– Hola hermana -respondía él. Luego, mientras barría, limpiaba, borraba y fregaba, los dos fingían una indiferencia que sólo les servía para hacerlos más conscientes al uno del otro. Y si los latidos de sus corazones se aceleraban cuando se encontraban en el corredor, y si se quedaban sin aliento, lo ocultaban bien.
El ambiente sombrío cambió a mediodía del Sábado de Gloria. ¡La cuaresma llegaba a su fin! ¡El ayuno había terminado! Los niños de la parroquia podían comer los dulces a los que habían renunciado durante la cuaresma; ¡los adultos podían comer carne! Y Eddie tocó de nuevo las campanas.
Las tocó una y otra vez, más tiempo que en cualquier otra época del año, y con ese sonido su espíritu se reanimó.
Aún así extrañó a Krystyna la noche del Sábado Santo con un dolor muy intenso. La Pascua siempre había significado ropa nueva para todos. Les compró a las niñas abrigos nuevos, iguales y de color lavanda, del catálogo de Montgomery Ward, además de sus guantes, zapatos, calcetas largas y crujientes velos, todo en color blanco para la procesión de esa noche. Pero, mientras los tres se dirigían a la iglesia de San José en aquel anochecer primaveral, las niñas caminaban con tristeza una a cada lado de Eddie, en lugar de ir entre él y Krystyna, como habían hecho siempre. El ruido de los tacones que golpeaban la acera le hizo sentir un nudo en la garganta y Eddie tuvo que alzar la mirada al cielo para obligarse a pensar en algo más y evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.
En la iglesia, las niñas le ayudaron a tocar la primera llamada y se animaron un poco cuando el peso de las campanas las elevó por los aires. También lo acompañaron a encender las luces y a iluminar al máximo el lugar.
Cuando volvieron al vestíbulo, ya estaban llegando algunas personas. Las madres alisaban el cabello de los niños y colocaban los velos en las cabezas de las niñas. Los padres recogían los abrigos y los llevaban al interior. Las monjas organizaban la procesión y trataban de acallar los susurros de los niños. El órgano comenzó a tocar y los monaguillos se apresuraron a encender las velas. Alguien le tocó el codo a Eddie.
– Hola, Eddie.
El se volvió.
– ¡Ah, hola, Irene! -se veía muy bonita esa noche, con su nuevo abrigo de color rosado claro y un sombrero con un velo muy fino que le flotaba sobre el cabello meticulosamente rizado. Se había delineado las cejas con un lápiz, usaba un color rojo encendido en los labios y se había oscurecido las pestañas tal y como Krystyna solía hacerlo. Además se veía mucho más delgada.
– Felices Pascuas -expresó ella.
– Te deseo lo mismo.
– Felices Pascuas, niñas.
Desde el otro lado del vestíbulo, mientras ponía en fila a sus alumnos para la procesión, la hermana Regina observaba el encuentro entre Irene y Eddie. Vio cómo ella le tocaba el codo y que él se volvía a mirarla para conversar. Luego Irene se arrodilló para volver a atar los lazos de las niñas. Irene estaba más delgada y, con su nueva figura, se parecía mucho más a Krystyna. Las dos niñas sonrieron, la abrazaron y le dieron un beso. Cuando Irene se puso de pie, Eddie también le sonrió y le tocó el hombro mientras conversaban. Por un instante, se notó una chispa de coquetería en la manera como Irene movió la cabeza y en la leve inclinación de su cuerpo hacia el de Eddie.
Una reacción extraña asaltó el pecho de la hermana; fue como si una mano atrapara y retorciera su corazón: eran celos.
Sorprendida por aquella reacción, la hermana se volvió, pero la verdad era innegable y evidente. Irene Pribil era lo más próximo a la madre de las niñas que existía en el mundo. Tenía el toque mundano para cuidarlas con el estilo que tenía Krystyna, algo que la hermana Regina nunca había aprendido. Irene podía coquetear, practicar sus artimañas con su cuñado, peinarse el cabello con mucho estilo y hasta bajar de peso en un esfuerzo por conquistarlo. Podía demostrar sus habilidades como madre sustituta y, ¿quien lo sabía?, tal vez hasta lograra que él le propusiera matrimonio.
