En el pasillo vio a la madre superiora que ya la esperaba a una distancia prudente. Desde el otro lado del auditorio oyó al señor Olczak que silbaba mientras limpiaba. "Le escribiré para explicarle por qué me marcho sin una palabra", pensó. "Adiós, señor Olczak. También lo extrañaré".
En su celda del convento puso ropa limpia en su cama y guardó sus pertenencias en la maleta de cartón. Eran muy pocas: ropa interior, el chal negro que su abuela Rosella le había tejido, libros de oraciones, rosarios, el crucifijo que sus padres le habían regalado cuando tomó sus votos, una copia empastada en cuero de la Santa Regla, champú, su cepillo de dientes, polvo dental y las fotografías de sus grupos de los últimos cinco años.
Colocó las fotos encima de sus escasas pertenencias y cerró la maleta en el momento en que la hermana Agnes apareció con un envoltorio de papel blanco de carnicería atado con un cordel.
– Ya llegaron sus padres y le trajeron esto. Y aquí tiene sus papeles de dispensa, firmados por el papa Pío XII -le entregó un sobre blanco-. También encontrará un poco de dinero en efectivo. No es mucho, pero no sería justo ni correcto permitir que se marchara sin algo para vivir. Bueno, Regina, ¿cómo se siente? -ya no la llamó "hermana". Ahora era simplemente "Regina".
– Asustada.
La reverenda madre le sonrió.
– No debe estarlo. Dios la cuidará. Ahora, si se arrodilla, le daré mi última bendición…
Regina se arrodilló y sintió las manos de la monja en la cabeza.
– Bueno y amable Salvador nuestro, cuida a Regina ahora que se marcha de vuelta al mundo. Permite que siga practicando la obediencia a tus mandatos y que ofrezca al cielo, para tu mayor gloria, cualquier trabajo que elija hacer en el futuro. Que practique la caridad hacia todos y siga observando las virtudes cardinales de modo que al final de su vida temporal habite a tu lado en la vida eterna. Amén.
– Amén -repitió Regina.
Se puso de pie y miró a la madre superiora, cuyos ojos azules se veían más húmedos que de costumbre.
– Recuerde sus palabras: No temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo dondequiera que vayas. Ahora, vaya en paz.
Cuando la puerta se cerró detrás de la hermana Agnes, Regina abrió el bulto de papel y encontró una blusa blanca de algodón, de manga corta, con botones al frente y una hermosa falda azul estampada con diminutos capullos de rosas. Se dio cuenta de que la falda era hecha en casa. Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en el amor con que su madre la había cortado y cosido para esa ocasión especial.
Bajo la falda encontró un par de calcetines blancos, una enagua de algodón recatada y un sostén usado, pero limpio, blanco y sin adornos. Tenía una nota, pegada con un alfiler, que escribió su madre: "No sé cuál es tu talla, así que éste es uno de los míos. Espero que te sirva hasta que podamos comprarte algunos".
Por última vez la hermana Regina se desvistió tal y como lo estipulaban las normas, en el orden inverso de como se había vestido aquella mañana. Besó cada parte de su hábito y lo colocó a un lado, con una plegaria para cada prenda. Se colocó a toda prisa el sostén, que le quedó muy grande. La blusa era comprada y de su talla. La falda estaba un poco ajustada en la cintura, pero de todos modos consiguió abotonársela. Los calcetines largos se veían ridículos con sus zapatos negros de cordones y tacón ancho, pero no tenía otros.
Cuando estuvo vestida, se quitó el austero anillo de oro que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda y que le habían puesto cuando se convirtió en una esposa de Cristo. Con el corazón apesadumbrado colocó el anillo sobre las prendas que había doblado y puesto en la silla.
– Lo lamento -susurró-. Es sólo que no era la vida para mí.
Del escritorio tomó un pequeño espejo y un diminuto peine negro de bolsillo y los utilizó para arreglarse el cabello. Era de un rubio acaramelado y ella misma se lo recortaba sin prestar mucha atención al proceso. Mientras se peinaba sintió de pronto temor de salir a la calle como estaba, desaliñada y mal vestida.
