Los hombres se llevaron a Eddie cerca de un enorme tanque de agua galvanizado, de donde sacaron una cerveza fría y se la pusieron en la mano. Hablaron sobre las cosechas y de cómo Truman había reducido la edad de reclutamiento, de que el granero de Frank y Berta necesitaba un techo nuevo y que todos se reunirían para colocarlo en el otoño, después de recoger la cosecha.
Eddie hizo su mejor esfuerzo por mostrarse interesado, pero no podía dejar de mirar a Jean. Ahora tenía cintura y curvas arriba y abajo; y tenía en las piernas un leve bronceado. ¡Y esos pies descalzos! También su rostro parecía distinto, sin aquel velo almidonado blanco a su alrededor.
Jean estaba tratando de organizar a toda la tribu de niños en algún juego de correr, y sólo hasta que vio que Lucy y Anne estaban participando alegremente, atravesó el patio con paso lento para dirigirse hacia donde estaba él.
– ¿Le gustaría sentarse unos minutos a charlar? -le preguntó a Eddie-. Me encantaría saber cómo les va a las niñas. Anne ya hizo su primera comunión y Lucy me contó que está tomando lecciones de natación.
– Claro -respondió él y se fue siguiéndola mientras contemplaba desde atrás su hermoso cabello color caramelo e intentaba acostumbrarse al hecho de que ahora ya podía acercarse a ella como a cualquier otra mujer.
Se sentaron en el césped, a la sombra de algunos abedules, cerca de donde los niños jugaban. Ella se sentó en flor de loto, con los pies ocultos debajo de la falda con encaje. Charlaron de las niñas; de Browerville, y ella le preguntó por todos sus parientes.
Él estaba sentado a su izquierda; miraba en la misma dirección que ella. Jean ni siquiera lo veía cuando comentó:
– Me está mirando fijamente.
– ¡Oh! -sintió que se sonrojaba-. Lo lamento. Es que sí se ve diferente.
– Sí, lo sé. Tarda uno un poco en acostumbrarse, ¿verdad?
– Mi hija Lucy insistía en saber lo que íbamos a hacer si usted no tenía cabello.
Ella rió y arrancó algunas briznas de pasto.
– Y no sólo tiene cabello, sino que está descalza. ¿Puede culparme por no poder dejar de mirarla?
– No, pero mi madre nos observa.
Él volvió la vista hacia donde se encontraban las demás mujeres. Jean tenía razón.
– Mamá no lo está aceptando muy bien.
– ¿Y usted?
– Yo… me está costando trabajo. Viví en un convento más de once años y a veces siento que en realidad ya no hay sitio para mí.
– ¿Lamenta haber renunciado?
– No -respondió sin pensarlo-, pero verá, en realidad ya no tengo una rutina ni un hogar. Tengo a mi familia, pero siento como si tuvieran que cargar conmigo.
– Estoy seguro de que ellos no lo ven así.
– No, supongo que no. Sólo es idea mía, pero es extraño ser una mujer adulta que vuelve a vivir a la casa de sus padres.
Él lo pensó un poco y después agregó:
– Pensé que daría clases.
– No me lo permiten. Al menos no en una escuela católica. Verá usted, creen que soy una mala influencia.
– ¿Usted? ¿Una mala influencia? -repuso él, indignado.
– No para los estudiantes, sino para las otras monjas.
– ¡Ah! Ya entiendo, ya entiendo, algunas podrían decidirse a dejar los hábitos también.
– Se le llama la preservación de la orden.
– Discúlpeme, pero es algo estúpido.
– Por eso cuando me marché tuve que hacerlo en secreto. Ni siquiera me avisaron cuándo me iría. La madre Agnes sólo llegó a mi salón ese día y me dijo que tenía que ir a empacar -se volvió para mirarlo a los ojos-. Hubiera querido buscarlo y…
– ¡Hola! ¿Les molesta si me siento con ustedes? -estaban tan concentrados en la conversación que no vieron que Liz se aproximaba. Eddie sintió como si hubiera saltado desde lo más alto de un árbol y se le hubieran atorado los tirantes en una rama. Y sintió que se había quedado ahí, colgado en el aire, con las emociones de Jean reveladas a medias.