Regina, en cambio, tenía prohibido expresar sus sentimientos. Estaba obligada a mostrarse distante y a fingir que no sentía nada por Eddie. Tal vez él se había sentido lastimado porque ella no le contó sus planes de dejar la orden. Tal vez lo tomó como una señal de que él no significaba nada especial para ella. Quizá, antes de que llegara su dispensa, él reconsideraría su relación con Irene y se daría cuenta de que era la madrastra perfecta para las niñas.
Cómo ansiaba ir hasta él y decirle: "Te amo, a ti y a tus hijas, pero sigo atada por mis votos hasta que llegue mi dispensa. Por favor, ten paciencia. Por favor, espérame".
Pero no podía hacerlo, por supuesto, porque sería un pecado.
Capitulo 8
Era ya ocho de mayo, un cálido y soleado martes, y acababan de terminar las clases del día cuando la madre Agnes entró en el salón de la hermana Regina y cerró la puerta a sus espaldas.
– Ya llegó su dispensa -le avisó la madre.
La hermana Regina sintió como si el corazón le hubiera dado un vuelco hasta la garganta.
– ¡Oh! ¿Tan pronto? Me dijeron que tardaría seis meses.
La madre Agnes la miró.
– De tres a seis meses. Ya han pasado cinco, creo.
– Casi cinco… sí -la hermana Regina dio un paso atrás y se dejó caer en la silla de su escritorio, sin aliento-. ¿Por qué me siento tan aturdida?
– Acaba usted de dar un paso que cambiará totalmente su vida. Y es definitivo.
La hermana Regina trató de controlar sus emociones, pero la incertidumbre de lo que sería su futuro asomaba su cabeza como un dragón. Se quedó sentada, muy nerviosa; casi no oía lo que le decía la madre superiora.
– Su padre llegará a las cinco de la tarde para recogerla. Avisó que le traerá ropa. Mientras tanto, puede cambiar su cama, tenderla con ropa limpia y empacar sus pertenencias.
– ¿Dijo a las cinco? -ésa era la hora en que todas las demás hermanas estarían cantando maitines y laudes-, ¿No se me permitirá despedirme?
– Bajo estas circunstancias, la priora y la presidenta de la congregación preferirían que no lo hiciera.
Miró su salón vacío.
– ¿Y los niños? No tuve oportunidad de decirles a mis alumnos que me marcharía.
– Creo que es lo mejor, hermana.
"Yo no", pensó desafiante. Aquellos chiquillos no eran simples desconocidos que se sentaban en los bancos cinco días a la semana. Eran jóvenes por los que ella se preocupaba en muchos sentidos, pero la iglesia veía en cada uno de ellos a un sacerdote o una monja en potencia y no sería bueno hablar con franqueza acerca de una monja que dejaba de serlo. Podría hacer surgir la tan temida pregunta. ¿Por qué?
Así que debía partir sin despedirse. La madre superiora la estaba esperando.
– Le mostraré hasta dónde hemos llegado en nuestro libro de lectura y en el de aritmética; y le puse un separador a la página en la que nos quedamos de la novela que les he estado leyendo todos los viernes por la tarde.
Conforme la hermana Regina marcaba las páginas y le daba instrucciones verbales a la madre Agnes para que las transmitiera a la nueva maestra, su corazón se llenaba más y más de tristeza. Había pensado que se quedaría hasta el final del curso y que el último día haría un día de campo con los niños en los terrenos de la escuela, los vería abordar el autobús escolar y los despediría para terminar el año escolar como cualquier otro.
Sin embargo, todo estaba listo para que su partida fuera rápida y en secreto. Que desaparezca la traidora y finjan que se ha marchado a cualquier parte, menos a su verdadero destino: la libertad.
Llegó el momento de salir del salón por última vez.
– Por favor, madre, ¿podría estar a solas un momento?
– Sí, por supuesto.
La hermana Regina no imaginó que sería tan difícil, pero cinco años era mucho tiempo. Por fin se obligó a llegar hasta la puerta, pero se detuvo y se volvió, con lágrimas en los ojos. "Adiós, niños", pensó. "Los voy a extrañar mucho".