Tenía tanto que aprender… pero lo haría. Sí, lo haría.
Abajo, en el salón de música, la esperaban sus padres.
– Hola mamá, papá. Muchas gracias por venir a recogerme.
Se pusieron en pie de un salto, como si los hubiera sorprendido haciendo algo indebido.
– Herm… -su madre se interrumpió, se miró avergonzada los pies y en seguida comenzó de nuevo-: Jean, querida, ¿cómo te quedó la ropa?
– Muy bien, madre. Gracias por hacerme la falda.
– No fui yo. La hizo tu hermana Elizabeth. También te mandó una chaqueta. No estaba segura de si tendrías algo para cubrirte al salir.
– Qué considerada.
Su padre aún no decía nada. Le sostuvo la chaqueta para que se la pusiera y por un instante ella sintió en los hombros la presión afectuosa de las manos de su padre a través de la cálida lana y las hombreras.
– Me llevo tu maleta -fueron sus primeras palabras.
Sus padres salieron primero y Regina los siguió. Ni siquiera la madre superiora estaba en el pasillo para decirle adiós.
"No lo lamento", pensó Jean y salió a la tarde de primavera.
¡Ah, el viento! ¡El viento en su cabello! ¡Y en sus piernas! ¡Y en sus orejas descubiertas! Soplaba aquel atardecer mientras el Sol poniente le acariciaba con sus cálidos rayos la cabeza. Los tordos cantaban más fuerte de lo que recordaba y podía oírlos a la perfección sin la capa de tela blanca almidonada que le cubría antes los oídos.
Se acomodó en el asiento trasero del automóvil de su padre y, cuando comenzaron a avanzar, se preguntó si el señor Olczak estaría en el edificio de la escuela, limpiando su salón, o si ya se habría ido a casa y quién le diría que la hermana Regina se había marchado para siempre.
Tres días después de que Jean volvió a la granja de sus padres, el cartero le llevó una carta de Anne Olczak. El corazón le dio un vuelco cuando leyó la dirección del remitente.
Querida hermana Regina:
Papá dice que está bien que le escriba porque me sentí muy triste cuando usted se fue. Nunca pensé que también usted se marcharía y ahora odio la escuela. La hermana Clement no es muy buena maestra y se queda dormida todo el tiempo; el recreo ya no es divertido porque los niños son malos con nosotras y la hermana no los obliga a portarse bien.
Papá dice que la razón por la que no se despidió de nosotros es que cuando a las monjas les dicen que se marchen a cualquier parte, ustedes tienen que hacerlo de inmediato. No creo que eso esté bien, así que he decidido no ser monja cuando crezca. Iba a ser monja, pero ahora ya no.
Papá dice que está bien si le cuento que a veces jugaba a que usted era mi mamá después de que ella murió. Fingía que así era. Por eso me sentí mal cuando me dijeron que se había ido.
Lucy sacó diez en su examen de ortografía.
Espero que se encuentre bien. Papá dice que usted sí está bien y que no murió como mamá. Bueno, ya tengo que irme a limpiar la caja de arena de Azúcar.
Con amor,
Anne Olczak.
Jean esperó para responder hasta el último fin de semana de mayo, cuando Anne haría su primera comunión. Entonces le envió como regalo una estampa bendita y les escribió una carta a los tres.
Queridos señor Olczak, Anne y Lucy:
Escribo esta carta dirigida a los tres porque siempre los tengo presentes en mis pensamientos. Antes que nada tengo que disculparme por no avisarles que me marchaba. Si hubiera podido, les aseguro que lo habría hecho. Por desgracia, tuve que irme de prisa y no pude decirles adiós.
Niñas, probablemente ustedes se preguntarán la razón de mi partida, debo contarles que he hecho un gran cambio en mi vida y que ya no soy monja. Pedí una dispensa de mis votos al Santo Padre en Roma y llegó el día en que tuve que irme de Browerville. Ahora vivo con mis padres en su granja.