Ella no pudo hacer más que sonreírle a su hermana e invitarla a unirse a la charla.
– No, por favor… siéntate.
Charlaron y charlaron y poco a poco otros miembros de la familia se les unieron, y antes de que Eddie se diera cuenta notó que ya era hora de regresar a casa.
Para su gran desencanto, no tuvo oportunidad de terminar su conversación privada con Jean. Reunió a las niñas y se dirigieron a la camioneta. Una vez en ella y con el motor encendido, las manos de Jean fueron las últimas que colgaron del borde de la ventana.
– Adiós, niñas. Salúdenme a todos por allá.
– Adiós, hermana -respondieron las dos. Se habían olvidado que ya no era una monja y la llamaron como lo hacían antes. Ella sólo sonrió ante la equivocación.
– Adiós, señor Olczak. Por favor, vuelvan a visitarme.
– Eso haré. Adiós -era difícil para Eddie llamarla Jean.
Sin embargo, cuando condujo la camioneta marcha atrás sobre el camino de grava, se prometió que lo haría. Y sería pronto. Tan pronto como pudiera regresaría a verla. Sin las niñas.
Capítulo 9
Pasó otra semana de julio… una semana cálida, larga y llena de impaciencia, con un Sol tan intenso que parecía haber borrado el azul del cielo. En el huerto, los ejotes crecían tan de prisa que había que recogerlos por la mañana y por la tarde. Jean los cosechaba y ayudaba a su madre a enlatarlos. Y todo el tiempo pensaba en Eddie.
En Browerville, Eddie se pasó la semana lijando y barnizando los escritorios de la escuela y pensando en Jean. Ya había decidido que iría de nuevo a visitarla a la granja. Volvería allá el siguiente sábado por la tarde.
El jueves le pidió a su cuñada Rose:
– Necesito que me hagas un favor el sábado. Quiero que lleves a mis hijas al cine con los tuyos y que después se queden a dormir en tu casa.
– ¡Oh! ¿Y a dónde vas?
– Voy a visitar a alguien. Es… bueno, a la hermana Regina.
– ¿A la hermana Regina? -repitió Rose con la boca y los ojos muy abiertos-. ¿Te refieres a nuestra hermana Regina? ¿La que ya no es monja?
– Así es. Sólo que ahora ya no es la hermana Regina. Se llama Jean. Jean Potlocki.
– ¿Cuánto tiempo llevan así? -soltó Rose a quemarropa.
– ¡Oye! -exclamó Eddie, que comenzaba a perder la paciencia-. Si tengo que pasar por un interrogatorio para dejarte a las niñas, encontraré otro lugar para dejarlas.
– Cálmate, Eddie. No te haré más preguntas. Por supuesto que puedes dejar aquí a las niñas. ¿Romaine lo sabe?
– No.
– Bueno, pues yo se lo diré.
– De eso estoy absolutamente seguro. Y también a todos los demás del pueblo, supongo.
Eddie salió de la cocina moviendo la cabeza de un lado a otro.
Se compró ropa nueva para estrenarla ese sábado por la tarde: unos pantalones de vestir azules con pliegue y una bonita camisa de algodón, ligera y de manga corta, con rayas blancas y azules. En cuanto Jean reconoció la camioneta de Eddie Olczak que se aproximaba por el camino, dejando tras de sí una densa nube de polvo, pensó: "¡Oh, no! ¿Por qué no hice caso de mi corazonada, me di un baño, me puse algo decente y dejé los ejotes sólo por esta tarde?"
Había tenido miedo de pensar que él volvería pronto, de modo que se puso las botas viejas que su padre usaba en el granero, se ató una toalla de cocina en la cabeza para evitar que los mosquitos se metieran en su cabello y salió al jardín a recoger los ejotes en la tarde fresca.
Se quedó ahí, en la parcela de ejotes, inmóvil como un espantapájaros, mientras veía que la camioneta se acercaba por el otro lado de una hilera de arbustos de frambuesa que la separaban del sendero. Él no la vio, así que condujo hacia el patio, se detuvo y caminó hasta la casa.