Es bueno estar de regreso con la familia, pero extraño mucho a mis alumnos. Anne, me dio mucho gusto recibir tu carta, aunque me entristeció saber que ya no te gusta la escuela. El año entrante será mejor. Espera y lo verás.
Anne, este domingo harás tu primera comunión y estoy muy orgullosa de ti. Voy a imaginarte con tu vestido blanco y tu velo y rezaré una plegaria por ti ese día. Desearía poder estar ahí, en la misa, contigo, porque como sabes, será un día glorioso en tu vida.
Lucy, el año entrante llegará tu turno de recibir por primera vez los sacramentos, así que debes estudiar mucho el catecismo durante el año escolar para prepararte. Anne me escribió que sacaste diez en uno de tus exámenes de ortografía. ¡Te felicito!
Señor Olczak, usted es un hombre bueno y amable y siempre admiré mucho la paciencia que tenía con los niños cuando llegaban un instante después de que había limpiado y volvían a ensuciarlo todo. Oraré por usted y por el reposo del alma de Krystyna. Espero que para estos momentos Dios ya le haya brindado algún consuelo en su vida.
Me gustaría mucho seguir en contacto con ustedes y saber cómo están.
¡Que Dios los bendiga a todos!
Jean Potlocki (Regina)
Tres semanas después de que la hermana Regina se marchó, Eddie encontró la carta en su apartado postal. Fueron las tres semanas más largas y tristes de su vida. Había sufrido mucho, pero le bastó leer el nombre en el sobre para sentir que su ánimo empezaba a mejorar. Se quedó de pie en Main Street y leyó la carta dos veces.
Esa noche, durante la cena, se la leyó en voz alta a las niñas.
Cuando terminó, lo miraron con la boca abierta.
– ¿Ya no es monja? -preguntó Anne.
– No, ya no.
– Pero, ¿cómo es posible?
– Bueno, tuvo que pedirle permiso al mismísimo Papa para que firmara una dispensa y la dejara ser una persona común y corriente otra vez.
– Pero, ¿por qué renunció? ¿por qué? ¿Ya no quería ser nuestra maestra? -inquirió Lucy y en su rostro se reflejó la desilusión.
– Corazón, ser monja es mucho más que sólo ser maestra. Estoy seguro de que tuvo otras razones para marcharse.
– ¿Como cuáles?
– Querida, no te lo puedo decir, porque no lo sé.
– ¿Te refieres a que es una especie de secreto?
– Bueno, digamos que en cierta forma lo es. Es su secreto. Sus motivos son privados.
Lucy preguntó con cierta timidez:
– ¿Y ya no va a usar su hábito negro ni su velo?
– No. Supongo que ahora se viste como cualquier otra mujer.
– Pero… las monjas no tienen pelo.
Él contuvo su impulso de reír y le preguntó:
– ¿Cómo lo sabes?
Lucy se encogió de hombros lentamente.
Anne volvió a tomar la palabra e intervino con más seriedad que su hermana.
– ¿Volveremos a verla alguna vez, papá?
Eddie pensó; "Si me salgo con la mía, sí", pero decidió que era mejor responder:
– No lo sé.
Contó una a una las semanas desde que ella se había marchado y se convenció de que no debía apresurarse. Tres semanas y ya había recibido una carta. Una semana más y las niñas estarían de vacaciones de verano. Siete semanas y los espacios yermos del patio de juegos comenzarían a cubrirse de pasto. ¿Cuánto tiempo debe esperar un hombre para acercarse a una monja que acaba de abandonar la orden para que nadie hable mal de ella?
Esperó dos largos meses y el ocho de julio, un domingo, se le agotó por fin la paciencia. Sin embargo, decidió que se vería mejor si llevaba a las niñas. Después de la iglesia les preguntó, tratando de parecer indiferente:
– ¿Qué les parece si damos un paseo esta tarde? Pensé que tal vez podríamos ir a visitar a la hermana Regina.
– ¿De veras, papá?
– Bueno, no sabemos si la encontraremos en casa, pero podemos arriesgarnos e ir.
