sucumbiré a mis tentaciones. En vez de ello voy a orar y haré buenas obras".
Así que si él tenía que limpiar su salón después de clases, cuando ella todavía estaba ahí, pasaban por ese momento de titubeo cuando Eddie aparecía en la puerta y entraba. Ella lo miraba desde su escritorio sin decir nada. El cruzaba la puerta y se detenía ahí, a su vez, sin pronunciar palabra. Por lo general, era ella la primera en recuperarse y romper el silencio.
– Hola, señor Olczak -lo saludaba para luego volver al trabajo.