No estaba seguro de quién estaba más impaciente por verla, si él o las niñas. A medio camino Anne le pidió que detuviera la camioneta para que pudieran recoger unas rosas silvestres para la hermana. Luego se corrigió a sí misma:
– Quiero decir, para Jean.
A todos les sonaba extraño.
A unos cien metros de la granja de los padres de Jean, Eddie vio que disfrutaban de un día de campo familiar. Había autos y camionetas estacionados por todo el lugar; tenían mesas en el césped y varios grupos de personas se hallaban de pie, conversando, mientras unos niños con pantalones cortos entraban y salían de una tina llena de agua.
No podía seguirse de largo. Cada par de ojos en la reunión se volvería para identificar a quienes pasaban por aquel tranquilo camino rural. Además, las niñas se decepcionarían.
¿Qué otra cosa podía hacer sino detenerse justo en la entrada? Al principio no consiguió identificar a Jean entre tantas personas desconocidas para él. Algunas de ellas dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se acercaron para ver de quién se trataba tan pronto como las puertas de la camioneta se cerraron. En ese instante, una mujer que estaba a punto de lanzar una herradura se volvió, miró la conocida camioneta y dejó caer la herradura a sus pies. Saludó a los visitantes moviendo los brazos con energía por encima de su cabeza y corrió hacia ellos.
– ¡Hola! -los saludó con una sonrisa mientras se acercaba-. Anne, Lucy… -llegó hasta donde se encontraban y apretó con entusiasmo las dos manos de Anne, con todo y las rosas silvestres, y luego las de Lucy-. ¡Qué sorpresa! ¡Dios mío, es maravilloso! -su sonrisa era radiante al sostener las manos de Lucy-. Las dos están aquí. ¡Soy tan feliz!
Las niñas se quedaron mirándola como hipnotizadas, tratando de unir la imagen de esa mujer con la de la monja que conocían. Tenía el cabello del color de la miel, de un tono rubio ni muy claro ni muy oscuro y lo llevaba muy corto, con un leve rizado natural. Usaba un arrugado vestido de algodón de color rosa, con un adorno de encaje blanco y, sobre éste, un mandil también blanco.
Se hallaba descalza.
Jean soltó finalmente las manos de Lucy.
– Y el señor Olczak, qué gusto verlo de nuevo -a Eddie le habló en forma menos efusiva que a las niñas y le tendió la mano con timidez. Sólo se la estrechó un instante, mientras le sonreía, y el trató de recobrar el aliento. Jean giró rápidamente y gritó:- ¡Mamá, papá, miren! ¡Es el señor Olczak! ¡Y trajo a las niñas!
Frank se acercó desde donde estaban jugando a lanzar herraduras y Berta se levantó de una silla en el césped donde estaba conversando con otras señoras.
Frank llegó hasta donde se encontraba Eddie y lo saludó dándole un fuerte apretón de mano.
– Vaya, hola de nuevo, señor Olczak. Me da gusto saludarlo.
Berta se quedó un paso atrás, con una sonrisa reservada y menos entusiasmo.
– Hola -para ella era más fácil ser amable con las niñas que con Eddie-. Así que éstas son las niñas de las que tanto he oído hablar. ¿Quién de ustedes le escribió esa carta a Jean?
Anne levantó la mano.
– Fui yo.
– Bueno, pues déjame decirte que fue una carta muy bonita. La hizo sentirse muy feliz.
Jean la interrumpió.
– Vengan a conocer a los demás. Éste es mi hermano George, mi cuñado Curt y mi tía Bernice -Eddie Olczak perdió la cuenta de los miembros de la familia-. Y ésta es mi hermana especial, Liz. Somos las más cercanas en edad.
– Hola, Eddie -respondió Liz en voz baja-. He oído hablar mucho de ti.
"¿De verdad?", pensó Eddie, pero no tuvo tiempo de ahondar en el asunto.
Sus hijas se apretujaban a él y Jean les prestaba más atención a ellas. Les preguntó si querían una rebanada de pastel.
Se volvieron hacia Eddie para pedirle permiso y él asintió.
– Vengan conmigo -invitó Jean y las llevó hasta una mesa en la que unos paños de cocina blancos mantenían a las moscas lejos de lo que quedaba de la comida.